23 diciembre, 2016

Atraco Perfecto

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 Si uno pretende rodar una película de cine negro y ha visto 'La jungla de asfalto' sabe que al escoger de protagonista a Sterling Hayden tiene escrito medio guion. Su rostro honesto, trabajado por las decepciones, es un imán para el fatalismo. Lleva la marca del perdedor tan a la vista que nadie en su sano juicio apostaría por el caballo que él escogiera.

 'Atraco perfecto' presenta a una serie de personajes liderados por Hayden y unidos por la expectativa de un gran robo. Todos los elementos del cine negro circulan por aquí: asesinatos, humo, matones, una mujer fatal y un grupo de secundarios que solo el fondo de armario del cine clásico puede proporcionar, como Marie Windsor o Elisha Cook, con un aspecto de cadáver prematuro tan notable que esperamos su muerte en cualquier fleco de la película. Las fatalidades del último momento, tan habituales en este género, también cobran una importancia decisiva. De la misma forma que la alarma que suena a destiempo en 'La jungla de asfalto' arruina todo el asunto o el perro de 'El último refugio' provoca la muerte de Humphrey Bogart, en este relato un caniche provoca una de las torceduras del destino más famosas de la historia del cine al hacer desaparecer dos millones de dólares en unos segundos. Se confirma así que los perros, en el cine negro, son más peligrosos que un fiscal.

 A pesar de todo lo anterior, el gran acierto -y lo que aporta una mayor novedad- de 'Atraco perfecto' reside en su estructura narrativa no lineal, con saltos adelante y atrás, convirtiendo el tiempo en protagonista. Una voz en off va explicando la cronología de la acción con un lenguaje documental. Esta concisa descripción periodística desmenuza la relojería del relato como si se tratase de un sumario, dotándolo de un ritmo imparable y proporcionando, de paso, esa perfección aséptica y milimétrica tan del agrado de Stanley Kubrick.

 'Atraco perfecto' ocupa un lugar de privilegio en la primera parte de su carrera, al lado de 'Senderos de gloria' o 'Teléfono rojo', títulos que se mantienen frescos quizá por su engañosa simplicidad y su ausencia de parafernalia. No ocurre lo mismo con la segunda parte de su filmografía, en la que películas ampliamente cacareadas están siendo arrasadas sin piedad por el paso del tiempo. Esos travellings frontales que preceden al movimiento de los personajes, o bien los siguen desde atrás, tan insistentes, largos y repetidos una y mil veces hasta convertirse en marca registrada, no ayudan. La manera en que Kubrick abusa del inventario de la Deutsche Grammophon, tampoco.


                                                                                 (Publicado en La Voz de Galicia)

13 diciembre, 2016

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 Li Jiang River, Huangshan Mountains, Guilin, China, 1979 | Hiroji Kubota.

08 diciembre, 2016

Horizontes de grandeza

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 Los créditos iniciales de 'Horizontes de grandeza' arrancan el relato de forma tan espectacular que a uno le asalta la siguiente pregunta: si empiezas con semejante ímpetu, ¿cómo mantienes el resto al mismo nivel? Las dudas desaparecen enseguida. En los siguientes diez minutos, William Wyler nos ofrece una persecución a caballo, agujerea un sombrero a balazos, desliza un homenaje a 'La diligencia' de Ford y nos presenta a Julia Maragon (Jean Simmons), que hace prosperar la película con cada una de sus apariciones. Las dos horas y media restantes de metraje forman una sucesión de acontecimientos tan bien pilotados que nadie, en pleno uso de sus facultades mentales, osaría mirar el reloj.

 Nunca se cita a Wyler en primer lugar cuando se habla de grandes directores de cine, aunque maneje con una perfección envidiable las herramientas de su oficio y sea, probablemente, uno de los narradores más precisos y vigorosos que hayan existido. Aquí vuelve a trabajar con su gran amigo Gregory Peck (ambos producen la película), que interpreta a un capitán de barco afincado en el Este que viaja al Oeste para casarse con su prometida e intenta instalar la civilización en un territorio donde la reputación es un patrimonio que hay que defender a tiros y el progreso se mide a culatazos.

 Al terminar el rodaje, Wyler declaró a un periodista: «Nunca haré otra película con Greg Peck... y puede citarme». Y en efecto, no volvieron a trabajar juntos. El motivo de la disputa fue una secuencia en la que Peck creía que se podía mejorar el resultado haciendo un plano corto de él. «Primero déjame hacer un montaje provisional de toda la escena. Si sigue sin gustarte, lo repetiremos», dijo Wyler. Todo el mundo entendió. Tenía fama de meticuloso y si daba una secuencia por zanjada era porque no hacía falta una toma más, simplemente quiso ser cortés. Unos días más tarde Peck vio la escena montada. Seguía sin convencerle. Se acercó a su amigo Willy y le pidió una fecha para repetirla. Este se negó de forma tajante. El actor abandonó el rodaje y solo volvió para hacer los planos que faltaban para terminar la película. Ni siquiera se dirigieron la palabra. Un par de años después, Wyler estaba en la gala de los Oscar con 'Ben-Hur'. Llovían estatuillas. Gregory Peck, con ese aire de nobleza y el porte de mediador que siempre lo acompañan, quizá masticando algún sapo, se acercó a felicitarlo, momento que el director aprovechó para hacer las paces y apostillar medio en broma: «Gracias, pero has de saber que no pienso hacerte ese plano corto...».


                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

30 octubre, 2016

Sin perdón

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 William Munny vive en una casucha en medio de la nada con sus dos hijos. A su alrededor hay unos cuantos puercos enfermos, un árbol y una tumba fordiana en la que está enterrada su mujer, que contra todo pronóstico consiguió redimir a un asesino de renombre. Como en el cine de Ford, la presencia de alguien ausente cuece la historia a fuego lento. Un día, aparece un jinete en el horizonte que trae una proposición: volver a su antiguo oficio de matar hombres. Unas prostitutas ofrecen mil dólares de recompensa por la muerte de dos tipos que han marcado a cuchilladas la cara de una de ellas. William Munny está viejo, cae del caballo, ya no dispara bien, pero necesita el dinero. Se acerca a la cabaña de un antiguo compañero, Ned Logan, para que se una al grupo y este le espeta: «Si Claudia estuviera viva, no lo harías».

 Comienza así el viaje de unos personajes llenos de pasado y escasos de futuro en el que Clint Eastwood rinde un maravilloso homenaje al western al tiempo que lo desmitifica. Aquí los pistoleros no están idealizados: a través de W. W. Beauchamp, el biógrafo que va saltando de matachín en matachín mientras registra sus fechorías, es decir, su currículum, descubrimos un mundo de falsedades, chapuzas y duelos cochambrosos donde las leyendas se comportan como celebrities. Eastwood rueda una película elegíaca y oscura, como un callejón de cine negro. El protagonista arrastra una mortificación y unos remordimientos aterradores. A lo largo de la narración, el guion nos va ofreciendo briznas de su pasado dejando entrever hasta qué punto el whisky lo convertía en un carnicero implacable, y ese goteo va llenando y llenando el vaso de agua hasta que desborda y convierte el último tramo de 'Sin Perdón' en uno de los finales más explosivos de la historia del cine. La escena de la colina, mientras escucha el relato de la muerte de su amigo Ned apurando trago a trago una botella de whisky tras largos años de abstinencia, es asombrosa. Vemos físicamente cómo se transforma de nuevo en el antiguo William Munny de Missouri, el mismo que dinamitó un tren matando a mujeres y niños y que, según Ned, ha hecho cosas mucho peores. Ha regresado y se dispone a reordenar su reputación. A continuación viene un travelling de resonancias apocalípticas que recorre la calle principal del pueblo bajo una tormenta y que nos muestra cómo han decorado el escaparate del saloon con el cadáver de Ned. Cuando William Munny entra en el bar dispuesto a matar a todos, el espectador solo oye el ruido de una ballena blanca rompiendo las cuadernas de un barco.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

11 octubre, 2016

Mujeres al borde de un ataque de nervios

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 Quizá sea 'Mujeres al borde de un ataque de nervios' la mejor hora y media que Pedro Almodóvar ha proporcionado al cine español. El ritmo desenfrenado, la frescura y la espontaneidad que dominan los diálogos acercan la película a ese territorio de comedias disparatadas que firmaban Preston Sturges o Howard Hawks a finales de los años treinta. Almodóvar consigue que todos los gags funcionen con una perfección espléndida y que su estilo personal acompañe la historia con más fortuna que en la mayoría de sus obras posteriores. Los rojos de Vicente Minnelli, la importancia de los objetos (teléfonos, tacones, pendientes en forma de cafetera), los homenajes a clásicos del cine ('Johnny Guitar', 'La ventana indiscreta') y su pericia a la hora de escoger y dirigir actrices forman, en este caso, una alquimia perfecta.

