23 marzo, 2011

Que verde era mi valle

 Todos los medios de comunicación van a chorrear tóner en los próximos días porque, parece ser, va a producirse una huelga de fútbol. Es una huelga muy peculiar, dado que los que pretenden el parón no son los que corren detrás de la pelota sino los dueños del cotarro. Tampoco parece nada probable que los militares rodeen los estadios ante semejante afrenta huelguista por parte de la patronal. Al final, todos pasarán unos días gritando que viene el lobo, el lobo no vendrá, los bares se llevarán el sustillo y todos los patronos seguirán intentando arramplar un trozo más grande del pastel televisivo. Que a esto se reduce todo.

 Siempre que escucho la palabra huelga, recuerdo cuando la escuché por primera vez. Hace ya muchos años, en la televisión ponían películas a la hora de comer o a la hora de cenar. A veces, las dos cosas. Esas películas no eran necesariamente actuales y, en el televisor en blanco y negro de mi infancia, yo creía que todas las películas eran en blanco y negro o que, al menos en lo que se refiere al pasado, no existía el color.

 Fue en una de esas sesiones ausentes de color donde descubrí la palabra huelga, la palabra sindicato, y que había gente que podía subir en ascensor desde el mismo infierno. Un infierno al que también podían bajar a trabajar los niños. Ha pasado mucho tiempo desde aquello, mucho más todavía desde que se hizo la película y las cosas han cambiado mucho para que, al mismo tiempo, todo siga igual. La diferencia más notable es la geografía, todo lo que retrata la película sobre el mundo del trabajo sigue prácticamente vigente, sólo ha cambiado el lugar geográfico: un valle de Gales en la película y lo que los primermundistas llamamos tercer mundo en la actualidad. La película es Que verde era mi valle. John Ford. 1941.

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 En el enunciado del título conviene prestarle atención al verbo era, porque la película es un viaje al pasado a través de la única máquina del tiempo que se ha inventado hasta ahora: los recuerdos.
Comienza con una persona que abandona su pueblo natal, alguien a quien no vemos la cara, vemos sus manos, en las que tiene un libro (La isla del tesoro) que fue su cómplice durante una larga enfermedad que le serviría para forjar su personalidad. Un aprendizaje a base de dolor, de sufrimiento, un primer golpe que le ayudaría a encajar los que siempre están por venir.
La voz en off de un niño -que ya no lo es- nos lo va explicando todo. Quien habla es su nostalgia, nos enseña cómo los recuerdos de nuestra infancia actúan como ancla para el futuro. La película es un retrato de las cosas que desaparecen y encuentran acomodo sólo en el recuerdo.

 Nadie explica las dos o tres cosas básicas de la vida como los cineastas clásicos, unos tipos que contaban una historia de forma simple, efectiva e insuperable. Según cuentan, William Wyler hizo todo excepto rodarla. Quedó apeado del proyecto en el último momento y fue sustituido por John Ford, los productores sabían que Ford rodaría la película en la mitad de tiempo. Con Wyler –un director excepcional- la historia hubiese sido contada de forma más compleja y analítica pero, con la llegada de este irlandés poseedor de un parche que saltaba de ojo a conveniencia, la película se transformó en una historia más poética y sentimental.
Todo lo que en una película actual nos parecería ingenuo o sensiblero, en estas películas nos acerca a la verdad sin que sepamos la clave de cómo lo hacen. Lo que hoy nos parece artificial e impostado, en John Ford, parece la vida misma pasando por una pantalla. Mucha gente ofrece explicaciones sobre esto, donde cuentan las claves de que los personajes de Ford parezcan tan verosímiles pero, en realidad, nadie sabe nada. Si supiesen hacer películas como John Ford, las harían.

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 Una mujer esperando en la puerta a que su hombre vuelva del trabajo, un beso a la luz de un candelabro, alguien que espera a oscuras a la persona que ama, la tristeza de un padre que ha perdido un hijo en la mina cuando su hijo pequeño con estudios, pudiendo optar a una vida mejor, quiere seguir la tradición familiar y bajar a extraer carbón. Ford consigue que situaciones como estas no pertenezcan al arte de la simulación, parece que una cámara de cine pasaba por allí y los retrató. Sin duda, nadie fotografía los momentos íntimos como John Ford.

 El del parche (esta idiotez la escribo para no poner John Ford todo el rato), nos lleva a su Irlanda natal y nos enseña como se puede contar un montón de historias dentro de una historia única sin hacer cuatro montajes en paralelo como Christopher Nolan. La película nos ofrece el relato de la vida en un pueblo minero, nos habla de la hipocresía, de la intolerancia, de cómo la miseria siempre acorrala a los mismos, de la forma en que los hombres, desesperados y pobres, acaban luchando unos contra otros por culpa de unos empresarios ávidos de dinero y que han nacido huérfanos de eso llamado humanidad. Como siempre, quien tiene el poder lo posee todo, quien no lo tiene, trabaja.

