31 diciembre, 2013

Fargo

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 Cuando la madre de los hermanos Coen enviaba a sus hijos a jugar a la calle a veinte grados bajo cero no sabía que estaba aportando una colaboración decisiva en esa obra maestra del paisaje siberiano titulada ‘Fargo’. Aquel clima inhóspito y monótono les enseñó lo deprimente que puede ser vivir en un blanco eterno y lo que esa luz y la sensación de estar en medio de ninguna parte le hacen psicológicamente a una persona. Aprendieron que no esperar nada es lo único que garantiza que ocurra algo.

 Con una capacidad de síntesis y una austeridad absolutas, ‘Fargo’ es una de las cimas de su cine, en la que logran hacer universal el retrato de la América rural de su infancia, rodado con el poso de extrañeza de ‘A sangre fría’, pero con un sentido del humor deslumbrante y negrísimo que convierte el relato en una tragedia cómica y ácida a la vez. Como es habitual en su filmografía, los rostros que ponen delante de la cámara hacen crecer la historia hasta cotas difíciles de superar. El diseño de personajes de ‘Fargo’ es brillantísimo: con un reparto coral que complica la identificación de los protagonistas, cada espectador elige al suyo. Algunos escogerán a William H. Macy, ese pusilánime miserable siempre humillado por su suegro. Otros optarán por Steve Buscemi, matón a tiempo parcial y bocazas a jornada completa. Yo, de esta galería de personajes incapaces de encontrar la línea de ese horizonte blanco, me quedo con Margie (Frances McDormand), esa policía embarazadísima, tierna e implacable, y con el asesino catatónico, despiadado y silencioso, interpretado por Peter Stormare. Ambos son inexorables como una buena maldición bíblica. Dos personas idénticas y opuestas, el bien y el mal, que al final se encuentran en un espejo retrovisor.

 Toda la peripecia que rodea el secuestro que narra la película contiene la premonición típica del cine negro: sabes que todo va a salir mal. En un instante –y el género negro vive de los instantes decisivos y fatales–, lo que era un trabajo fácil deja de serlo y se convierte en un compendio de malas casualidades, decisiones equivocadas, miserias humanas y chapuzas lamentables, de las que los hermanos Coen extraen un raro ejemplar de cine negro teñido de blanco.


                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

25 diciembre, 2013

El bazar de las sorpresas

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 Después de recibir un guión de Ernst Lubitsch para hacer su siguiente película, la actriz Miriam Hopkins se fue un fin de semana a un lago cercano a Los Ángeles con la intención de leerlo con su novio, el director King Vidor. Nadie sabía que tenían un romance ultrasecreto. Cuando llegaron a la última página, encontraron una nota que decía: «King, estaré encantado de hacer cualquier cambio que desees. Ernst». Esto es un ejemplo de lo que se llamó ‘toque Lubitsch’, una manera de entender la comedia. Billy Wilder tenía un cartel en su despacho que rezaba: «¿Cómo lo haría Lubitsch?». Era la forma en que su viejo maestro le recordaba que siempre hay que insistir, que la escena mejor escrita aún puede ser mejor.

 Ernst Lubitsch creía que ‘El bazar de las sorpresas’ era la mejor película que había hecho. Una comedia humana, sencilla solo en apariencia, cálida y sentimental con sus personajes. La historia de una tienda de cualquier ciudad que responde a un modelo antiguo de negocio en el que los trabajadores son casi una familia. Un homenaje a la sastrería de su padre. Repleta de datos autobiográficos, Lubitsch se mete en los zapatos de Frank Capra y dirige una película capaz de volar a la altura de ‘Qué bello es vivir’ y resistir la comparación. Un cuento de Navidad con la hondura de Dickens en el que no falta la nieve, la cena familiar, la soledad o la amargura propia de estas fechas.

 Las personas que, al terminar un libro, deslizan su mano por la tapa como una caricia, o que acuden una y otra vez a una librería que para ellos es un sitio especial, con su luz, su escaparate, su olor y su tiempo detenido, se encontrarán a gusto en la pequeña tienda húngara de esta película: un microcosmos por el que circula la ambición, el paro, el cinismo, las ilusiones, a veces la valentía. Aquellos que no hayan visto cómo un señor que de verdad cree que un comercio debe generar riqueza para todos va comprobando que sus empleados no pasen solos el día de Navidad, cuando el que está solo es él, deberán pasar por esta tienda de la esquina: Matuschek y Compañía.


                                                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

17 diciembre, 2013

Al rojo vivo

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 El cine negro clásico no pierde el tiempo con los alrededores de la historia. Su necesidad de ir al grano, casi siempre debida a la escasez de dinero, aumenta notablemente la velocidad de la narración y hace que ‘Al rojo vivo’, una de las cumbres de este género, con su intensidad y su ritmo vertiginoso, se siga sin pestañear. El responsable de esto es Raoul Walsh, uno de los pocos tuertos auténticos –perdió un ojo tras impactar un conejo en el parabrisas de su coche–, entre los directores del Hollywood clásico. Walsh era un narrador mayúsculo: Sujeto, verbo y complemento. Punto. Ni un solo adjetivo. ‘Al rojo vivo’ es un ejemplo de esto: seca, abrupta y tan directa que un solo ojo basta para su visionado.

 James Cagney interpreta a Cody Jarrett, el líder de una banda de atracadores aquejado de una enfermedad crónica: síndrome de Edipo. Atraco tras atraco, se lleva a su madre a todas partes, algo que no gusta a su novia, una de esas mujeres que eligen cuidadosamente el momento de pedir un abrigo de visón. La madre de Cody Jarrett es tan famosa como la madre de ‘Psicosis’. Con una jeta tan siniestra que haría parecer amable cualquier retrato de Stalin, empuja a su hijo a llegar a lo más alto, esto es, al número uno en el ranking de criminales. Una fuga sin fin que uno prevé de recorrido corto y final apoteósico. Jarrett es un loco de atar. Sin embargo, es imposible no sentir simpatía por un tipo que, cuando se ve rodeado por la policía, da por sentado que los acorralados son ellos. Lo de «salga con las manos en alto», en su caso, es un imposible. Sus manos siempre están ocupadas y llenas de razones, ya que su pistola es su principal fuente de argumentos. La forma que tiene James Cagney de coger un arma haría recular a cualquier matón con ínfulas apadrinado por Tarantino. Es posible que sea la pistola la que se agarra a él.