 Carmen Maura pastorea con solvencia un reparto en estado de gracia, con Rossy de Palma y Loles León aportando sabrosura y una María Barranco excepcional. Su personaje tiene momentos de puro asombro en los que roza el surrealismo, como cuando entra en el ático de Carmen Maura, ve unos cristales rotos y unas gallinas paseando por la terraza y dice con gran seriedad: «Esto parece cosa de terrorismo». Y luego está Chus Lampreave, recientemente fallecida, una de esas actrices que han pasado la vida disfrazadas de estanquera, de portera cotilla o de beata y que convierten en genial un diálogo mediocre mientras arreglan el dobladillo de un pantalón. Un par de apariciones y tres o cuatro frases le bastan para robar una película y hacerse fuerte en la memoria del espectador. Su famoso parlamento en esta película -«Ya me gustaría a mí mentir, pero eso es lo malo de las testigas de Jehová: que no podemos. Si no, aquí iba a estar yo»- en otra boca no tendría ningún impacto; sin embargo, ese tono de sentencia berlanguiana, el cómo lo dice, convierte a la audiencia en rehén sin esfuerzo aparente. Existe la posibilidad de que Luis Ciges y Chus Lampreave sean los actores con más facilidad de palabra del cine español. Hablan de oído. Ni siquiera necesitan que el texto sea bueno. Ni cabal. Los titubeos de Ciges tienen un mundo propio tan glorioso que, a su lado, las tribulaciones de Hamlet son mera perorata. Ambos poseen la capacidad de transformar en lógica cualquier locura solo con el timbre de su voz y un par de aspavientos. Si leyesen en voz alta la 'Crítica de la razón pura' descubriríamos que el texto de Kant es en realidad una 'screwball comedy'. Resulta imposible adivinar lo que se pierde con la desaparición de gente con una talla de pie tan grande.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

08 octubre, 2016

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 Refugee campament, Kass region, Sudan | Paolo Pellegrin.

24 septiembre, 2016

Vacaciones en Roma

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 Dalton Trumbo escribe la historia de 'Vacaciones en Roma' sin derecho a firma. Estamos en 1953, en plena caza de brujas, y Trumbo es el favorito de la inquisición. Ian McLellan Hunter le presta su nombre (aunque colabora en el guion final) y le reembolsa el dinero de tapadillo. William Wyler se interesa en el proyecto, pero solo si le dejan rodar en localizaciones auténticas. Filmar en el extranjero todo el metraje era poco habitual, pero finalmente la Paramount acepta, con una condición: deben hacer la película con el dinero que el estudio tiene bloqueado en Italia, es decir, un millón de dólares. Con un presupuesto tan exiguo se renuncia a rodar en color y se hace imposible contratar a las dos grandes estrellas previstas: Elisabeth Taylor y Cary Grant, que de todos modos había renunciado porque el papel femenino poseía más relevancia. Aparece entonces Gregory Peck, con su porte gentil y tímido.

 Hasta el momento tenemos a un escritor proscrito, un amigo tapadera, un director exigente, Roma, por supuesto; a Gregory Peck, y de repente, sin previo aviso, se produce el origen del universo: Audrey Hepburn. Una desconocida. Apenas había trabajado en nada. Al ver las proyecciones diarias del material que iban filmando la gente salía alucinada. La pureza y la inocencia que transmiten el rostro de Hepburn devora el relato con tal intensidad que el propio Peck declara: «Deben poner su nombre junto al mío, encima del título. De lo contrario pareceré un idiota pretencioso».

 Trumbo plantea la historia de una princesa que huye de sus compromisos oficiales y pasa un día imperecedero con un periodista como si se tratase del cuento de la Cenicienta al revés. Cuando suenan las campanadas, la calabaza se convierte en carroza y, claro, ¿quién quiere una carroza cuando tu calabaza es una Vespa y vas montada en su grupa acompañada de Gregory Peck? La película avanza acumulando momentos inolvidables que ya forman parte de la historia del cine, como la escena en la boca de la verdad, la visita de Hepburn a una peluquería o ese beso en el que el periodista se percata de la amargura de una historia de amor sin futuro. Las últimas secuencias, en las que la protagonista muestra cómo ha crecido y cómo ha apurado toda su vida en doce horas, tienen una potencia asombrosa gracias al desengaño y el poso de tristeza que circula por debajo. La princesa nos recuerda que los protocolos existen para proporcionarnos el placer íntimo de romperlos y en su corta escapada de los deberes de Estado nos desliza el mensaje más importante: acuérdate de vivir.


                                                                                   (Publicado en La Voz de Galicia)

19 septiembre, 2016

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'Winter- Apsaroke', 1908 | Edward S. Curtis (1868- 1952)

16 septiembre, 2016

El señor de la guerra

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 Nunca el rostro de Charlton Heston se aproximó tanto a la escultura como en 'El señor de la guerra'. Hacia el final de su carrera el mundo se empeñó en adjetivarlo como un fanático defensor de las armas, un cretino, incluso en su mejor época era considerado más por su presencia física que por sus dotes interpretativas. Sin embargo, si uno se aleja de los púlpitos importantes y se olvida de prejuicios y señuelos, Heston se revela como un actor estupendo. Solo hay que fijarse en cómo utiliza el cuello para echar la cabeza hacia atrás y mirar de arriba hacia abajo, fabricando sus propios contrapicados. Y cómo calla, mira y escucha, deletreando los silencios y mostrando la lucha interior de Chrysagón de la Cruz, el protagonista de 'El señor de la guerra', un caballero que llega al feudo que el duque de Normandía le ha otorgado para protegerlo de los invasores frisios que cruzan el mar para saquear y robar. Tras veinte años de batallas, cansado y sin ilusión, se hace cargo de sus dominios: una zona costera de pantanos con un torreón en el confín de una marisma y unos siervos que son en realidad míseros aldeanos. Heston se presenta en este rincón perdido con el talante crepuscular del que llega para esperar plácidamente la pala del enterrador y en el tiempo de descuento surge el imprevisto: se enamora de Bronwyn, una lugareña destinada a otro.

 Si uno quiere aprender por qué las miradas tienen una importancia decisiva a la hora de narrar una película, encontrará aquí el ejemplo perfecto. Este recurso, que Franklin Schaffner maneja con un pulso envidiable, suministra al espectador toneladas de información silenciosa que viaja por debajo del radar y proporciona al relato un músculo y una temperatura soberbias. Antes de aceptar el papel, Heston exigió dos colaboradores que delatan su buen gusto y su instinto a la hora de asumir riesgos: Schaffner, director de televisión semidesconocido hasta entonces, y Russell Metty, el operador de Orson Welles en Hollywood, que hace un trabajo de gran belleza visual, muy alejado de los colores brillantes estilo Metro Goldwyn Mayer y con los rostros de las estrellas bailando sombras y penumbras, asunto que suele atragantar a los jefes de los estudios. En sus memorias, Heston cuenta que en los exteriores rodados en Malibú había un joven que merodeaba continuamente el rodaje. Insistía una y otra vez en que deseaba ver cómo hacían el asedio a la torre. Finalmente, Schaffner le dio permiso. Ese joven se llamaba Steven Spielberg. Probablemente estaba allí porque le interesaba la escultura.


                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

31 agosto, 2016

El viaje a ninguna parte

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 «Hay que recordar...», afirma José Sacristán en la imagen que abre la película, como si fuese a ceder el paso a una ensoñación. Pronuncia el hechizo con voz de viajar al pasado y la amargura del que vive en un país ingrato que trata la memoria a patadas, mientras la cámara nos muestra a una de aquellas compañías de teatro que iban de pueblo en pueblo por los caminos de la Meseta, con los bultos al hombro y encogidos de frío, entrando en las aldeas como quien pide asilo y dispuestos a pelear un contrato de un par de días que permitiera pleitear el hambre. La pujanza del cine ambulante, el fútbol o las novelas de la radio laminan un trabajo que no da para una comida diaria. Estamos ante el fin de una época.

 La maestría con que Fernando Fernán Gómez transforma el encuadre en una ventana a otro tiempo donde las situaciones de comedia conviven con las miserias de la posguerra convierte 'El viaje a ninguna parte' en una de las obras mayores del cine español. El despliegue de secuencias hilarantes, el homenaje a los fracasados y la ternura que reserva a unos personajes que pertenecen al camino provocan carcajadas con las que más tarde nos atragantaremos. Cuando la actriz principal abandona la compañía y el contable sugiere suspender la función, Fernán Gómez se apresura  a pontificar sobre el amor al trabajo gritando como un becerro: «¡Suspender! Esta tarde representaremos en Cavaluenga 'Los claveles de Margarita' sin Margarita, y si las cosas se ponen mal... ¡sin claveles!». El subsuelo de la película, en cambio, está lleno de momentos que parten el alma. «He trabajado en cafés, bares, plazas, casinos, patios, almacenes, cuadras, y nunca había visto levantarse un telón al empezar la obra», dice José Sacristán, nervioso como un novato, cuando se ve por primera vez en un teatro de verdad. 'El viaje a ninguna parte' es hambre itinerante, tristeza de metal y patadas de ahogado. También un intento desesperado por devolver la dignidad a un oficio: los cómicos.

