30 octubre, 2014

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 Set of ‘The Misfits’. Marilyn Monroe and Arthur Miller in their suite in Reno’s Mapes Hotel after a day’s shooting. Reno, Nevada, 1960 | Inge Morath (1923- 2002).

28 octubre, 2014

De tal padre, tal hijo

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 Siempre me han desconcertado esas personas que ven a un bebe y se apresuran a extraer un parecido. Ya saben: se parece al padre, a la madre, a un tío abuelo, a Kennedy. El matrimonio que protagoniza ‘De tal padre, tal hijo’ goza de una posición económica privilegiada. Tienen un hijo pequeño al que educan en un ambiente de rectitud, alta expectativa y suave disciplina. La travesura no está contemplada. Su domicilio es tan acogedor como la sala de espera de un hospital de diseño y mientras el niño aprende a tocar el piano para complacer a su padre, éste pronuncia grandes frases victorianas: «Si pierdes un día tardas tres en recuperarlo», le dice como si fuese un Churchill cualquiera y la vida el balance de una multinacional. Un día reciben una llamada del hospital y descubren que su hijo, al nacer, fue intercambiado con otro por error. ¿Cómo no nos dimos cuenta al verlo? se preguntan, como si el niño de repente se pareciese a Kennedy.

 En una sociedad como la japonesa, donde la tradición ancestral todavía es cosa de anteayer y se pasa por aquí mañana por la mañana, surge el tema del parentesco de sangre. Deciden volver a cambiar los niños como si fuesen animales de compañía. Para colmo, la otra familia tiene una tienda en un suburbio y vive de forma humilde. El padre es un tipo algo desastroso pero capaz de arreglar un coche teledirigido, de ir de pesca, de reír, en resumen, de iluminar la mirada de un niño. El hijo verdadero es un asilvestrado. Hay tanta inteligencia detrás de ese niño de cinco años que no entiende la situación y pregunta una y otra vez por qué, y tanta soberbia en ese padre que rechaza los vínculos emocionales en favor del riego sanguíneo, que uno celebra la facilidad con que los niños desnudan la estupidez de los adultos.

 Hirozaku Kore-eda rebaja lo trágico de esta historia con sentido del humor, rigor, sencillez, encuadres precisos y una cámara con cemento en las patas, es decir, utiliza el fondo de armario de Yasujiro Ozu. Como ocurre a menudo en las películas de Ozu, el espectador aprende por descuido las cosas banales de la vida, o sea, las que de verdad importan. El niño criado con dinero y presiones se comporta de forma dócil, mientras el otro niño, acostumbrado al desorden, el caos y la diversión, enseguida se rebela porque, como bien saben los dictadores, la felicidad incita al desacato. Por eso es lo primero que prohíben.


                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

26 octubre, 2014



 'You really got me' | The Kinks.

23 octubre, 2014

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 White Sand National Park, New Mexico, 1980 | René Burri (1933-2014).

19 octubre, 2014



 'Save it for a rainy day' | The Jayhawks.

16 octubre, 2014

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 Gales, 1974 | Josef Koudelka.

14 octubre, 2014

Los Goonies

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 La facilidad con que ‘Los Goonies’ traslada al espectador al pasado la convierte en una magdalena de Proust. Una máquina del tiempo con dirección única: la infancia. Al ver hoy esta película, uno se siente transportado a aquella época en la que sudar no era sudar, era oler a clase de gimnasia. Descubrir un agujero en el bolsillo, por el que había escapado tu canica favorita, era comparable a cualquier drama existencial de la literatura rusa. Un día después de semejante percance, ya plenamente recuperado y sin necesidad de psicoanalista, estabas tirándote por un terraplén, compitiendo por ver quién escapaba de una lesión craneal.

 Esa sensación de alegría, de recreo eterno, es muy difícil de atrapar en una pantalla, véase sino el último intento de J.J. Abrams con ‘Super 8’. Lo tiene todo: aspecto, historia, presupuesto, y sin embargo no funciona. Posee una cualidad insípida, como de acelga. Le falta chispa. De manera inconsciente, el público se percata de que no es ‘E.T’, ‘Indiana Jones’ o ‘La princesa prometida’, que sí poseen ese aroma de aventura que rima con ‘Hukcleberry Finn’ o ‘La isla del tesoro’. Los niños que asistieron al estreno de ‘Los Goonies’, ahora adultos, martillean a sus hijos para que la vean, como si legasen una antorcha nostálgica capaz de destruir al sucedáneo: los videojuegos. Este matiz hereditario logra que algunas de aquellas películas de los 80, con mejor o peor fortuna, crucen el tiempo ilesas. Los tipos que las fabricaban, expertos en dar portazo a la metafísica y la trascendencia con tal de regatear al enemigo más temible, el bostezo, eran cuentistas como Joe Dante, Richard Donner, Rob Reiner o Steven Spielberg, ahora más perdido en este territorio. Spielberg poseía tal dominio de la infancia que terminó por subestimarla para acometer proyectos serios, con un aburrimiento logradísimo.

 Todos estos cineastas que relataban hazañas con un grupo de chavales y unas bicicletas cuesta abajo, eran niños grandes capaces de hacer creíbles cuevas misteriosas, cataratas subterráneas, besos furtivos o un mapa del tesoro en una buhardilla. Fantasía, en definitiva. Una vez tuve una infancia que aún dura, piensa mucha gente cuando vuelve a encontrarse con ‘Los Goonies’. Recuerda a aquello del sapo que cuando le preguntan a qué se debe su preferencia por comer luciérnagas, responde: porque brillan.


