16 septiembre, 2016

El señor de la guerra

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 Nunca el rostro de Charlton Heston se aproximó tanto a la escultura como en 'El señor de la guerra'. Hacia el final de su carrera el mundo se empeñó en adjetivarlo como un fanático defensor de las armas, un cretino, incluso en su mejor época era considerado más por su presencia física que por sus dotes interpretativas. Sin embargo, si uno se aleja de los púlpitos importantes y se olvida de prejuicios y señuelos, Heston se revela como un actor estupendo. Solo hay que fijarse en cómo utiliza el cuello para echar la cabeza hacia atrás y mirar de arriba hacia abajo, fabricando sus propios contrapicados. Y cómo calla, mira y escucha, deletreando los silencios y mostrando la lucha interior de Chrysagón de la Cruz, el protagonista de 'El señor de la guerra', un caballero que llega al feudo que el duque de Normandía le ha otorgado para protegerlo de los invasores frisios que cruzan el mar para saquear y robar. Tras veinte años de batallas, cansado y sin ilusión, se hace cargo de sus dominios: una zona costera de pantanos con un torreón en el confín de una marisma y unos siervos que son en realidad míseros aldeanos. Heston se presenta en este rincón perdido con el talante crepuscular del que llega para esperar plácidamente la pala del enterrador y en el tiempo de descuento surge el imprevisto: se enamora de Bronwyn, una lugareña destinada a otro.

 Si uno quiere aprender por qué las miradas tienen una importancia decisiva a la hora de narrar una película, encontrará aquí el ejemplo perfecto. Este recurso, que Franklin Schaffner maneja con un pulso envidiable, suministra al espectador toneladas de información silenciosa que viaja por debajo del radar y proporciona al relato un músculo y una temperatura soberbias. Antes de aceptar el papel, Heston exigió dos colaboradores que delatan su buen gusto y su instinto a la hora de asumir riesgos: Schaffner, director de televisión semidesconocido hasta entonces, y Russell Metty, el operador de Orson Welles en Hollywood, que hace un trabajo de gran belleza visual, muy alejado de los colores brillantes estilo Metro Goldwyn Mayer y con los rostros de las estrellas bailando sombras y penumbras, asunto que suele atragantar a los jefes de los estudios. En sus memorias, Heston cuenta que en los exteriores rodados en Malibú había un joven que merodeaba continuamente el rodaje. Insistía una y otra vez en que deseaba ver cómo hacían el asedio a la torre. Finalmente, Schaffner le dio permiso. Ese joven se llamaba Steven Spielberg. Probablemente estaba allí porque le interesaba la escultura.


                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

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