 La última escena –ya mítica– muestra a Cagney subido a lo más alto de una fábrica de productos químicos y acosado por la policía. En pleno ataque megalómano, pronuncia su más famoso parlamento: «Mamá, lo conseguí: estoy en la cima del mundo». A continuación, hace que todo vuele por los aires. Al fin y al cabo, cuando uno llega a la cima del mundo lo único que puede hacer es bajar.


                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

11 diciembre, 2013

Los Vikingos

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 Cuentan las viejas crónicas que al regresar los vikingos a sus costas después de sus fechorías, uno de ellos, o varios, como saludo, caminaban por el exterior del barco brincando sobre los remos en un equilibrio precario. Muchos caían al agua. Este ceremonial provocaba las risas y el júbilo de los que se agolpaban en el puerto a recibirlos. Cuando lo supo Kirk Douglas quiso incorporarlo a la película y le dijeron: «Kirk, el agua está algo fría en los fiordos de Noruega», pero Douglas, seguramente pensando que no podía dejar en manos de Burt Lancaster el monopolio del saltimbanqui de alegría contagiosa, se empeñó en probar la temperatura del agua. Nadie dijo nada. Era el productor de la película y tenía gran afición a ejercer de mandamás. El resultado es un momento inolvidable que posee lo que uno le pide al cine de aventuras: hablar por teléfono móvil con tu propia infancia. Ningún especialista lo hizo mejor, diría Richard Fleischer, director de la película y principal sufridor del carácter belicoso de Douglas.

 ‘Los vikingos’ está repleta de momentos así, que representan la ligereza desinhibida y la épica de este género. La culpa, además de Fleischer, la tiene Jack Cardiff, probablemente el más grande director de fotografía en color que haya existido. «Turner podría haber sido uno de los mejores camarógrafos del mundo por la forma en que obtenía un énfasis dramático con la iluminación de sus pinturas.», decía con audacia. Comenzó en el cine cuando todavía era un arte primitivo y lo ejercían inventores. A menudo, si necesitaba un artilugio para resolver una escena, no lo pedía a la casa de alquiler: lo inventaba. Cardiff convierte ‘Los vikingos’ en un cantar de gesta visualmente maravilloso. Los barcos vikingos adentrándose en la niebla bajo el sol de medianoche, el asedio a una fortaleza, ver como lanzan hachas a un puente levadizo para escalar por ellas o el duelo final entre un manco y un tuerto forman un recuento incompleto de las escenas irrepetibles de esta película. Si uno tiene la suerte de verla cuando es niño, muchas de sus imágenes se quedan incrustadas en la memoria para siempre. Quizá el cine sea eso: recuerdos imborrables.


                                                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

04 diciembre, 2013

Grupo Salvaje

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 En el año 1969 se estrenaron dos westerns estupendos. Uno de ellos, con la cara limpia, peinado por un guión chispeante y lleno de secuencias de comedia que le garantizaron un enorme éxito, se tituló ‘Dos hombres y un destino’. El otro, mal afeitado, con la cara sucia y un guión escrito en papel de lija, espantó a la clientela. Su título: ‘Grupo Salvaje’. En este, como ocurre a menudo en las grandes películas, la primera secuencia ya adelanta el final de la historia: unos chavales ríen y observan a un escorpión que es devorado vivo por todo un hormiguero, al que prenden fuego mientras el animal se autoinmola. Mucho tuvo que gustarle esta escena a Buñuel.

 El cine de Sam Peckinpah está poblado por personajes que la modernidad ha ido empujando hacia la cuneta. Se acaba su manera de vivir y Peckinpah los utiliza para lo que en realidad le interesa: retratar el paso del tiempo. La llegada del automóvil en las películas del oeste es la metáfora perfecta de esto: aparece el motor de combustión y, de repente, los caballos envejecen. ‘Grupo Salvaje’ narra el ocaso de Pike Bishop, con su eterno gesto de cansancio, y de su grupo de mercenarios: unos profesionales de la violencia que han nacido debajo de una roca, como los alacranes. Pudieron ser buena gente hace un millón de años, ahora, andan escasos de redención. Bishop, perseguido por su mejor amigo, al que traicionó en el pasado, cruza la frontera de México en plena revolución y acepta un encargo del general Mapache, un ególatra aficionado a la carnicería que combate a Villa con un grupo de mariachis detrás. La guerra también necesita una banda sonora que acompañe el estropicio.

 Como en el cine negro, la cosa se tuerce cuando huelen que están ante la última ocasión de enriquecerse: siempre hay una «última oportunidad» que te mata. Uno de los hombres de Pike es secuestrado y sin mediar palabra deciden que la muerte puede ser una salida digna y honorable. En cualquier caso, no peor que otra. Ni mejor. Ver como caminan hacia su destino es uno de los últimos actos más maravillosos de la historia del cine. Un paseíllo en el que van hacia su final mitológico como héroes resignados. Pike Bishop y sus secuaces entran en un hormiguero y Peckinpah no escatima munición. Nunca lo hizo.


                                                                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

26 noviembre, 2013

Con la muerte en los talones

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 Hay gente que nace con un esqueleto que funciona y punto. Si a eso le añades un traje estupendo, el bronceado de un político italiano y que de él dependen varios barman, pues tienes a Cary Grant. Su rostro es el cine, igual que su forma de andar o de pedir una copa son el borrador previo del James Bond de años posteriores. Alcanza tal grado de sofisticación que a uno se le hace raro que no lo acompañe un sastre a todas partes. La secuencia inicial de ‘Con la muerte en los talones’ es el claro precedente de la serie ‘Mad Men’, en la que su protagonista, Don Draper, es una clonación sin gracia de Grant. Posee su porte, su traje, incluso su peinado, pero le han amputado la cualidad que convierte a Grant en un actor inolvidable: su vis cómica.

 En esta primera escena, Cary Grant interpreta a un agente publicitario que camina por Madison Avenue mientras le dice con sorna a su secretaria: «En el mundo de la publicidad no existe la mentira, si acaso se llama exageración». Hitchcock le toma la palabra y fabrica una burla exagerada. Rueda una historia de espías internacionales que, en realidad, es una comedia camuflada llena de situaciones disparatadas –si alguien desea cometer un asesinato, ¿no hay modos de hacerlo más efectivos que con una avioneta fumigadora?- y momentos geniales en los que Hitchcock le presta tiempo a Cary Grant para que haga sus payasadas, vamos, lo que mejor se le da: hacer de comediante. El argumento es escueto como una colleja: confunden al protagonista con otro hombre y se convierte en el cebo humano de una intriga de espionaje. No le queda otro remedio que correr y correr como un hámster que sueña con una meta al final de la rueda de su jaula, en este caso un tren que no está hecho a prueba de encontronazos con rubias.