 Muchos de estos asuntos, como la incertidumbre, el trabajo temporal, la vida mal pagada, la gente que se va quedando por el camino y escapa en busca de un horizonte mejor o, al menos, más digno, poseen una vigencia indeseable. Cada vez más, el teatro y el audiovisual se asemejan a un lugar en el que permanecen los insensatos, los resistentes, acaso los locos, como Sacristán al final de esta película, envejecido, sufriendo el dolor de creerse su propio personaje y acosado por los desvaríos quijotescos que acuciaban a Norma Desmond, aunque en su caso sin haber poseído ni un pequeño relámpago de éxito.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

25 agosto, 2016

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 Courtyard of the Meiji shrine, Tokyo, 1951 | Werner Bischof (1916-1954)

20 agosto, 2016

La última seducción

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 Todos los guionistas sueñan con colocar al comienzo de su película una de esas escenas que suspenden la ley de la gravedad. Agarrar al espectador a la butaca con un bofetón inicial es un arte dificultoso y agotador, comparable al de ese columnista siempre al acecho de una frase inicial tan brillante que te obligue a leer el resto del texto. Veamos lo que sucede diez minutos después de comenzar 'La última seducción'. Bridget (Linda Fiorentino) acaba de escapar de Nueva York tras robar una importante suma de dinero a su marido y se detiene a repostar en un pueblo. Antes de volver a la carretera entra en un bar y un parroquiano intenta seducirla. Ella lo trata con un desprecio sulfúrico, agarra la copa y se sienta sola en una mesa. El hombre se acerca y, medio en broma, le susurra al oído: «La tengo como la de un caballo, piénsatelo». Linda Fiorentino gira la cabeza y su melena negra se aparta a lo Verónica Lake, lo mira y su cigarrillo comienza a colgar de la mano con el temple de un filo de desollar incautos. «Siéntate», le dice. Para asombro del galán, ahora convertido en un ente equino, ella introduce la mano en su bragueta y comienza a revisar el género allí mismo mientras le pregunta: «¿Cuántas amantes has tenido?», «¿Has estado con prostitutas?», «¿Con hombres?». El tipo alucina. Al final, contento de haberse convertido en mercancía, pregunta si ha aprobado el examen. «Bueno, médicamente sí», responde ella. Bridget es rápida, impúdica, despiadada, una experta en torcer destinos. La protagonista se dispone a hacer tirabuzones con la vida de un pardillo y el espectador por nada del mundo querría perderse lo que sea que venga a continuación. Los guionistas tienen, seguro, un nombre técnico bellísimo para este tipo de escenas catapulta. Yo, desde que vi 'La última seducción', las denomino «la escena de la entrepierna».

 Aquella Kathleen Turner de 'Fuego en el cuerpo' tiene en Linda Fiorentino una heredera soberbia. Al contrario que Sharon Stone, no necesita aspavientos pélvicos para empañar el objetivo, le bastan esos ojos de petróleo y esa forma de mirar llena de curvas, recodos e insinuaciones. La pasión por el dinero abrasa una película en la que ella ejerce un dominio absoluto: cómo huele un fajo de billetes, cómo lo lame, o su pericia a la hora de convertir un «por favor» en un insulto que, al cabo de unos instantes, misteriosamente, ha devenido en sugerencia de asesinato, son puro espectáculo.

 El personaje era tan bueno, cuenta Linda Fiorentino, que cada vez que salía con un hombre, éste, inevitablemente, quedaba decepcionado: esperaba salir con Bridget.


                                                                                 (Publicado en La Voz de Galicia)

11 agosto, 2016

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 'Two men in fog', 1958 | Fred Herzog.

06 agosto, 2016

La dama de Shanghai

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 Tras el pase previo de 'La dama de Shanghai', Harry Cohn, jefe de la Columbia, se da la vuelta y, con la estampa atemorizante de los productores con puro, dice: «Le doy mil dólares a quien sea capaz de explicarme de qué va esto». Cohn esperaba otra 'Gilda' y de repente se encuentra a Rita Hayworth, la estrella de su estudio, con la melena cortada, teñida de rubio y fabricando telarañas en una película negra en la que el productor no logra diferenciar entre buenos y malos ni dilucidar quién mató a quién, mucho menos por qué. 'El sueño eterno' y 'Retorno al pasado', dos hitos del género, son igual de enrevesadas, con flashbacks dentro de los flashbacks y tramas en las que no salen las cuentas de los asesinatos, pero claro, esto a Harry Cohn no le importa: él es un mercader y si a algún menguado se le hubiese ocurrido explicar que el cine negro es puro vericueto y que no depende tanto de la lógica como de la fascinación, en su mano no se habrían materializado mil dólares sino una granada sin espoleta.

 Orson Welles rueda un relato tan fascinante como desmesurado, un artefacto visualmente cautivador repleto de encuadres expresivos, movimientos de grúa que adelantan el barroquismo de 'Sed de mal' y ángulos de cámara imposibles que, por alguna extraña razón, funcionan de maravilla. El guion, confuso y sin un hilo narrativo coherente, convierte la película en una suma de secuencias desconcertantes. Algunas de ellas, como la escena del acuario, el episodio final de los espejos o la narración de la matanza de tiburones en Fortaleza por parte del protagonista, son obras maestras en sí mismas. La frescura y la sensación de improvisación que transmite 'La dama de Shanghai' retratan a Welles como un cineasta inusual. Ni siquiera rechaza la manera clásica de hacer películas, simplemente todo le sale distinto. Cuentan que durante los primeros días de rodaje de 'Ciudadano Kane', Welles le indicaba al equipo cómo iluminar. Ignoraba que eso era cuestión del operador. Gregg Toland, una leyenda de la fotografía cinematográfica, retocaba la luz y corría detrás de todo el mundo pidiendo que no le dijeran a Welles que no debía hacer eso. Al final, alguien lo avisó y Toland se disgustó al enterarse de que le habían ido con el cuento de que esa no era la manera habitual de rodar. «Es la única forma de aprender algo», replicó, «de alguien que no sabe lo que no debe hacer». También pertenece a Toland la que quizá sea la definición más hermosa del cine de Welles: «Fue su condición de aficionado lo que lo hizo tan revolucionario. Era un profesional, pero no pensaba como tal».


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

04 agosto, 2016

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 Dusk, New Jersey, 1978 | Joel Meyerowitz.

29 julio, 2016

Cuentos de la luna pálida de agosto

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 Ese minúsculo texto titulado 'Elogio de la sombra' en el que Junichiro Tanizaki describe la forma sutil y exquisita con que los japoneses entienden la luz quizá sirva para explicar el éxito del Tsukimi, una costumbre introducida en Japón en torno al siglo X que enseguida arraigó como tradición. La ceremonia consiste en contemplar la luna del 15 de agosto, al parecer, la más bella del ciclo (atendiendo al calendario lunar de la antigüedad), justo antes del comienzo del otoño. Los habitantes de la casa abren los paneles deslizantes (shōji) que dan al exterior y dejan que el reflejo de la luna penetre en su hogar mientras ellos se sientan y dedican la noche a recitar poemas, escuchar instrumentos musicales y a contar cuentos. La magia y el misterio de esa noche alimentan 'Cuentos de la luna pálida de agosto', una película contemplativa y de ritmo pausado, nunca lenta, que debe disfrutarse con el leve hipnotismo de aquel que observa la luna, es decir, con la cadencia de una ensoñación.

 Kenji Mizoguchi, uno de los tres cineastas que comparte el podio del cine clásico japonés junto a Ozu y Kurosawa, dirige esta acuarela de contornos imprecisos. Su estilo, una mezcla de planos secuencia y movimientos de cámara que generan un extraño reposo dinámico, acuna la historia con suavidad y mano maestra. Mizoguchi era un tipo difícil y pendenciero. Bebedor, mujeriego y de talante dictatorial, llegó a ser expulsado del estudio debido al gran escándalo que se formó cuando una de sus amantes lo apuñaló por la espalda. Cuentan que al quebrar el negocio de su padre, éste vendió a su hija a una casa de geishas, asunto que lo trastornó profundamente y que llenó sus películas de mujeres que sufren el egoísmo de los hombres. La infelicidad femenina y la mujer ocupan un papel fundamental en su cine. Causa sorpresa, por tanto, cómo esta vida nada ejemplar contrasta con la sensibilidad prodigiosa de sus obras.

 Cualquier espectador que vea los 'Cuentos de la luna pálida' quedará asombrado por ese viaje en barca a través de un lago desdibujado por una bruma con la firma de Murnau, por la facilidad con que la cámara nos traslada del mundo real al sobrenatural mediante una panorámica sin corte ni efecto alguno, o por la sencillez narrativa de este relato de fantasmas que habla de la avaricia humana y sus desastrosas consecuencias en un Japón feudal habitado por almas en pena que aman más allá de la muerte y hombres ambiciosos que dan la razón a aquella sentencia de Oscar Wilde: «Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias».


                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

23 julio, 2016

El maquinista de La General

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 Buster Keaton representa la ingenuidad en términos absolutos. Una ingenuidad como solo puede entenderla un niño cuyos padres lo incorporan a su espectáculo como la fregona humana, donde asume el papel de un enano que limpia el suelo con su cuerpo y al que pueden lanzar volando repetidamente contra la pared para disfrute del respetable. Aprendió que cuanto más triste era su cara, más sonoras resultaban las carcajadas. Muchos años después, unos productores lo obligaron a reírse. Deseaban adornar con una sonrisa el final feliz de su película. Él creía que era un error. Los espectadores estaban acostumbrados a su rostro severo e inexpresivo y no lo iban a asimilar. El pase previo le dio la razón: la respuesta del público fue un desastre y hubo que cambiar el final. Keaton nunca volvió a reír.

