09 julio, 2016

Seven men from now

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 A finales de los años 50, Randolph Scott y Harry Joe Brown produjeron siete relatos del oeste. Estas películas, de presupuesto escuálido y que apenas suelen alcanzar los ochenta minutos, son conocidas hoy en día como los westerns de la serie Ranown, fusión caprichosa entre el nombre del primero y el apellido del segundo. 'Seven men from now' fue la primera de este ciclo y está dirigida, como todas las demás, por Budd Boetticher. «Ni Randolph Scott era John Wayne, ni el solar trasero del estudio Monument Valley», explica Boetticher, cuyo talento a la hora de sacar partido al raquitismo económico es antológico. Nunca pudo fotografiar catedrales de piedra fordianas, solamente dispuso de pedregales y escolleras que parecen obedecer a una ocurrencia volcánica y, sin embargo, qué partido les saca. Sus westerns, rodados en dieciocho días y con una estructura itinerante en la que un pistolero quemado por dentro ejerce de hilo conductor, combinan la energía de un gran narrador con una incontestable humildad y una perfección austera. No se prodiga en ceremoniales, preámbulos ni presentaciones, no hay tiempo, el suyo es un cine sin abrevaderos. Ignoro si sabe lo que es una digresión, aunque todo indica que no.

 Randolph Scott liquida a dos hombres en cuanto desaparecen los créditos iniciales de 'Seven men from now'. Unos bandidos han asesinado a su mujer durante un atraco a un banco y éste ha salido a darles caza. Los ladrones son siete pero después del primer minuto de película, la cuenta atrás se sitúa en cinco. Durante la persecución, el protagonista ayuda a un matrimonio en apuros que viaja en carromato y acaban compartiendo trayecto y peligros. La manera con que Boetticher muestra cómo se va enamorando Gail Russell de un hombre con una muerta pegada posee la compleja sencillez de John Ford. Monta una historia de amor solo sugerida que hierve de contención al tiempo que oscurece la película con un tono escéptico y un extraño clima poético conseguidos gracias a unos elementos tan mínimos que casi se podría calificar a Boetticher de ascético. La escena nocturna bajo una lluvia torrencial en la que Gail Russell se acuesta dentro del carromato y Scott debajo, a la intemperie, al lado de las ruedas, y ambos apagan sus lámparas de aceite a la vez, es un prodigio. Duermen juntos, aunque separados por el suelo del carromato. Nunca unas pocas tablas fueron tan elocuentes. Ellos, en cambio, apenas hablan. Ya se encarga el espectador de pensar todo lo que no se dice.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

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