                                                                                             (Publicado en La Voz de Galicia)

12 octubre, 2014



 'I could write a book' | Sarah Vaughan (1924-1990).

08 octubre, 2014

El golpe

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 Es famosa una sentencia de Picasso en la que afirma que cuando los críticos se reúnen para teorizar, los artistas lo hacen para hablar de tipos de aguarrás. Rebajar la euforia, dar a la trascendencia una naturaleza raquítica, de eso trata el comentario. George Roy Hill es uno de esos artesanos que hablan de aguarrás: su cine es el de alguien que se pone al servicio de la historia que cuenta, sin ínfulas, florituras ni protagonismos. Hace aquello por lo que le pagan: dirigir. Y lo hace bien. Pertenece a esa raza de cineastas que, acompañados de un buen guión y una buena producción, reparten rayos de sol al pasar. Así ocurrió en ‘Dos hombres y un destino’, que se sigue sin pestañear, y lo mismo sucede en ‘El golpe’, un divertimento maravilloso, audaz, de alegría contagiosa.

 Robert Redford, virtuoso del pequeño trapicheo, se convierte en becario de Paul Newman, un superdotado a la hora de planificar chanchullos con clase, y dueño de una mirada que le lleva la contraria al aburrimiento. Lo que hace Newman aquí con una sonrisa debería formar parte de los temarios de las escuelas de interpretación. La música que los acompaña parece compuesta con la felicidad de un gato que camina sobre las teclas de un piano. Al escuchar las primeras notas te asalta la expectativa de que lo que te aguarda solo puede ser muy bueno. La frescura con la que los dos protagonistas convierten la realidad en un gran teatro hace que uno tenga ganas de habitar ese mundo de estafas, compadreos y timbas clandestinas con el rastro de los colores de Hopper. El argumento describe un timo de altos vuelos como si de una obra teatral se tratase, con sus preparativos, su desarrollo, su gran estreno y su resultado. Una farsa repleta de momentos inolvidables con el ritmo y la ligereza de esas columnas de Julio Camba atravesadas por un tono de travesura que atrapa sin remedio.

 ‘El golpe’ está fuera del tiempo, forma parte de ese género de películas a las que uno viaja con frecuencia a lo largo de la vida. Aparece a cualquier hora en un televisor y te quedas enganchado, otorgando una prórroga a asuntos más urgentes pero menos provechosos. Cada vez que la veo me asombra el estilo con el que Newman y Redford, al final de la película, se alejan de espaldas a cámara con la  elegancia de la clandestinidad y la maleta de la gente que siempre está de paso.


                                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia) 

05 octubre, 2014



 'Light my fire' | Shirley Bassey.

03 octubre, 2014

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 Lobi country, in the area of Gaoua. Province of Poni, Burkina Faso | Guy Le Querrec.

01 octubre, 2014

Vivir

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 El retrato de la burocracia institucional con el que comienza ‘Vivir’ plantea el ser funcionario como una forma parasitaria de ganarse la vida, un mundo en el que no hacer nada es la mejor manera de conservar tu trabajo. ‘Vivir’ es también una advertencia, un bocinazo dirigido a toda esa gente experta en morir en silencio todos los días, como su protagonista Kanji Watanabe, jefe de la sección de asuntos ciudadanos. La mayúscula inutilidad de su departamento queda resumida en ese eterno «vaya al siguiente mostrador» con el que unos y otros rebotan a la gente como bolas de billar. Para Watanabe la vejez ha llegado por descuido, sin darse cuenta. Sellando legajos, manejando un cuño con la lentitud de una momia y pensando que la vida es cosa de otros. Un día descubre que padece un cáncer incurable y su temperamento de Bartleby le abandona: se percata del tiempo que no ha amortizado.

 Todo este preámbulo posee un olor a pesadilla y un horror capaz de subirle las pulsaciones a Kafka, que saldría espantado del cine a mitad de película al ver que la segunda parte de la historia entra de lleno en el territorio de su archienemigo en eso de entender el día a día: Frank Capra. La historia de Watanabe es la de alguien que empieza a vivir cuando descubre que va a morir. Y así, un arranque que posee la tristeza del ahorcado en un árbol de navidad se transforma poco a poco en un estallido de esperanza protagonizado por un oficinista gris al que le quedan seis meses y entona un «señor verdugo, aguarde un momento por favor». A veces la épica reside en lugares inesperados y Watanabe, en el tiempo de descuento, se rebela contra el sistema y logra construir su minúsculo legado: un parque infantil.

 Cuando veo esas películas que confunden la acción con la destrucción e intentan convencer de que la heroicidad se construye a base de movimientos de cámara frenéticos, estrellas de cine que jalean al personal y bandas sonoras de orquestación operística, pienso: ¿Nadie ha visto las películas de Akira Kurosawa? Este director japonés sería capaz de extraer épica de un azulejo. En su cine lo heroico nace de lo íntimo, no tiene que ver con el ruido. Surge de las miradas, de los silencios, de un guión sin subrayados y consciente de que puede contener tanta gloria un parque para niños como una batalla entre samuráis.


                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)