 Los productores querían que fuese una película sobre una familia no sobre los obreros, no querían ver ni en pintura una historia sobre el despertar de un conflicto laboral, con huelgas, sindicatos y todas esas cosas engorrosas que empeoran tanto la nitidez de los beneficios… sólo querían una historia vista a través de los ojos de un niño. Una historia acerca de la unión de los trabajadores en una época donde los directores y los guionistas estaban luchando por crear sindicatos en la industria de Hollywood les hubiese dado tanta grima como escuchar entero un disco de Nena Daconte.

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 Pese a todo, la película también se puede ver como la crónica de una emigración, de la dispersión de una familia. Al mismo tiempo que se va haciendo añicos el sueño de unos padres de que un hijo se salte una generación de pobreza, vemos como arrinconan a los trabajadores hasta que se ven obligados a emigrar. Y se marchan al estilo de Ford, en silencio, sin llamar la atención. Siempre estamos ante el final de un modo de vida y el comienzo de otro, igual que hoy en día. Este tema siempre se va repitiendo a lo largo de todas las películas de este director, ante nuestros ojos vemos la manera en que el paso del tiempo destruye las viejas costumbres, que van desapareciendo mientras el futuro (nunca necesariamente mejor) va ocupando su lugar.

 Ford era un tipo capaz de hacer visible lo invisible, ¿cómo puede alguien contar en imágenes el sentido de pertenencia a un lugar? ¿cómo muestras en un fotograma que, aunque haya personas obligadas a emigrar al otro lado del planeta, un trozo de ellos se queda para siempre allí de donde son?. Puede parecer muy fácil contar cualquier cosa en una película, pero no lo es tanto… excepto si eres John Ford.

 Se construyó el extraordinario decorado del pueblo minero en un rancho de la Fox en Malibú y lo poblaron con esos personajes que aparecen en todas las películas de John Ford, unos personajes que sólo hablan cuando tienen algo que decir del mismo modo que la cámara sólo se mueve cuando tiene un motivo para hacerlo. El del parche, como siempre, intentó rodearse de todos los actores que aparecían siempre en sus películas, puede que no tuviesen texto o diálogos pero los contrataba y luego les buscaba una ocupación. Por ejemplo, Barry Fitzgerald, el tipo que bebe de su sombrero, empezó en esta película una borrachera que terminaría en “El hombre tranquilo”, donde oficiaba de extraordinario casamentero beodo. Era un tipo al que las borracheras le duraban varias películas.

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 El asunto es que hizo una película que va atravesando el juicio del tiempo sin desgastarse. Así de sencillo. A lo largo de décadas posteriores, Ford seguiría haciendo películas maravillosas mientras, con su mal disimulada condescendencia, decía que se limitaba a hacer su trabajo. Hay que ver lo que cambian las modas, hoy tenemos una legión de fulanos que se autopostulan como artistas. Iñarritus, Almodóvares o Lars von Triers hacen películas pensando que la eternidad les pertenece. Perpetran películas con afán de trascender, sin embargo, cuando, accidentalmente, se te cae al suelo uno de sus dvd, escuchas un sonido hueco, el eco de lo vacío.
Es raro encontrar entrevistas de los cineastas clásicos donde hablen de la densidad del no-ser o de la metafísica existencialista, normalmente suelen hablar de su oficio con modestia (falsa o no) y no pretenden ser gurús de la modernidad. Y ahora viene lo curioso, muchas de las películas de Billy Wilder, Ford o Howard Hawks son más modernas hoy en día que en el momento en que se rodaron. ¿Cómo lo han logrado? No lo sé, quizá haciendo que el día a día consista en hacer su trabajo.

 Todos dicen que John Ford tiene grandes películas, lo que tiene, sin duda, es una colección enorme de momentos inolvidables que se quedan para siempre en la memoria de todos aquellos aficionados a la fotografía, las imágenes o las películas. Puede que no recuerdes el título, el argumento o los actores pero siempre recuerdas alguna secuencia o alguna imagen que se instaló para siempre en la memoria.
Esta película contiene una gran cantidad de momentos afortunados de este tipo, más tarde dejaré un enlace con una galería de fotos que muestran la asombrosa fotografía de esta historia.

 Al final, uno se queda con las imágenes de unos rostros ennegrecidos por el carbón, con la hilera de casas cuesta arriba en un valle construido con la imaginación, con un niño enfermo en una cama al lado de una ventana por la que entran unos pájaros para decirnos que ya es primavera. Con un blanco y negro prodigioso, con la forma en que unos libros van marcando el paso del tiempo, con la sonrisa tímida de Maureen O´Hara, con un profesor que le arranca la gorra de la cabeza a un niño con su vara y, sobre todo… con una novia que baja las escaleras de la iglesia y su velo coge una ráfaga de viento que lo levanta de forma milagrosa…

          “Rezar no es gritar, murmurar o chillar como un cerdo poseído por la religión; rezar
            es lo mismo que tener un pensamiento bueno y limpio”


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