 Si hay algo que define su cine es la ausencia absoluta de sentimentalismo. Jamás se enamora de ciegas ni ayuda a huerfanitos. Todas sus historias giran en torno a un joven atolondrado que sufre todo tipo de calamidades para conquistar o rescatar del peligro a su amada. El mundo es hostil con él y, sin embargo, lo acepta todo, encaja cualquier contrariedad sin resignación o mueca de asombro. Sigue adelante, nada lo detiene. No hay desgracia que no utilice en su favor con tal de conseguir el objetivo que se ha fijado.

 'El maquinista de La General' es un prodigio de inventiva y, posiblemente, la película de acción más difícil, vertiginosa y creativa que se haya rodado nunca. El estilo de Keaton, puramente visual, transmite al espectador la sensación de que se está inventando el cine ante sus ojos. De hecho, es lo que ocurre. Todavía no existía un lenguaje cinematográfico asentado ni unas ideas narrativas claras. El relato transcurre durante los primeros escarceos de la guerra de secesión americana. Keaton interpreta a un ferroviario al que unos espías del Norte le han robado a sus dos novias, la de verdad, y su locomotora (La General), asunto que origina una de las persecuciones más fabulosas de todos los tiempos, en la que el protagonista, poco interesado en la guerra convencional, saca provecho de sus habilidades, que consisten en pelear con la gravedad, acometer acrobacias excepcionales, refutar las leyes más elementales de la física y, simplemente, hacer reír. En una ocasión, un periodista quiso saber si su estilo había tenido herederos. «¿Quizá Jacques Tati?», preguntó. Y Keaton, con la sequedad elocuente del pionero, ofreció una respuesta de concisión fordiana: «No sé... está empeñado en resultar artístico».


                                                                                    (Publicado en La Voz de Galicia)

16 julio, 2016

Veredicto final

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 Sidney Lumet cuenta en su libro 'Making Movies' cómo un actor influyente puede destruir un guión. Los productores barajan nombres para el reparto de 'Veredicto final' cuando una estrella «de las gordas» muestra interés en rodar la película, aunque pone algún reparo: desea verbalizar lo que el espectador debería deducir, es decir, explicar mejor su personaje. La mayor parte de los guionistas saben que la fuerza de una historia suele residir en los huecos elocuentes, aquello que no se narra con palabras y, sin embargo, el público percibe. David Mamet, autor del guión, rehúsa modificar su trabajo. Contratan a una afamada guionista que llena los huecos de palabras mientras se embolsa medio millón de dólares. A continuación, la estrella sugiere trabajar con un tercer escritor. Poco a poco, el peso del argumento se va desplazando a favor del protagonista. La película trata de la redención de un hombre atormentado por su pasado, un abogado alcohólico que ha caído tan bajo en su profesión que se dedica a buscar posibles clientes en los entierros. Nuestra deidad influyente insiste en eliminar los matices desagradables y adornarlo con las características del héroe, ya saben, para que el público pueda «identificarse» con él. Se hicieron cinco versiones del guión. Por supuesto, la estrella nunca llegó a rodar la película. Sidney Lumet exigió filmar la primera versión de Mamet y el papel principal acabó en manos de Paul Newman, que se agarró al personaje con el ímpetu de un caniche que muerde el dobladillo de un pantalón.

 A pesar del vodevil inicial, la nómina de actores de 'Veredicto final' es antológica. Los ojos de Newman compiten con la mirada turbia y el erotismo de iceberg de Charlotte Rampling, que, en los años 40, hubiese abrasado el cine negro con sus ojos de cianuro. James Mason nos regala otro de esos villanos que abanican ironía e interpreta al abogado que defiende a la gestora de un hospital que ha dejado a una mujer en coma. Y luego está Milo O´Shea. Un hallazgo. «Es el tipo con más pinta de corrupto del mundo», dice Lumet. Su personaje, el juez, posee la dulce imparcialidad de una moneda falsa.

 'Veredicto final' es uno de los dramas judiciales más notables del cine americano. Se beneficia de la habitual sobriedad de Lumet en la dirección y, sobre todo, de un guión sólido, lleno de elipsis y silencios, en el que un perdedor pleitea contra el sistema y las instituciones buscando recuperar su dignidad, algo que Robert Redford no supo (o no quiso) ver.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

09 julio, 2016

Seven men from now

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 A finales de los años 50, Randolph Scott y Harry Joe Brown produjeron siete relatos del oeste. Estas películas, de presupuesto escuálido y que apenas suelen alcanzar los ochenta minutos, son conocidas hoy en día como los westerns de la serie Ranown, fusión caprichosa entre el nombre del primero y el apellido del segundo. 'Seven men from now' fue la primera de este ciclo y está dirigida, como todas las demás, por Budd Boetticher. «Ni Randolph Scott era John Wayne, ni el solar trasero del estudio Monument Valley», explica Boetticher, cuyo talento a la hora de sacar partido al raquitismo económico es antológico. Nunca pudo fotografiar catedrales de piedra fordianas, solamente dispuso de pedregales y escolleras que parecen obedecer a una ocurrencia volcánica y, sin embargo, qué partido les saca. Sus westerns, rodados en dieciocho días y con una estructura itinerante en la que un pistolero quemado por dentro ejerce de hilo conductor, combinan la energía de un gran narrador con una incontestable humildad y una perfección austera. No se prodiga en ceremoniales, preámbulos ni presentaciones, no hay tiempo, el suyo es un cine sin abrevaderos. Ignoro si sabe lo que es una digresión, aunque todo indica que no.

 Randolph Scott liquida a dos hombres en cuanto desaparecen los créditos iniciales de 'Seven men from now'. Unos bandidos han asesinado a su mujer durante un atraco a un banco y éste ha salido a darles caza. Los ladrones son siete pero después del primer minuto de película, la cuenta atrás se sitúa en cinco. Durante la persecución, el protagonista ayuda a un matrimonio en apuros que viaja en carromato y acaban compartiendo trayecto y peligros. La manera con que Boetticher muestra cómo se va enamorando Gail Russell de un hombre con una muerta pegada posee la compleja sencillez de John Ford. Monta una historia de amor solo sugerida que hierve de contención al tiempo que oscurece la película con un tono escéptico y un extraño clima poético conseguidos gracias a unos elementos tan mínimos que casi se podría calificar a Boetticher de ascético. La escena nocturna bajo una lluvia torrencial en la que Gail Russell se acuesta dentro del carromato y Scott debajo, a la intemperie, al lado de las ruedas, y ambos apagan sus lámparas de aceite a la vez, es un prodigio. Duermen juntos, aunque separados por el suelo del carromato. Nunca unas pocas tablas fueron tan elocuentes. Ellos, en cambio, apenas hablan. Ya se encarga el espectador de pensar todo lo que no se dice.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

03 julio, 2016



 'I´m in the mood for love' | Bryan Ferry.

01 julio, 2016

Seducida y abandonada

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 En 1995 el cine celebró su centenario. Además de reportajes y entrevistas, los medios de comunicación publicaron varias listas con las obras más destacadas de estos primeros cien años atendiendo al gusto personal de algunos personajes ilustres como Billy Wilder que, entre sus diez títulos preferidos, incluye 'Seducida y abandonada' de Pietro Germi, director de gran éxito en los años sesenta y en la actualidad casi un desconocido.

 'Seducida y abandonada' retrata la sociedad italiana de posguerra a través del esperpento, un género que basa su eficacia en la inquietud con que el espectador percibe que lo que está viendo, aunque parezca inconcebible, bufo y desquiciado, está más próximo a la realidad que a la exageración. El relato transcurre en una pequeña localidad siciliana en la que Germi ejecuta una prospección en el subsuelo de esas familias antiguas y honorables con mujeres inmaculadas, y muestra, de manera grotesca y asombrosamente divertida, la hipocresía, el puritanismo, la represión y el machismo más delirante. Todos se tensan como la piel del tambor cuando las apariencias o el honor pueden quedar en entredicho.

 Vincenzo Ascalone, padre de familia con un hijo pánfilo y cuatro hijas en edad casadera, sufre la vergüenza de ver cómo una de sus hijas ha perdido la honra con Peppino Califano, quien inicialmente estaba prometido con otra de ellas, mucho más menguada y sin el magnetismo que posee la mancillada Agnese, una Stefania Sandrelli cuyos paseos por el pueblo, con esa forma de andar en silencio (que luego heredará Monica Bellucci), esa cadencia erótica y esa manera pía de ir mirando el suelo, hace que se muevan las placas tectónicas. Cuando el padre descubre el oprobio encierra a Agnese y empieza a maquinar todo tipo de arreglos delirantes para salvar el honor de la familia. Las situaciones estrafalarias que se producen a continuación cargan la película con una munición de personajes excepcionales: un médico con la prosodia de Luis Ciges, la criada que enumera todas sus enfermedades o el sepulturero con dotes de mediador internacional convierten la mentira y el chiste continuo en altas expresiones del comportamiento humano. No resulta difícil imaginar las carcajadas de Billy Wilder con el gag de ese jefe de policía pícaro y escéptico que cada vez que se acerca al mapa de Italia de su despacho, tapa Sicilia con la mano y observa cómo quedaría el país sin esa región. A continuación, suspira.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

12 junio, 2016

Los Sobornados

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 En el cine negro abundan los bolsillos llenos de pistolas. Cada vez que alguien escucha cómo llaman suavemente a su puerta, suele introducir un revólver en el bolsillo mientras suspira un «por si acaso». Se trata de un acto reflejo para espantar dudas, un aspaviento previsor, digamos. Además, los descansillos de esta raza de películas son imprevisibles. Abres la puerta y se materializa una sombra expresionista, un detective haciendo preguntas que confunden la trama o una mujer con cara inocente que viste una gabardina también con bolsillo y pistola. Parece natural que con tanto hierro en la alforja en ocasiones se escancie algún disparo, como sucede un par de veces en 'Los sobornados', un relato criminal que tizna de negro el argumento, la fotografía, el café e incluso el humor. «Mantén el café caliente», le dice Glenn Ford a un ordenanza en la última frase de la película, como si a lo largo del metraje no se hubiese producido una de las escenas más violentas de la historia del cine cuando Lee Marvin arroja café hirviendo al rostro de Gloria Grahame.