 ‘Con la muerte en los talones’ es cine puro. Un McGuffin toda ella. Hitchcock es tan moderno que todavía no hemos llegado a su época, al menos algunos. Ni siquiera necesita una historia con enjundia. Le basta un guión en el que poner en práctica su dominio de la velocidad y la concatenación de escenas gratuitas para rendir al público con su precisión de relojero. Lo fumiga con emociones, como la avioneta de su famosa secuencia.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

20 noviembre, 2013

Avanti

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 Wendell Armbruster, un industrial americano mojigato, viaja a una isla del Mediterráneo para recoger el cadáver de su padre, recientemente fallecido en un accidente de coche. Posee firmes ideales, cree que «el amor es para los empleaduchos, no para los directores de empresas», por eso se escandaliza al descubrir que su padre murió con su amante, a la que veía desde hacía veinte años en su visita anual a un balneario italiano: dedicaban once meses al resto del mundo y reservaban un mes para ellos. Arrogante y acostumbrado a salirse siempre con la suya, Armbruster no soporta las costumbres de la vieja Europa, sus siestas y almuerzos de larga duración. Este tipo que ha pasado su vida creyendo que el aire que respira ha sido fabricado exclusivamente para él, ignora que respirar no es estar vivo, aunque lo parezca. La brisa de Ischia, capaz de derribar cualquier toque de queda moral, será la encargada de mostrarle que es un principiante en eso que llaman vivir.

 La primera escena de la película, en la que el protagonista intercambia su ropa con otro hombre en el servicio de un avión, ya revela el gusto de Billy Wilder por resumir su historia en las dos líneas iniciales. Armbruster acude a Ischia y termina por vestir el traje de otro hombre, en este caso su padre, y heredando un adulterio de segunda generación con una chica cuya ingenuidad destruye voluntades. Carlucci, el gerente del hotel y uno de los personajes más divertidos de la obra de Wilder, oficia de casamentero involuntario en todo este enredo. Con un talento extraordinario para solucionar problemas, obviarlos con la discreción de un agente secreto o apostillarlos con un comentario que convierte en agua bendita el arte de tener la última palabra, la elasticidad moral de Carlucci y su complicidad en las pequeñas traiciones solo es comparable a la de Micheleen Flynn en ‘El hombre tranquilo’. Billy Wilder convierte en inolvidables unos calcetines negros, una simple manzana, los exteriores de una isla o la exclamación «¡Permesso!» y su correspondiente eco «¡Avanti!», que sufre un shock polisémico y cambia su habitual significado de orden de avance para convertirse en un alegato romántico imperecedero.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

12 noviembre, 2013

La pícara puritana

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 La razón por la que una película cuyo título original traducido al castellano sería ‘La terrible verdad’ acabó estrenándose en España como ‘La pícara puritana’ es un misterio que ni siquiera tiene gracia resolver. A día de hoy, el título, de tan ridículo, resulta enternecedor. Detrás de semejante mutación bautismal se esconde una screwball comedy de los años treinta, con su batalla de sexos y sus mujeres inquietas, y ya sabemos lo que eso significa: un nivel de disparate notable.

 Cary Grant e Irene Dunne forman un matrimonio con un reglamento del amor muy particular. Presumen de liberales y no están esclavizados por los celos o las sombras de sospecha de alguna infidelidad, por supuesto, casual. Lo denominan «tener mentalidad europea». Tan europeos se vuelven que a los diez minutos de película se separan, y acaban pleiteando en un juicio de divorcio en el que reclaman la custodia de Mr. Smith, su perro, que a su vez es acusado de desacato canino. El animal, que consigue robarle el protagonismo a Cary Grant, tiene el mismo olfato para el percance que el perro de ‘La fiera de mi niña’, de hecho probablemente sea el mismo: no puede haber dos fox terrier idénticos con una cintura tan increíble para la comedia.

 Tras el divorcio, los protagonistas vuelven a estar en circulación. A los dos les gusta vivir la vida y no solo la vegetativa. Son grandes aficionados a la búsqueda de polen. Él rehace su vida con una heredera millonaria, pero no es aceptado en ese ambiente: puede que beber whisky en un entorno muy dado a las copitas de jerez no ayude. Ella, por su parte, tiene un romance fallido con un sujeto de Oklahoma parecido a un orangután que lleva a todas partes una madre anexionada. Pronto se percatan de que su vida licenciosa no funciona. Cuanto menos reconocen su descontento, más se gustan. Añoran la complicidad de la mutua desconfianza y la guerra de diálogos. Al final, Mr. Smith se verá obligado a ofrecer sus servicios como pegamento conyugal. El tipo que cambió el título de esta comedia debería haberse limitado a escribir en las marquesinas de los cines: «Sale un perro. Y Cary Grant lo acompaña». Habría triunfado.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

06 noviembre, 2013

Su juego favorito

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 Roger Willoughby es el responsable de la sección de pesca en un gran centro comercial. Su libro sobre el arte de pescar se ha convertido en la biblia de los pescadores y todos acuden a él en busca de consejo. Nadie sabe que es un farsante: el pescado no le gusta ni en el plato. La cosa deriva en despropósito cuando le obligan a participar en un concurso de pesca en el que deberá demostrar sus habilidades.

 Con esta mínima trama argumental y unos diálogos brillantísimos, Howard Hawks construye una comedia de ritmo imparable en la que se ocupa de un tema muy actual: la figura del impostor. Ahora que sufrimos la proliferación por todas partes de expertos en nada, se ríe de esos comités de sabios que venden como verdad las más pobres apariencias. Hawks, gran aficionado al reciclaje de sus propias películas, realiza en ‘Su juego favorito’ una imitación descarada de ‘La fiera de mi niña’ y consigue una de las últimas grandes comedias del cine clásico siendo fiel a su estilo, que consiste en no tenerlo. Uno podría cerrar los ojos e imaginar a Cary Grant y Katharine Hepburn haciendo esta película. Pero no están. Su lugar lo ocupan Rock Hudson y Paula Prentiss, que hacen una interpretación tan extraordinaria que denominarlos sustitutos sería un insulto.

