Dalton Trumbo escribe la historia de 'Vacaciones en Roma' sin derecho a firma. Estamos en 1953, en plena caza de brujas, y Trumbo es el favorito de la inquisición. Ian McLellan Hunter le presta su nombre (aunque colabora en el guion final) y le reembolsa el dinero de tapadillo. William Wyler se interesa en el proyecto, pero solo si le dejan rodar en localizaciones auténticas. Filmar en el extranjero todo el metraje era poco habitual, pero finalmente la Paramount acepta, con una condición: deben hacer la película con el dinero que el estudio tiene bloqueado en Italia, es decir, un millón de dólares. Con un presupuesto tan exiguo se renuncia a rodar en color y se hace imposible contratar a las dos grandes estrellas previstas: Elisabeth Taylor y Cary Grant, que de todos modos había renunciado porque el papel femenino poseía más relevancia. Aparece entonces Gregory Peck, con su porte gentil y tímido.
Hasta el momento tenemos a un escritor proscrito, un amigo tapadera, un director exigente, Roma, por supuesto; a Gregory Peck, y de repente, sin previo aviso, se produce el origen del universo: Audrey Hepburn. Una desconocida. Apenas había trabajado en nada. Al ver las proyecciones diarias del material que iban filmando la gente salía alucinada. La pureza y la inocencia que transmiten el rostro de Hepburn devora el relato con tal intensidad que el propio Peck declara: «Deben poner su nombre junto al mío, encima del título. De lo contrario pareceré un idiota pretencioso».
Trumbo plantea la historia de una princesa que huye de sus compromisos oficiales y pasa un día imperecedero con un periodista como si se tratase del cuento de la Cenicienta al revés. Cuando suenan las campanadas, la calabaza se convierte en carroza y, claro, ¿quién quiere una carroza cuando tu calabaza es una Vespa y vas montada en su grupa acompañada de Gregory Peck? La película avanza acumulando momentos inolvidables que ya forman parte de la historia del cine, como la escena en la boca de la verdad, la visita de Hepburn a una peluquería o ese beso en el que el periodista se percata de la amargura de una historia de amor sin futuro. Las últimas secuencias, en las que la protagonista muestra cómo ha crecido y cómo ha apurado toda su vida en doce horas, tienen una potencia asombrosa gracias al desengaño y el poso de tristeza que circula por debajo. La princesa nos recuerda que los protocolos existen para proporcionarnos el placer íntimo de romperlos y en su corta escapada de los deberes de Estado nos desliza el mensaje más importante: acuérdate de vivir.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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