 'Los sobornados' agarra al espectador por el cuello desde el primer fotograma y a partir de ahí el ritmo no hace más que crecer gracias al dominio narrativo de Fritz Lang, que muestra, oculta, frena o acelera la acción con una puesta en escena tan sencilla, fluida e invisible que uno queda atrapado en la tela de araña sin apenas percatarse. Por supuesto, la historia incluye todos los temas predilectos del director alemán: la violencia (rebajada con maestría y elegancia al utilizar con gran astucia el fuera de campo), la venganza, la corrupción y el individuo luchando en soledad contra un colectivo siniestro, en este caso un policía atormentado, Glenn Ford, que intenta desmantelar un imperio mafioso que ha asesinado a su mujer y carcomido la ciudad.

 «Yo he sido rica y he sido pobre. Y créame, ser rica es mucho mejor», dice Gloria Grahame, la amante del gánster, mientras flirtea con Glenn Ford. No le importa que sea el tipo que abofeteó a Gilda. Su personaje hace el viaje de una mujer fatal a la inversa: comienza siendo frívola y divertida, y termina enamorada del policía, con el rostro destruido e inmolándose. Lang le devuelve toda su dignidad en el tiempo de descuento, cuando Ford, tras negarse varias veces, por fin le cuenta cómo era su esposa y su vida familiar. Ella, que solo obtuvo abrigos de visón a cambio de obediencia, antes de morir, escucha fascinada el deletreo de la complicidad de una pareja. A Gloria Grahame le basta la mitad de la cara para conseguir que la película entre en combustión.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

02 junio, 2016

La taberna del irlandés

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 Solo alguien con un mundo interior a la altura de Stalin o Torquemada pasaría de largo ante una película en la que las palabras «taberna» e «irlandés» viajan juntas en el título. John Ford se traslada a la Polinesia francesa en busca de un lugar donde el tiempo se mida con un reloj diferente y le permita rodar otro de sus relatos sobre la vida primitiva. Necesita uno de esos territorios soñados que los autores de fuste denominan «paraísos perdidos» y que su clientela habitual resume en una sola palabra: Innisfree. 'La taberna del irlandés' se puede definir por tanto como una sucursal de 'El hombre tranquilo'.

 «¿Queréis pasar ocho semanas en Hawai este verano, chicos?», preguntó Ford a John Wayne y a un Lee Marvin destinado a interpretar al personaje pendenciero habitualmente reservado a Víctor McLaglen. Naturalmente, uno echa de menos a Maureen O'Hara (una pelirroja con ese genio en los mares del Sur podría provocar un segundo Pearl Harbor), aunque es justo reconocer que Elisabeth Allen está estupenda, con un carácter deliciosamente belicoso y pastoreando de maravilla vendavales y besos fordianos que son como huracanes fuera de temporada. El argumento de tan simple es casi inexistente. Una rica heredera llega a la isla de Haleakaloha dispuesta a dejar a su padre (al que no conoce) fuera del testamento de su abuelo debido a su conducta inapropiada. En la puritana sociedad de Boston el hecho de haber tenido tres hijos con una nativa se considera un cataclismo.

 Suele citarse 'La taberna del irlandés' como una de sus obras más flojas; sin embargo, en esta comedia despreocupada y sencilla sobre una forma de vivir que el turismo y la intolerancia religiosa corromperán sin remedio, está todo Ford. Desde su idea de comunidad, en esa misa de Navidad donde están presentes todas las razas en una iglesia de goteras torrenciales, hasta su forma de revestir de dignidad la palabra «mestizo» sin necesidad de pontificar sobre el racismo. El humor y los puñetazos, convertidos casi en estructura narrativa, también acuden a la cita. Faltaría más. Wayne y Marvin cumplen años el mismo día, asunto que suelen celebrar con una gran pelea que comenzó en el pasado con una ofensa que ya nadie recuerda y que llega hasta el presente con el vigor de las tradiciones bien asentadas. Los combates de boxeo deberían abolir la campana y comenzar con la elegancia gaélica de Marvin, que entra en la taberna y, dispuesto a destruir todo, exclama: ¡Hay un espejo nuevo!


                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

18 mayo, 2016

Get Carter

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 Eres Cary Grant. Estás rodando 'Con la muerte en los talones' y te obligan a lucir un traje especialmente diseñado para intrigas internacionales que resiste sin mácula el ataque de una avioneta inverosímil, ¿qué puedes hacer? Nada, aparte de combinarlo con tu bronceado y asumir que te vas a convertir en un icono del espionaje. ¿Y si te llamas Steve McQueen? Lo mismo. Te contratan para hacer 'Bullitt' y tienes que guapear por las calles de San Francisco con una gabardina, un Mustang y tu mejor pose publicitaria. ¿Acaso tienes la culpa de que tus ojos azules conviertan la película en un spot? A veces los actores sufren de elegancia.

 Michael Caine se suma a este raro síndrome de estilo sobrevenido en 'Get Carter'. Maneja con idéntica finura su traje de mohair y su dandismo por el Swinging London de finales de los sesenta, entre minifaldas, descapotables y trajes hechos a medida. Interpreta a Jack Carter, un asesino a sueldo de la mafia londinense. Pero no uno cualquiera, por supuesto. Si la manera de vestir es consustancial al poder de un hombre (y el guion nos invita a pensar que sí), Carter posee una gran reputación dentro de su gremio. Su hermano ha muerto en la ciudad natal de ambos, Newcastle, en circunstancias poco claras, y como un héroe de western que vuelve a su pueblo, toma un tren de regreso a sus orígenes con la intención de reventar las costuras de la ciudad. Viaja tranquilo, cómodamente sentado en su vagón mientras lee 'Adiós, muñeca' de Raymond Chandler. Mike Hodges, el director, presenta a su personaje con rapidez, eficacia y elocuencia. Amante de la moda, intelectual, libertino, singular, decadente; con semejantes credenciales al protagonista solo le falta entrar en un garito con la pistola colgando lánguida de la mano y exclamar: «¡Manos arriba! ¡Soy Oscar Wilde!».

 Carter pertenece a esa corriente de pensamiento que esquiva la frase célebre pero trabaja el género del diálogo flaco y afilado, como ese parlamento con el que amenaza a otro profesional: «Casi había olvidado cómo son tus ojos», dice, mientras le retira suavemente las gafas de sol. «Siguen siendo los mismos. Agujeros en la nieve». Parece recién salido de uno de esos relatos de George V. Higgins que retratan un submundo de delincuencia donde los propios criminales se ajustician entre ellos mediante traiciones, soplos, conflictos de intereses, repartos de botín con algún fleco por cerrar o, en el caso de 'Get Carter', una venganza. Asunto en el que Michael Caine escancia cadáveres con la misma soltura con que Wilde dispara aforismos.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

11 mayo, 2016

Desmontando a Harry

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 Existe la posibilidad de que Woody Allen lleve toda su vida rodando una mala película. Tras su éxito fulgurante a finales de los setenta, llegan los años ochenta y ponen de moda un susurro que se propaga con gran rapidez entre los entendidos: sus nuevas obras no están mal, pero no son 'Annie Hall' o 'Manhattan'. Nace así el lamento (su presente languidece ante su pasado) que acompañará toda la carrera de Allen, mientras él torea expectativas y se dedica a rodar películas y dejar que opine el tiempo, que rara vez se precipita. Seis o siete psiquiatras después, con sus respectivos divanes, estamos en los años noventa. Para entonces, 'Delitos y faltas', 'Hannah y sus hermanas' o 'La rosa púrpura de El Cairo' se han convertido en capillas sixtinas. Allen continúa inventando chistes sobre Proust y haciendo travellings por las calles de Nueva York. Ya se imaginan lo que ocurre: los púlpitos influyentes aseguran que sus películas actuales no alcanzan el nivel de la década anterior. Se refieren a trabajos como 'Misterioso asesinato en Manhattan' o 'Balas sobre Broadway', esa divertida reflexión sobre el talento y el proceso de escritura que rima con 'Desmontando a Harry', donde un escritor de relatos vuelca en su obra el arte que es incapaz de poner en su vida. Sus propios personajes se rebelan y le cantan las verdades que no quiere oír a través de una narración fragmentada, perfecta en su orden desordenado, y en la que Allen nos explica una vez más, de contrabando, que estamos solos en el universo. Es en esta película donde aparece ese campanazo que afirma que las dos palabras más bonitas de nuestro idioma no son «te quiero» sino «es benigno», y el célebre gag del actor que se desenfoca solo.