 Las mujeres de las películas de Hawks, un género en sí mismo, desayunan ‘chicas Almodovar’ y no se descarta que cenen ‘chicas Bond’. No hay duda de que están muy arriba en la escala evolutiva. Modernas, decididas y apabullantes, no suelen representar la estabilidad, el hogar, ni la familia, eso se lo dejan a Doris Day. Con una iniciativa y un desparpajo envidiable, están dispuestas a todo con tal de conquistar, más bien ‘doblegar’, a su hombre, al cual llegan a ridiculizar hasta extremos absolutos. ‘Su juego favorito’ tiene a tres de estos ejemplares femeninos capaces de convertir un episodio de lencería en un golpe de estado, una cremallera en un mundo de expectativas y un día de pesca en una comedia inolvidable.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

30 octubre, 2013

500 días juntos

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 Desde que los monos se hicieron humanos tienen la costumbre de pasar la vida rebobinando trozos de tiempo. Pasar revista del pasado y recordar aquello que una vez tuvimos y ya no, es una afición muy extendida: masticamos los recuerdos con la lentitud de un camello. ‘500 días juntos’ es la historia de una digestión. El protagonista hace un inventario en retrospectiva de su última relación amorosa: chico con ojos de cocker desgraciado se enrolla con chica en el cuarto de las fotocopiadoras. En el instante en que ella confiesa que su Beatle favorito es Ringo Starr deberían saltar todas las alarmas y sospechar que el asunto no tiene futuro. Pero no. Las expectativas siempre visten gafas de sol que eliminan la claridad.

 Mediante saltos adelante y atrás en el tiempo de esta pareja, el guión va contando su historia con la misma estructura narrativa de ‘Dos en la carretera’, aquella película en la que Audrey Hepburn preguntaba: «¿Qué clase de personas se sientan en un restaurante y no se dicen nada?». «Los matrimonios» respondía Albert Finney. Esta sentencia que habla sobre el desgaste del tiempo tiene su equivalente aquí: «¿Qué pasó? Lo que siempre pasa: la vida». Uno se llena de intenciones y el tiempo se encarga de vaciarlas.

 Por aquello de restar dramatismo al tono nihilista-pesimista de párrafos anteriores, diré que el tratamiento de la película es ligero, amable y divertido. En lugar de estrellas inalcanzables intentando pasar por gente normal, los protagonistas son guapos camuflados que pasean su felicidad publicitaria por cines, museos y tiendas de vinilos, al tiempo que suenan canciones de éxito que se integran con gran desparpajo en la banda sonora. El guión, hábilmente construido, hace un recorrido por los lugares comunes del noviazgo sacándoles punta con la precisión del que afila un lápiz y le sale una pluma. En toda esta peripecia de enamoramientos, rupturas, reconciliaciones y otras contingencias, el protagonista descubre que las cosas siempre van bien hasta que dejan de ir bien. También aprende algo decisivo: nunca hay que traspasar el umbral del cuarto de las fotocopiadoras.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

24 octubre, 2013

La octava mujer de Barba Azul

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 Nadie como Lubitsch convierte los lugares comunes en poco frecuentes. La retranca, el giro inesperado, los dobles sentidos, la elegancia o la picardía forman parte de su alfabeto reconocible: una forma de entender la vida en la que todos flirtean por encima de sus posibilidades. ‘La octava mujer de Barba Azul’ deja claro desde la primera escena que el amor es como los negocios, solo que más divertido: Gary Cooper interpreta a un millonario de pelo relamido que se presenta en unos grandes almacenes con el desdén del que viene a cobrar una factura. Pretende comprar un pijama, pero solo la chaqueta: «Yo duermo sin el pantalón. No quiero cosas que no uso», afirma con impertinencia ante la mirada horrorizada del vendedor, que llama a su superior para ver si pueden acceder a semejante desatino. El encargado, a su vez, corre a consultar el asunto con el vicepresidente, de manera que la cuestión se va traspasando de jefe en jefe como un virus de alto contagio hasta llegar a la cúpula: Suena el teléfono en la habitación del presidente de la compañía, que está leyendo la prensa en la cama como si fuese Marcel Proust. «¡Imposible! No vendemos pijamas por partes. Eso sería comunismo», exclama. Cuando se levanta de la cama, vemos que también él lleva solo la chaqueta del pijama puesta.

 Detrás de las ideas de esta película, porque el cine son ideas, están Charles Brackett, Ernst Lubitsch o Billy Wilder, genios de la escritura cinematográfica o de cualquier otra. Eran expertos en raspar y raspar hasta dar con la idea más brillante, y una vez conseguida, decían: «Bueno, ahora vamos a mejorarla». Cuando la crisis del pijama está al borde de la gangrena aparece Claudette Colbert diciendo que quiere comprar solo un pantalón de pijama, y la película ya está lanzada. Por supuesto, la chaqueta y el pantalón de pijama terminarán por encontrarse e incluso contraerán matrimonio. Un casamiento turbulento. Claudette Colbert descubre que su marido ha tenido siete esposas previas, se niega a ser un peaje más en la autopista y plantea el matrimonio como una guerra preventiva: tratará de comprobar quién doma a quién. Y ya sabemos que en las comedias del cine clásico no existe el empate.


                                                                                                                         (Publicado en La Voz de Galicia)

16 octubre, 2013

Un cuento chino

 Una vaca cae del cielo en China y el caos sobreviene en una pequeña ferretería de Buenos Aires. Esta vaca voladora, que Hitchcock denominaría McGuffin, es el detonante que lleva a un chino hasta Argentina en busca de un pariente desaparecido. Huérfano de idioma e incapaz de manejarse en un país extraño, se convierte en la garrapata particular del dueño de la ferretería, un tipo que adorna sus respuestas con la brevedad de un epitafio. Bendecido con un estilo único a la hora de maldecir, sus cabreos alcanzan enormes cotas de virtuosismo.

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 La figura del cascarrabias profesional se encuentra actualmente en franco declive y no goza de la apreciación popular que debiera, a pesar de que sus incondicionales afirman que posee la extraña cualidad de hacer el bien a la contra, como si su mal carácter lo obligara a ser buena gente. El ferretero de esta película, solitario y huraño, sigue este mismo patrón: su estilo de vida consiste en habitar un ángulo muerto. Acostumbrado a su parapeto, reposa tranquilo en su oscuro habitáculo de ermitaño hasta que llega alguien, enciende la luz y transforma la película en una historia con el aroma de Frank Capra.