 Unos cuantos rabinos disparatados después, llega el nuevo siglo. 'Balas sobre Broadway' o 'Desmontando a Harry' son ahora películas fundamentales en su filmografía. Woody Allen sigue trabajando. No varía su costumbre de apelar a Sófocles, hablar de infidelidades, inventar latigazos verbales y, sobre todo, hacer reír. Salen a bailar títulos como 'Match point', 'Si la cosa funciona' o 'Medianoche en París' y la trompetería habitual sentencia con ese «no está mal pero... », expresión que sigue gozando de una salud envidiable y una legión de adeptos que parecen habitar aquel chiste de 'Annie Hall': «En este restaurante solo sirven bazofia, y además las raciones son tan pequeñas...».

 Woody Allen acaba de cumplir 80 años, el reloj ya tiene poca arena. Cada año rueda una nueva historia. Conoce el gran secreto: parar es morir. ¿Y quién sabe más de guadañas que él?


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

04 mayo, 2016

Principios de verano

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 «Está escrito en el agua. Se desvanece; no es nada», escribe René Clair al referirse al periodismo. Unas pocas palabras que resultan aún más atinadas si se utilizan para describir el cine de Yasujiro Ozu. Sus películas tienen algo de recién amanecido, como de rocío prendido en las telarañas, están hechas de silencio y timidez. La tranquilidad narrativa que preside sus obras te predispone a contemplar los pequeños milagros de la cotidianidad: a través de la vida diaria de una familia termina por atrapar el paso del tiempo, las diferencias entre padres e hijos, la desaparición de las tradiciones y, de forma sugerida y elíptica, la sociedad de posguerra que acaba de sufrir un holocausto nuclear hace pocos años. Ese off pavoroso cobra vida cuando una madre escucha por la radio 'La hora de los desaparecidos' o un personaje descuida una frase aparentemente inocente: «Cada vez hay más niños».

 A medida que uno cumple años y películas, la filmografía de Ozu va cogiendo trazas de tesoro. En cada título dejas algo olvidado porque tienes la certeza de que algún día volverás allí a por aire. 'Principios de verano' contiene la serenidad, la inteligencia y el despojamiento habitual de sus trabajos. Como siempre, Ozu pone la película a la velocidad exacta de tu pensamiento y te permite reflexionar, al tiempo que sigues la historia de Noriko (Setsuko Hara), una chica de 28 años a la que su familia busca un marido apropiado, pues temen que se convierta en solterona. Noriko representa a una generación que comienza a resquebrajar las viejas costumbres y elige a su marido sin consultar a sus familiares, lo cual provoca una pequeña conmoción y llena de melancolía el tercio final del relato. La escena en la que se hacen una foto de familia y Noriko, antes de marchar hacia su nueva vida, pide que hagan otra solo con sus padres, es un prodigio. Intuimos que puede ser su última reunión. Literalmente se convierten en pasado ante nuestros ojos.

 Resulta imposible hablar de Ozu sin hacer referencia al polo magnético de su cine: Setsuko Hara. En muy contadas ocasiones aparecen rostros con una inercia capaz de arrasar una película. Ocurre con Audrey Hepburn en 'Vacaciones en Roma'. O con Maureen O'Hara en 'El hombre tranquilo'. Setsuko Hara también posee esa cualidad. 'La voz de la montaña', 'Cuentos de Tokio' o 'Primavera tardía' son ejemplos de ese hechizo, una mezcla deslumbrante de inocencia y pureza que entra sin llamar en nuestra memoria y se adueña de la mejor localidad.


                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

01 mayo, 2016

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 Niños jugando con un perro, Pyongyang, Corea del Norte, 1907 | Jan Adriani (1874- 1948).

27 abril, 2016

Agente especial

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 Algunas películas existen mejor si uno las ve de madrugada, con ojos enrojecidos, cansancio acumulado y los prejuicios agotados en el ajetreo diurno. 'Agente especial' pertenece a esta categoría de obras con nocturnidad congénita. Parece hecha con insomnio. El argumento es un clásico del género negro. Un policía obsesionado con atrapar al jefe de una banda criminal (Richard Conte) está enamorado de la chica del gánster (Jean Wallace), y a partir de ahí, fatalismo, disparos y un blanco y negro inolvidable. El trabajo de Joseph H. Lewis en esta película de presupuesto mínimo e imaginación máxima posee el sentido directo del cine aprendido en la serie B. Con la misma frescura que Sam Fuller, Phil Karlson o Don Siegel, Lewis resuelve la escasez económica apelando a la velocidad: cuenta la historia con una brusquedad y un nervio narrativo asombrosos. Esa apariencia áspera, a medio terminar, como de desorden preciso, emerge ahora con una modernidad y una solvencia muy por encima de otros títulos, más famosos y mejor acabados, pero rutinarios.

 A su escasez de pretensiones se añade la gran cantidad se soluciones brillantes que aparecen a lo largo del metraje. Cómo le arrancan el audífono al lugarteniente del mafioso para que no escuche su propio ametrallamiento, la proliferación de tomas largas en las que fusilan ocho páginas de guion en un solo plano de cuatro minutos, o ese encuadre, inaudito en el Hollywood de la censura, en el que Richard Conte besa en el cuello a su novia desde atrás y su cabeza va bajando, despacio, hasta que su cabeza desaparece por la parte de abajo de la imagen y la cámara se acerca al turbado rostro de Jean Wallace. La escena no deja lugar a dudas: hay sexo oral (en off) entre los dos personajes. Cuando la película fue revisada en las oficinas del Código Hays, las instalaciones se convirtieron en un esbozo previo de Chernóbil. Lewis fue llamado a capítulo y tomando a los censores como lo que son, unos simples, se desmarcó con una excusa tan ridícula como deslumbrante: «¡Fue el cameraman!». Por absurdo que parezca, logró convencerlos de que aquello era un simple error técnico sin malicia, un malentendido al pactar el encuadre. Para asombro de todos, el plano sobrevivió al montaje final. No se entiende que a Lewis no le dedicasen una estatua ecuestre, está claro que era capaz de afinar un arpa con una mano sin dedos. Resulta obvio que la vida necesita de la improvisación y el atrevimiento de la serie B, para la que él, sin duda, estaba muy cualificado.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

24 abril, 2016

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 Nápoles, Italia, 1950s | Guido Giannini.

21 abril, 2016

Mientras seamos jóvenes

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 Intentar escapar de tu edad te convierte en párvulo, nos dice 'Mientras seamos jóvenes'. Josh y Cornelia, un matrimonio de mediana edad, ya notan la presencia del contador. Se acercan a la madurez y no consiguen ignorar esa cosa molesta en el rabillo del ojo: la desesperación. Cornelia es productora y Josh se gana la vida como profesor, aunque en realidad es director, lleva diez años centrifugado por un documental al que no para de dar vueltas. Para colmo, su suegro es un documentalista de estatura, con premios y reconocimientos, un triunfador. Al acabar una de sus clases, conoce a un matrimonio que no para de adularlo, tienen 25 años, el chico también hace documentales. Ambas parejas comienzan a salir juntas y los protagonistas empiezan a comportarse como la «gente joven». Ahora circulan en dirección contraria al paso del tiempo. Sus nuevos amigos llevan el diccionario hipster amartillado en el bolsillo. Pronunciaron sus votos en una torre de agua vacía en Harlem, tienen estanterías llenas de vinilos, regalan polaroids firmadas y cuando tienen alguna duda se niegan a buscarla en el móvil. Entrar en Internet sería ir en contra de la pureza. Ahí es nada. ¿Qué puede decir uno cuando se ha casado en el ayuntamiento?

 Noah Baumbach atrapa a unos personajes que convierten toda su vida en un fraude para no sentirse defraudados y filetea sin piedad ese mundo en el que cada vez es más necesario ser un virtuoso en el arte de la impostura. Vivir en el adorno. Hay que reconocerle a Baumbach la soltura y el talento con que revolotea el cine de Woody Allen en esta reflexión sobre el fracaso, las apariencias y la búsqueda de lo auténtico (en caso de existir semejante entidad), al tiempo que dibuja el retrato de un trepa comparable a la dócil protagonista de 'Eva al desnudo'. Josh se percata demasiado tarde de que el chico joven, al que ha tomado como protegido y está ayudando a rodar un documental, lo está utilizando para coger el ascensor a los pisos superiores a través de la reputación de su suegro. Ya no estamos en época de hidalguías. 'Mientras seamos jóvenes' no deja lugar a dudas en su demolición: vivimos en el tiempo del «todo vale», donde la adulación nunca tuvo tantos adeptos y receptores necesitados y el oportunismo ilustrado campa a sus anchas. Resulta especialmente brillante cómo describe la película ese atributo latente que suele permanecer en la oscuridad y que poseen algunas personas amables y de perfil bajo que alcanzan el éxito: son mansamente despiadadas.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

13 abril, 2016

Del revés

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 De vez en cuando, Pixar ofrece otra de esas proezas visuales que dejan al espectador noqueado, como si chocase con la mandíbula de Charlton Heston. Ya nos habían mostrado la angustia de convertirte en un juguete viejo ('Toy Story'), el origen de la vida a través de un robot oxidado ('Wall-E') que respira y se asombra como Chaplin, y el correr del tiempo a través de un matrimonio de ancianos ('Up') cuya vida pasa ante nosotros en cinco minutos deslumbrantes y demoledores. En esta ocasión, la aventura se titula 'Del revés' y las luminarias de este estudio de animación (en este caso firman Pete Docter y Ronnie del Carmen, pero cuentan con la ayuda del resto de cráneos privilegiados, estoy seguro) van más allá y nos explican cómo funciona el barullo interno que reside dentro de nuestras cabezas. Y lo hacen con elocuencia y profundidad, un ritmo trepidante y un árbitro acreditado: la risa.