 ‘Un cuento chino’ es una película cercana, discreta, casi diminuta. Lo valioso reside en su sencillez. Con una puesta en escena tranquila y sin estridencias, lo fía todo a la interpretación de su protagonista, un Ricardo Darín que hace con su personaje lo que un soplador de vidrio: lo infla, lo desinfla, lo moldea robusto por fuera y frágil por dentro. En el fondo, esta historia de un cascarrabias retraído que ve perturbada su paz por culpa de un imprevisto ya se ha contado muchas veces: a menudo las historias son meras repeticiones con alguna variación, solo que unos ecos recorren más distancia que otros. Ring Lardner Jr, uno de los guionistas represaliados en la ‘caza de brujas’ de McCarthy, cuenta una anécdota que ilustra esta escasez de novedad reconvertida en virtud: Lardner y un amigo salen del estreno de ‘Río Rojo’ cuando su acompañante tiene la ocurrencia de acercarse al guionista para felicitarle por su trabajo. El felicitado, Borden Chase, exclama: «¿De verdad no te has dado cuenta de que es ‘Rebelión a bordo’ con vaqueros?».


                                                                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

10 octubre, 2013

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú

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 A veces a uno no le queda otro remedio que reírse de sus miedos. Aunque caiga en el terreno de lo que Kurt Vonnegut bautizó como ‘humor de la horca’ al contar el chiste de un condenado que, al ser conducido a la horca un lunes, comenta: «¡Vaya forma de empezar la semana!». Cuando no hay alivio posible, queda la risa. La versión cachonda del Apocalipsis que plantea 'Teléfono Rojo' trata este asunto con la seriedad de un buen disparate. Se ríe del gran temor de su época y transforma en parodia el dilema nuclear y la paranoia de la guerra fría. A tal punto llegaba la chifladura americana que a menudo convertían las películas de serie B en alegorías de la invasión roja, con los marcianos ejerciendo de comunistas. La obsesión como paso previo a la estupidez.

 El general chalado de esta película pone en marcha un dispositivo para atacar Rusia. Coloca al mundo en el precipicio de la destrucción atómica y nos traslada a una sala de guerra –un decorado grandioso- con una mesa circular donde los dirigentes que toman las más altas decisiones juegan al póker con el destino del mundo. Aquí comprobamos que 'Teléfono Rojo' no ha envejecido nada, no tiene arrugas. El contexto histórico de su época ha desaparecido. Sin embargo, si uno mira hacia las mesas de póker actuales en Bruselas, por ejemplo, comprueba que han pasado décadas y seguimos en el mismo kilómetro. Todo es tan absurdo que si hubiese que rodar una película acerca de la crisis actual, solo podría ser absorbida y retratada como una comedia. Con el mismo esperpento y la majadería de esta película de Kubrick: peor aún que las bombas de hidrógeno son los retrasados que están a cargo de ellas. «La estupidez se heredará hasta que desaparezca la especie, que desaparecerá por estúpida», asegura José Luis Cuerda. Cuando Reagan se convirtió en presidente pidió ir a ver la sala de guerra de la Casa Blanca. Su jefe de estado mayor le dijo: «Señor presidente, no hay ninguna sala de guerra en la Casa Blanca». Reagan añadió: «Pero si la vi en esa película, Teléfono Rojo». Es razonable pensar que Reagan ignoraba que las películas con frecuencia se ruedan en decorados. Total, solo fue actor durante 27 años y figurante el resto de su vida.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

03 octubre, 2013

Cuando Harry encontró a Sally

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 Una carrera a toda prisa no garantiza la puntualidad; sin embargo, es un remedio excelente para los indecisos. A menudo olvidamos lo más importante del hecho de correr: uno toma impulso aunque ignore hacia dónde. Si nos ceñimos al territorio amoroso, correr a lo loco, sin pensar, es sanísimo. Pensar es malo para el amor, resta empuje al llegar a meta.

 En el cine, este tipo de fenómenos trotadores ocurren con cierta frecuencia. Sucede, por ejemplo, en el final de ‘El apartamento’, cuando Shirley MacLaine corre desesperada hacia un Jack Lemmon con la dignidad recién recuperada, y se ponen a barajar sus expectativas. Woody Allen también le da un espaldarazo definitivo a este gusto por el maratón en el último suspiro de ‘Manhattan’, cuando su novia Tracy, más pequeña pero mucho mayor, le dice que debe confiar más en las personas. ‘Cuando Harry encontró a Sally’ continúa esta tradición tan asentada del sprint final y hace que Billy Crystal atraviese corriendo Nueva York para que los coches le piten, pero sobre todo porque la película se está acabando y es necesario un clímax. Para llegar a esta escena culminante antes debe atravesar toda una serie de obstáculos. Nada hay tan saludable para el amor como los tropiezos. A poder ser, en las películas.

 Todos sabemos que el amor es eterno mientras dura. A Harry y a Sally nunca les dura. Pertenecen a esa raza de neoyorquinos que van saltando de cita en cita, en busca de una pareja ideal que nunca llega. Todo un género narrativo. Desde el inicio sabemos que están destinados a chocar, sobre todo si uno ha leído el título, pero el asunto es cómo, cuándo, dónde y por qué. Todas estas cuestiones las resuelve el guión espléndido de Nora Ephron, lleno de diálogos trabajadísimos y pequeñas escenas ingeniosas en las que todos brillan a gran altura. Contra todo pronóstico, la película fue un éxito comercial en su época. Si entonces era buena, lo que vino luego la ha convertido en una joya. Cualquier osado que vea una comedia romántica actual corre un serio peligro de muerte cerebral por ataque de guión insustancial. Alcanzan tales cotas de estupidez que parecen ideadas para chimpancés.


                                                                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

25 septiembre, 2013

Medianoche en París

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 ‘Manhattan’ comenzaba con la música de Gershwin amueblando el blanco y negro de Nueva York. Salvando distancias y herejías, Sidney Bechet y su clarinete hacen lo mismo al inicio de esta película: un recorrido idealizado por las calles de París en el que Woody Allen guiña un ojo a aquellos que lo acusan de repetirse una y otra vez. Puede que sea verdad. Es cierto que cambia la cáscara de sus películas mientras sus temas recurrentes permanecen. Con frecuencia retrata a escritorzuelos y pseudointelectuales entre los que suele habitar un amigo insoportable y pedante capaz de discutir que Cervantes se escribe con «b» o que pronuncia Van Gogh con un acento imposible, como si fuese Meryl Streep.

 A menudo hay en su cine discusiones en torno a lo que es drama o lo que es comedia y siempre está la infidelidad de fondo, con todos esos personajes insatisfechos que buscan algo que nunca encuentran. Pero (y este es un pero muy grande) siempre consigue hacernos reír mientras nos cuenta que la vida es insatisfactoria. Puede que la historia sea vieja, pero las carcajadas siempre son nuevas. No se repiten. Allen posee la habilidad para convertir en fácil lo difícil y conseguir que algo trabajado a conciencia parezca improvisado.

 ‘Medianoche en París’, una película de viajes en el tiempo, si se quiere una comedia paranormal, es un buen ejemplo de esto. Un joven escritor llega a París con la intención de rematar su primera novela. Tiene nostalgia de otra época, cree que el presente es mediocre y pasea sus dudas por los bulevares nocturnos. Acaba metido en un coche que viaja al pasado y, ante su estupor, comprueba que se encuentra en el París de los años 20. De repente, se ve alternando con Hemingway, Scott Fitzgerald, Cole Porter, Picasso o Gertrude Stein. Un zoológico de seres famosos, ídolos literarios y charlestón en el que termina abriendo los ojos con desengaño: todos los artistas piensan que su época es banal y aluden a su vez a una edad de oro anterior. El pasado no es mejor, solo es una fantasía. Que cada uno se acomode como pueda. El presente es todo lo que tenemos.


                                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

22 septiembre, 2013

El silencio del héroe

 ‘El silencio del héroe’ es una colección de artículos deportivos, en su mayoría ordenados cronológicamente, que muestran cómo Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932) ha ido tensando su escritura a lo largo de las décadas hasta convertirse en un autor esencial. Si Robert Bresson y Yasujiro Ozu, apóstoles de la sobriedad, regentasen un club contra los fuegos de artificio, aceptarían como socio a Talese. La sustancia de sus relatos se nutre de los detalles que se pierden por el rabillo del ojo. Talese explora los rincones. Un tipo que fabrica herraduras en un hipódromo, una persona del público, un árbitro de boxeo, una futbolista que falla un penalti... Durante décadas ha documentado una galería de personajes, muchos de ellos perdedores, con un humor extraño y la compasión de quien no se permite juzgar a los demás.

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 ‘El silencio del héroe’, el reportaje que da título al libro, habla de la soledad de Joe Di Maggio, un mito pegado a la sombra de la muerte de Marilyn Monroe, pero sobre todo habla de cómo envejecen los deportistas. El relato está escrito en 1965. Talese acompaña al jugador al Yankee Stadium, quince años después de su retirada del béisbol. Es un día de fiesta. Se homenajea a Mickey Mantle, la leyenda que ocupó el vacío de Di Maggio y que ahora, también en el ocaso, está a punto de retirarse. Pancartas que rezan «Te queremos Mick» cuelgan en la parte alta del estadio. Talese escribe: «Estas pancartas las habían sujetado centenares de jóvenes cuyos sueños se habían hecho realidad a menudo gracias a Mantle, pero también, sentados en la tribunas, había hombres de más edad, barrigudos y medio calvos, en cuyas mentes de mediana edad Di Maggio seguía vivo e invencible, y algunos de ellos recordaban cómo un mes antes, durante una exhibición antes del partido del Día de los Veteranos en el Yankee Stadium, Di Maggio bateó un lanzamiento y lo mandó a los asientos de la zona izquierda del campo, y de repente miles de personas se pusieron en pie de un salto, como locos, gritando de alegría: el gran Di Maggio había vuelto; volvían a ser jóvenes; era ayer.»

 Solo son dos palabras. Era ayer. Dos palabras que electrizan y atraviesan el tiempo del relato con la velocidad del pensamiento, que en un instante pasa del presente al pasado. Dos palabras que describen la nostalgia y la imaginación colectiva y acotan con precisión absoluta la definición de leyenda como «aquel que vive en el recuerdo». Con esa brevedad Talese cuenta una historia sobre la vejez, sobre la decadencia, sobre el tiempo y su transcurrir. «Era ayer». Dos palabras. Ya estaban en el diccionario. Solo había que escogerlas y colocarlas en el lugar adecuado.


                                                                                                                             (Publicado en La Voz de Galicia)

17 septiembre, 2013

La salida de la luna

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 Hay películas que hablan de la importancia decisiva de lo trivial o del gusto por exagerar una bravata. Y menos mal. Pocos se percatan de que estos asuntos son capitales. Un mundo sin exageración conduce, lento pero seguro, hacia los días nublados, el aburrimiento y ese tipo de mesura que sube el nivel de colesterol. John Ford, profundo conocedor de lo anterior, vuelve a Irlanda para rodar un segundo asalto de ‘El hombre tranquilo’ y enseñarnos a saborear, más bien, degustar, una buena discusión. El campo, un perro que ladra, los riachuelos, los torreones destruidos o los tejados de paja forman el paisaje de una película pequeña en importancia e inmensa en temperamento que cuenta mucho más de lo que deja ver.

 Dividiéndola en tres episodios, Ford adapta tres relatos irlandeses que combinan la poesía con la picaresca, el sentido del humor con la melancolía y la alegría de vivir con las pequeñas traiciones que se resuelven bebiendo una pinta de cerveza o entonando una balada como ‘La salida de la luna’. «Los secretos se están perdiendo», dice un tipo con reuma que regenta una destilería clandestina. El futuro ya no es lo que era. Se queja con gran teatralidad y entusiasmo: que se sepa, el reuma nunca afectó a la lengua de un irlandés. Todos los personajes generan una complicidad inmediata en el espectador. Hasta hay un burro que habla inglés o, al menos, lo entiende.

 El episodio central es una obra de arte mayúscula que contiene la declaración de amor más singular de la historia del cine. Una mezcla asombrosa de timidez, retranca y disparate. Un tren llega a una estación y su salida se va viendo aplazada una y otra vez mientras se negocia un matrimonio de conveniencia con galanteo previo, dote pactada y rituales de cortejo que incluyen alguna bofetada. Al mismo tiempo se produce una trifulca a puñetazos con su prólogo habitual: alguien hace mención a un hecho ignominioso de un antepasado hasta que el otro grita: «¡Embustero!». Y se lía. Se suben las mangas con petulancia y comienza la pelea. Plantean las ofensas más rebuscadas y divertidas con gran elocuencia: «No permitiré que me hable de ese modo un hombre cuyo tío-abuelo, como todo el mundo sabe, era un masón que se dio a la bebida a los 86 años y murió antes de hora». En Irlanda nadie borra el disco duro. El olvido no existe.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

13 septiembre, 2013

Atraco a las tres

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 Las grandes películas de atracos son aquellas en las que el asunto fracasa. El recuerdo de los ladrones que triunfan se diluye; en cambio, el fatalismo perdura en la memoria. Siempre hay más gloria en la derrota. Desde el inicio, los protagonistas de ‘La jungla de asfalto’ o ‘Atraco perfecto’ están predestinados a fracasar. Una maleta que cae, una alarma a destiempo, desavenencias en el reparto del botín o una buena mujer mala suelen arruinar el tinglado.