 'Del revés' comienza con el nacimiento de Riley, una niña a la que vemos crecer desde un lugar único: su cerebro, una torre de control donde sus cinco emociones básicas, la Alegría, la Tristeza, el Miedo, el Asco y la Ira, toda una macedonia de personajes, manejan o, más bien, improvisan sus reacciones. Así, viendo a Riley desde dentro y desde fuera el guion responde a preguntas universales: ¿Por qué nos enfadamos? ¿De dónde sale la nostalgia? ¿Cómo se activa nuestra voz interior? ¿Y el olvido? ¿Qué mecanismo provoca que algunas imágenes se agarren para siempre? ¿Cómo arraiga la personalidad? En la descripción de ese mundo interior, donde algunos recuerdos desaparecen y otros se convierten en «esenciales» y se ordenan en un almacén de la memoria al que conviene acudir cuando el presente aprieta, hay una lucidez prodigiosa. La obsesión de Alegría, siempre estresada y tensa como una pandereta, es alejar de las manos de una Tristeza dolorosamente cómica estos recuerdos «esenciales». Algo imposible, por supuesto.

 Sobre este columpio en el que se balancean la alegría y la tristeza descansa la gran idea del argumento, tan difícil de sustanciar en imágenes y que Pixar expone con una sencillez que abruma: no es posible la una sin la otra. Ambas se complementan. En nuestra actualidad de felicidades artificiales, recompensas instantáneas y sonrisas impostadas, que una película le diga a los niños -y a los adultos- que estar triste puede ser bueno y, a veces, hasta necesario, se me antoja un brote anarquista.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

07 abril, 2016

Dejad paso al mañana

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 Cuando Leo McCarey recibe el Oscar al mejor director por 'La pícara puritana' confiesa que los miembros de la academia se han equivocado: su gran trabajo del año no es esa comedia en la que Cary Grant e Irene Dunne presumen de su divorcio arbitrado por un perro, sino otro título, 'Dejad paso al mañana', una reflexión devastadora sobre la familia y el ahogo de hacerte viejo y convertirte en un estorbo que no había tenido ningún éxito.

 Una pareja de ancianos sufre problemas económicos y el banco se queda con su casa. Tras el desahucio, el matrimonio pasa a vivir a cargo de los hijos y el relato comienza a repartir bofetadas en la cara del espectador, que se siente identificado con todo lo que ocurre a continuación mucho más de lo que está dispuesto a reconocer. Los hijos se pelean sin parar e intentan regatear sus responsabilidades transformando a los padres en un paquete de mensajería urgente que se van pasando. Por su parte, los ancianos contribuyen a las pequeñas mezquindades cotidianas aportando dificultades a la convivencia e intromisiones propias del agujero generacional. A medida que los acontecimientos desgastan a los dos protagonistas, la película se carga de una congoja que McCarey rebaja al utilizar un recurso contundente y efectivo, aquel que poseen los grandes observadores: el humor. El sutil balanceo de estos dos elementos, risas y lagrimas, convierte 'Dejad paso al mañana' en extraordinaria.

 McCarey filma con una cámara-testigo siempre apostada en el lugar idóneo, a la distancia perfecta, allí donde el público puede ver lo que ocurre de forma clara e inmejorable, sin efectismos, retórica ni subrayados. Su estilo es invisible. Parece dedicarse a la poda, como Lubitsch, Ford o Hawks. El punto fuerte de McCarey radica en su maestría apabullante a la hora de generar emoción. En este asunto es un traficante prodigioso. Solo hay que echar un vistazo a las escenas de la casa de la abuela Janou en 'Tú y yo' para comprobarlo, o a las dos secuencias que se desarrollan en el comercio de un tendero con el que el anciano protagonista ha trabado amistad.

 En una de ellas entra una mujer con un niño a comprar una revista. El dueño, jocoso, se dirige al niño: «¿Serás bueno con tu madre cuando seas mayor?». El chaval no entiende nada. «Jimmy, contesta al señor», apremia la madre. Y el niño, de forma inocente pero con una ambigüedad primorosa, responde: «¿Qué tengo que decir?».


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

30 marzo, 2016

EL hombre tranquilo

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 Existe un lugar sin ruidos de teléfonos móviles, preocupaciones, ni políticos de cuarto de hora, en el que cualquiera puede acogerse a sagrado para el resto de sus días. Sean Thornton (John Wayne) ha matado accidentalmente a su contrincante en un combate de boxeo. Se retira y regresa a Innisfree, la tierra de sus antepasados, un condominio donde el mero hecho de no tener caña de pescar lo pone a uno bajo sospecha. En Innisfree los trenes llegan con retraso para promover el ejercicio de la retórica entre parroquianos y los caballos están dotados de una inteligencia suprema que los obliga a frenar y detenerse a la entrada de la taberna. Hay trifulcas a puñetazos que apuntalan amistades y puentes antiguos que hacen sombra a truchas legendarias. Este paraíso idílico inventado por John Ford posee un catastro infinito de personajes asombrosos, gobernados únicamente por la retranca. Thornton baja del tren y no está preparado para lo que va a suceder. Viaja en carro hacia Innisfree observando el paisaje cosido por pequeños muros de piedra cuando de repente se produce La Aparición: una cabellera roja, a lo lejos, atraviesa los campos verdes mecidos por el viento mientras pastorea un rebaño de ovejas. La cámara se sitúa detrás, soñando un plano corto de abajo a arriba, y ella se gira, despacio, y mira hacia él de reojo, por encima del hombro, mientras se va alejando hacia el fondo del encuadre. Cuando la cámara vuelve al rostro de Thornton vemos que le ocurre lo que a nosotros: ya no la olvidaremos jamás. «¿Es de verdad o estoy soñando?», dice.

 Así nos presenta Ford a Mary Kate Danaher (Maureen O´Hara), temperamental, deslumbrante, «una pelirroja con todas sus consecuencias», afirma el casamentero del lugar con razón: sus escenas provocarán movimientos tectónicos. Hay dos docenas de momentos prodigiosos como este en 'El hombre tranquilo', pero el que más me gusta es cuando ambos protagonistas, ya casados, se sitúan en torno a la lumbre de la chimenea, ella le enciende el cigarro a su marido y poco a poco se van acomodando mientras miran el fuego en silencio como si ahí dentro, ardiendo, estuviesen los sueños. Pocas películas tienen el poder de convertir el mundo en algo distinto, mejor. La maestría con que Ford maneja la naturaleza, los silencios y las miradas te trabaja por dentro para siempre. Y cómo finiquita la historia, con Wayne trabajando la tierra y ella acercándose y diciéndole algo al oído. Ambos entran en la casa y la película se pierde. Ignoramos qué ha dicho Mary Kate, pero sí sabemos que mataríamos porque nos susurrasen algo así.


                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

27 marzo, 2016

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 Waves in Le Havre, France, 1984 | Jean Gaumy.

23 marzo, 2016

Madigan

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 Uno no se sienta en el sofá a ver una película de Don Siegel: se cae dentro de ella. Si cualquier película tarda veinte minutos en poner en marcha el relato y presentar a los personajes, a él le bastan cinco. Siegel fue montador antes de dirigir: cada segundo cuenta. 'Madigan' no es una excepción y comienza, por tanto, de forma fulgurante. Los títulos de crédito iniciales, mientras la cámara recorre la ciudad de Nueva York al amanecer, ya adelantan el tono documental y descriptivo que arropa la historia de dos policías (Richard Widmark y Harry Guardino) que emprenden una búsqueda desesperada para atrapar al maleante que les robó sus armas en un lance desafortunado.

 El cine de Siegel es seco, directo, sin concesiones ni adornos. Si alguien me asegurara que propina palizas a los adjetivos en callejones oscuros, no lo pondría en duda. En este sentido, 'Madigan' probablemente sea el punto álgido de su carrera en cuanto a sobriedad. A los diálogos no les sobra una coma, son brillantes. Las situaciones y los personajes son tan verosímiles como complejos y el ritmo es tan ágil que la película se carga de una engañosa levedad. Quien desee averiguar en qué consiste la velocidad narrativa, esta es su película.