 Algo parecido ocurre en ‘Atraco a las tres’. Un grupo de trabajadores de un banco deciden asaltar la sucursal en la que trabajan. Están cansados de ser pobres. El líder carismático de esta banda de palurdos es un cerebro criminal de primera categoría: José Luis López Vázquez. «Sería incapaz de robar a un semejante, pero un banco no es un semejante», dice con indiscutible visión de futuro. Como buen trabajador de la banca, sabe que la frontera entre robo y negocio suele ser difusa. Cuenta con un equipo de ladrones difícil de igualar: Manuel Alexandre, Cassen, Agustín González y Alfredo Landa, que interpreta al asaltante más miedoso de la historia del cine. Hace falta ser comadreja para que Gracita Morales, con ese estiramiento inverosímil de las vocales, te acuse de esquirol.

 Son tan profesionales que hacen el reparto antes del atraco para que cuadren las cuentas. Imitando la secuencia de ‘Bienvenido Mr Marshall’ en la que todos sueñan lo que van a pedir a los americanos, todos apuntan sus objetivos. López Vázquez quiere vivir en los lagos Suizos y alternar con las campeonas de slalom gigante. Gracita Morales pide un abriguito de entretiempo y seis pares de medias. «A mí lo que me gustaría es ir a Logroño», afirma uno de ellos. Metas loables. Deseos propios de una sociedad que imaginaba en pequeño. Hasta se quedan cortos en el soñar. Disfrazada de comedia amable, ‘Atraco a las tres’ despelleja sin piedad aquella España pusilánime en la que los céntimos eran importantes, los hombres llevaban un peine en el bolsillo del pecho y los amigos que iban de visita al hospital le comían el menú al enfermo. Todo suena a conversación escuchada por Rafael Azcona en algún autobús. Maldita la gracia, pero te ríes.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

05 septiembre, 2013

Mi tío

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 Pocas cosas hay tan libres como unos perros vagabundos que curiosean, corren, juguetean o tiran las tapas de los bidones de basura. No tienen reloj. Para ellos no existe el tiempo. Sus paseos felices por el arrabal cargan de poesía el comienzo de esta película y nos transportan desde un barrio antiguo y humano hasta una casa ultramoderna y automática que parece decorada por Roy Lichtenstein o por un psiquiatra. En ese entorno deshumanizado y aséptico, donde lo vacío y lo moderno se convierten en sinónimos, vive una familia adicta a la cuadrícula, a la que la tecnología ha convertido en gente ridícula. El hijo pequeño no se siente demasiado feliz de pertenecer a esta familia digital de ceros y unos, por eso adora las visitas de su tío, un ser despistado y analógico, con gabardina, pipa y sombrero, que responde al nombre de monsieur Hulot.

 Genuino representante del caos no pretendido, siembra el desastre por donde pasa. Las líneas geométricas tiemblan ante su presencia, es capaz de convertir los ángulos en curvas. Hulot lucha por integrarse en la sociedad, pero es un perro vagabundo. No entiende un mundo en el que los coches se detienen delante del colegio como si fuesen máquinas dispensadoras de niños. Pertenece a una época que ya no existe, con sus tonos ocres, sus calles de adoquín, sus puestos de verdura y otra forma de entender el vivir. Aquella en la que los manillares de las bicicletas se torcían a menudo.

 Tratando de mejorar el cine mudo sin adaptarse al sonoro, Jacques Tati rueda este tebeo titulado ‘Mi tío’ con una mezcla de nostalgia, costumbrismo e ironía. Sin apenas diálogos y con una colección de crujidos, timbrazos, golpes, zumbidos, silbidos y voces, contrapone una forma antigua de disfrutar de la vida al barullo de la sociedad moderna. Nos adelanta que las nuevas tecnologías traen la necesidad de presumir de ellas, que disfrutaremos exhibiéndonos y convirtiéndonos en bobos incomunicados de banda ancha que gozan de una maravillosa comodidad incómoda. Para Tati la tecnología es servidumbre. Considera el orden y la pulcritud cosa de cretinos. Por eso Hulot los castiga con el imprevisto.


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

31 agosto, 2013

La cena de los acusados

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 Un año después de ser derogada la ley seca, W. S. Van Dyke rueda en doce días la adaptación cinematográfica de la última novela de Dashiell Hammett, titulada ‘El hombre delgado’. Fotografía de cine negro, trama policíaca, tono de comedia disparatada y un título: ‘La cena de los acusados’. William Powell interpreta a un detective reconvertido a millonario del que se intuye cierto virtuosismo en el braguetazo. Después de enviudar, se casa por segunda vez con Myrna Loy, fusión que provoca uno de los matrimonios más divertidos de la historia del cine o, más bien, una pandilla de dos. Se centran en su nuevo oficio: disfrutar de la vida. Viven en un hotel de lujo y asisten a fiestas fastuosas con millonarios excéntricos, parásitos, mantenidos, ambientes elegantes y mujeres lanzasartenes. Parece que Hammett se propuso demostrar que los matrimonios felices también existen. La chispa a la hora de tomarse el pelo mutuamente, los diálogos, las miradas: son cómplices y amigos, gustan el uno del otro.

 Lillian Hellman, pareja de Hammett hasta que el escritor murió, contaba cómo se emocionó el día en que éste le confesó que el personaje de Myrna Loy estaba basado en ella. Claro que a continuación le dijo que con la mujer mala y la mujer tonta de la película había hecho lo mismo. Hammett era un experto en rebajar la euforia, no así la ginebra. Según un amigo suyo, cuando se trasladó a Hollywood «empezó a beber en exceso y a vivir de una manera que tenía sentido solo si no esperaba seguir vivo más allá del jueves». Nunca en una película se sirvieron tantas copas. Los protagonistas casi dejan sin existencias a la Metro Goldwyn Mayer.

 Las ansias detectivescas de su mujer y un asesinato obligan a Powell a retomar su antiguo oficio, una combinación entre el refinamiento de Sherlock Holmes y un borracho travieso. Comienza tomando unos martinis, munición para el alma, y desarrolla la investigación vaciando los vasos que encuentra a su paso hasta llegar al clímax: una cena a lo Agatha Christie en la que se propone descubrir al asesino con la ayuda de unos cuantos policías disfrazados de camareros. Gente despejada capaz de encontrar una aguja en un pajar, siempre que alguien les diga donde está el pajar.