 Madigan es el nombre del personaje de Richard Widmark, un detective veterano de talento callejero y gran elasticidad a la hora de interpretar las leyes. Nunca ha querido ascender. En cambio, su compañero de promoción (Henry Fonda) sí ha escalado; de hecho, es el comisario jefe de Nueva York, y Madigan, con su manera creativa de orillar las normas, no le cae bien. «Cuando éramos patrulleros yo comía un bocadillo en una hamburguesería mientras él comía pollo en el Stork Club», dice. Fonda se rige por una rectitud inamovible y lo escruta todo con sus ojos azul esfinge. O todo está bien o todo está mal, para él no hay término medio. Va sobrado de eso que llaman principios, que rara vez sirven para los finales, porque a menudo los principios y la justicia circulan por distinto carril. El argumento maniobra entre el estraperlo de los despachos altos y el cansancio a pie de calle, mientras va hilvanando en paralelo la vida y el trabajo de ambos policías en una ciudad de estómago infinito, siempre dispuesta a digerirlo todo. Por si lo anterior resultase escaso, hay que añadir que Don Siegel le enseñó el oficio de dirigir a Clint Eastwood. Muchas de sus obras, las mejores, frecuentan el estilo de su viejo maestro al que, pese a todos los cacareos, premios y posteridades, sigue obligado a mirar de abajo a arriba.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

21 marzo, 2016

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 Del libro 'Otras Américas', Ecuador, 1982 | Sebastião Salgado.

17 marzo, 2016

EL valle del fugitivo

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 Para las tribunas cinematográficas con asientos reservados únicamente a las obras maestras, 'El valle del fugitivo' es una película sin importancia. Lo mismo que aquellos westerns de Budd Boetticher o André de Toth, ásperos y concisos, etiquetados como menores por especialistas que con frecuencia confunden lo sencillo con lo simple. 'El valle del fugitivo' pertenece a este género desapercibido, de atuendo humilde, caligrafía modesta y elipsis que ocultan la escasez presupuestaria, y que, sin embargo, de contrabando, reserva varios tesoros al espectador de ojo entrenado. La fotografía de Conrad Hall, por ejemplo, es uno de ellos. Algunas de las escenas nocturnas, que Hall rueda utilizando el recurso de la «noche americana», son asombrosas. La soltura con que Abraham Polonsky maneja los primeros planos, escasos y esenciales, siempre en el momento preciso y llenos de miradas que borran las palabras del guion convirtiéndolas en material sobrante, o los susurros poéticos y elegíacos que airean el subsuelo del relato y cargan la película de melancolía, lo retratan como el gran director que podría haber sido si la caza de brujas no hubiese truncado su carrera.

 Un indio paiute llamado Willie Boy (Robert Blake) regresa a su pueblo y, tras matar a otro indio en un forcejeo, huye al desierto. El asunto no tendría gran importancia (estamos en 1909) si no estuviese de visita en la región el presidente de los Estados Unidos, rodeado por un sanedrín de advenedizos y periodistas de enorme solvencia a la hora de magnificar cualquier incidente. Basta un minuto para reducir al protagonista a la condición de salvaje y montar una partida de caza, pero el resultado no es el previsto: una docena de hombres armados a caballo son incapaces de coger a un indio que va a pie. Willie Boy es un inadaptado, un tipo que no muere bien si no es a su manera. Ni paga peajes ni está dispuesto a convertirse en un souvenir. Genéticamente es un callejón sin salida y en eso convierte la película. Solamente el sheriff Cooper (Robert Redford), un rival a su altura y el único que aporta un mínimo de decencia, entrará en ese callejón para acabar con la persecución y el acorralamiento. Con un enorme apego hacia el ser humano, Polonsky narra la historia de una extinción, la de Willie Boy, como último ejemplar de su especie. Hay algo maravilloso en su dignidad silvestre e irreductible, en su resistencia a la domesticación, y en cómo mira, con ojos de herida antigua. Hace falta callar muy bien para hablar así con la mirada y morir sin regalar una sola palabra.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

13 marzo, 2016

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 The study in curves, 1931 | Harold Cazneaux (1878- 1953).

10 marzo, 2016

Rififí

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 Las películas de atracos del cine clásico suelen tener una estructura cronológica, una pauta que podríamos denominar preparación-ejecución del robo-reparto del botín. Un patrón sencillo y eficaz. 'Rififí' ocupa un puesto de honor en el medallero de este género gracias a su escena central: el atraco más famoso de la historia del cine. Veinticinco minutos de pulso narrativo sin diálogos ni música, solo miradas y silencio espeso; un prodigio de planificación, tensión y montaje, donde Jules Dassin, director refugiado en Europa tras huir de los cazadores de brujas del senador McCarthy, despliega su talento a la hora de introducir en sus películas piezas de orfebrería documental, y muestra a unos profesionales minuciosos reventando una joyería mientras el espectador observa hipnotizado. Esta secuencia ejerce de bisagra entre la gestación del asunto, en la que Tony le Stephanóis, un tipo duro y conciso como un epitafio que acaba de cumplir una condena de cinco años, reúne a un grupo de ladrones para dar un golpe que sabemos (más bien, intuimos) que va a derivar en metralla, y la refriega posterior, con los matones ultimándose entre ellos y secuestrando a un niño para conseguir el dinero del botín. La búsqueda de ese niño por parte del protagonista introduce el elemento que más asombra en el cine de Dassin: su capacidad para convertir la ciudad en personaje principal.

 'La ciudad desnuda', intriga policial que retrata Nueva York con un músculo y un vigor nunca vistos en el cine hasta ese momento, o 'Noche en la ciudad', que merodea por el lumpen de un Londres nocturno, despiadado y vertiginoso, bastan para demostrarlo. Las imágenes del París lluvioso de 'Rififí', generosas en empedrados mojados y escalinatas empinadas que posan en cuanto asoma una Leica, parecen salidas de la cámara fotográfica de Robert Doisneau, cuando arañaba la ciudad buscando un ambiente, un coche abandonado, una calle vacía al amanecer o un acordeonista averiado por la vida.

 Dassin maneja con maestría las señales de tráfico habituales del cine negro: codicia, traición y dosis de fatalismo a la altura del final de 'Atraco perfecto', cuando un perro desvía la trayectoria del carrito portaequipajes y el volantazo reduce el relato a una maleta de dinero que vuela. 'Rififí' contagia desde el inicio ese pálpito de que todo se torcerá por un detalle ridículo e imprevisto, en este caso, un anillo. Ya lo explicaba Walter Huston en los últimos segundos de 'El tesoro de Sierra Madre' mientras el viento se lleva todo su botín: «Al final, el oro siempre vuelve a la montaña».


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

06 marzo, 2016

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 'Smokey car', New Hampshire, 1979 | Nan Goldin.

02 marzo, 2016

En la ciudad

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 Hubo una época en la que el cine no tenía reparo en utilizar fundidos a negro. Esa sensación de avanzar en el relato a pequeños sorbos, cerrando capítulos y dejando que la historia vaya cogiendo poso, casi ha desaparecido. Ahora la caligrafía cinematográfica pretende quitar el aliento al señor de la butaca y ese atosigamiento, muy a menudo, confunde el ritmo con la prisa. Muchos cineastas actuales prescinden de los fundidos como si utilizar cualquier recurso que no sea el corte directo restase reputación. ¿Acaso la mayoría de las novelas no se dividen en capítulos? ¿Se ha dejado de utilizar la coma o el punto y aparte? La obsesión por no dar tregua convierte la pequeña pausa de un fundido a negro en un socavón, como si el espectador fuese a aprovechar para lavar al perro o terminar de escribir su última novela.

 La soltura con que Cesc Gay utiliza el fundido a negro para dibujar un mosaico y pasear por las vidas de los protagonistas de 'En la ciudad', administrando las pausas igual que Billy Wilder cuando repartía los huecos entre chistes para que el respetable tuviera tiempo de reír, es formidable. La película respira. Si no fuese porque el humor no acude a la cita (al menos no con esos golpes de genio y esos diálogos que se convierten en un aforismo instantáneo) estaríamos hablando de que Cesc Gay comparte con Woody Allen esa afición a escarbar la vida con ligereza. Ese grupo de amigos que ronda los cuarenta (el mantel ya sostiene copas de vino y ensaladas) padece el escrutinio de cualquier película de Allen: infidelidades, autoengaños, frustraciones, divorcios, huidas, extravíos o relaciones con una gran diferencia de edad. Apoyado en una lucidez implacable, Cesc Gay se comporta como un sastre con sus personajes, les toma las medidas y fabrica un traje exacto de su personalidad en unas pocas imágenes. Enseña lo que cada uno oculta a los demás, es decir, su fondo de armario, aquello que solemos denominar privacidad pero que solo es una trastienda donde esconder lo que suponemos feo a ojos de otro.

 'En la ciudad' domestica el desencanto y nos dice que todos somos valientes en alguna ocasión y cobardes casi siempre, que no hay forma de sustraerse a las mordeduras de la edad ni de salir indemne del gasto que el tiempo hace en nosotros mientras convertimos la vida en un empedrado de idioteces sucesivas, algunas de las cuales salen misteriosamente bien, y viajamos, o damos tumbos, hacia el fundido a negro definitivo con una actitud parecida a la de Joe Louis cuando resumió su filosofía: «Hice lo mejor que pude con lo que tenía».


                                                                                    (Publicado en La Voz de Galicia)

27 febrero, 2016

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 The Berlin Wall, Germany, 1962 | Paul Schutzer (1930- 1967).