                                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

23 agosto, 2013

Los amigos de Peter

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 Peter y su grupo de amigos montan un número musical para animar la cena de fin de año de 1982 en la casa de su padre, un gran terrateniente británico. Acaban de graduarse y después de hacer una de esas fotos que congelan el acontecimiento para siempre se disponen con entusiasmo a rejonear su futuro. Pasa una década. Mandela sale de la cárcel, Imelda Marcos compra zapatos y 'Los versos satánicos' están en la mesilla de noche del ayatolá Jomeini. Juan Pablo II besa el suelo que pisa, Margaret Thatcher optimiza su aniquilación de lo colectivo y el muro de Berlín se convierte en escombros. Todo lo anterior se resume en los cinco minutos iniciales de la película, con un salto en el tiempo y una canción que arrastra a los personajes hasta su presente. Diez años después y con una posición acomodada, todos se reúnen de nuevo en la mansión señorial de Peter con la excusa de celebrar el fin de año. Mirar hacia atrás y hacer balance resulta inevitable. La puesta al día es como una auditoría de fracasos con el tiempo como juez poco piadoso. Entre diálogos lúcidos y pequeños ajustes de cuentas, hacen un recuento divertido de las pequeñas miserias, el tiempo malgastado, los autoengaños, las neuras y los ataques de expectativas. Es lo que tiene el futuro al convertirse en pasado.

 'Los amigos de Peter' es una comedia protagonizada por adultos de parvulario. Un relato sobre la imposibilidad de madurar. Todos se han hecho mayores pero no han crecido. «Los adultos son solo niños con dinero», dice uno de ellos. Puede que esa sea la desgracia de algunos ricos: no necesitan nada. Por eso procuran tener a mano uno o varios conflictos existenciales. Nada como una reunión de viejos amigos para descubrir que los reencuentros son, en realidad, desencuentros. Con una combinación estupenda de humor y sarcasmo, de optimismo y amargura, la película es un alegato a favor del 'carpe diem'. «Juega con el tractor que le costó 40 libras a papá y no con la caja en la que vino», le dice uno de los protagonistas a su hijo pequeño. Algo parecido hacemos casi todos con nuestra vida: en lugar de aprovechar el regalo, jugamos con la caja.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

15 agosto, 2013

El amor llamó dos veces

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 Hay pequeños detalles que marcan un antes y un después. La Segunda Guerra Mundial fue uno de esos detalles. Durante los años treinta la comedia americana vivió una época de esplendor que llegó hasta 1942. Luego todo cambió. La gente ya no estaba de humor. Perdió la afición al disparate. Directores como Lubitsch o Preston Sturges, que se dedicaban casi en exclusiva a la comedia, de pronto ya no estaban en la misma sintonía que su público. Su tiempo fue desapareciendo. Con la pujanza del cine negro, el drama y el western, la comedia pasó de género mayor aun estatus de aparición esporádica.

 ‘El amor llamó dos veces’ es una de estas comedias fuera de temporada con un telón de fondo insólito. En plena guerra mundial hay escasez de hombres en edad de merecer: todos están en el frente. Cuando pasa un joven bien parecido por la calle, las chicas le silban. Toda la ciudad está abarrotada y se hace difícil encontrar un lugar donde dormir en Washington. Una Jean Arthur sobrada de desparpajo decide alquilar la mitad de su pisito para aliviar la escasez de vivienda (desde luego, una forma muy particular de entender el patriotismo) y termina viviendo, a su pesar, con Charles Coburn, un anciano impredecible capaz de convertir la travesura en una de las bellas artes y que hace avanzar la película de complicación en complicación. Coburn subalquila la mitad de su mitad del piso a un joven apuesto que va por el mundo cargando una hélice de dos metros de altura y al que no para de repetirle que en la ciudad solo hay un varón por cada ocho mujeres. Transforma la película en un manual de instrucciones en caso de racionamiento de hombres.

 Con unos diálogos cargados de retranca y unos gags inolvidables heredados de la época en que rodaba las películas del Gordo y el Flaco, George Stevens repasa las claves de toda comedia. Sabe que enseñar una pierna es mejor que enseñar un brazo, que un dormitorio siempre es mejor que un salón, que un beso supera todo lo anterior y que una caída tonta es mejor que cualquier otra cosa.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

10 agosto, 2013

Las tres noches de Eva

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 Pocas cosas hay tan traicioneras como la geografía. Los hombres que protagonizan las comedias del cine clásico americano desconocen este dato. No saben que hay un terreno temible, con mucho sentido del humor y poco sentido común, entre Pensilvania, Nueva York y Connecticut. Una especie de triángulo de las Bermudas de la ‘screwball comedy’ donde suceden todas esas ‘Historias de Filadelfia’ y ocurren aventuras con uno o varios leopardos que se escapan. En este lugar poco apto para hombres débiles (coronariamente hablando) y repleto de mujeres que siempre llevan la iniciativa y destruyen al incauto que no sabe el terreno que pisa, se desarrolla parte de la trama de ‘Las tres noches de Eva’, una de esas comedias inverosímiles y vertiginosas que saben a poco y en las que una mujer avasalladora vuelve loco a un hombre.

 Aquí el pánfilo en cuestión es Henry Fonda, un rico heredero experto en serpientes que vuelve de la jungla, pero no está preparado para una selva de verdad. Pretende regresar a Connecticut en uno de esos trasatlánticos de gente adinerada que los estafadores camuflados entre el pasaje se disponen a convertir en un pequeño parque temático del timo. Fonda es un bobo de tal categoría que en una partida de bolos él hace de bolo. «Algunos días, mi hijo parece más listo que otros», dice su padre. Ninguno de esos días aparece a lo largo del metraje. Muerde ciegamente la manzana de una Eva representada por una salerosa y embaucadora Barbara Stanwyck que, contra todo pronóstico, se enamora realmente de este tipo ingenuo. Ambos acaban en una de esas mansiones de millonarios locos tan del gusto de la comedia de la época y en la que Preston Sturges aprovecha para hacer una sátira elegante del mundo del dinero en la que los millonarios son presentados como tontos, acaudalados de escaso caudal. Entre caídas, diálogos rápidos y escenas alocadas, una Barbara Stanwyck que entiende la zancadilla como una forma de cortejo, hace lo que toda mujer en Connecticut: sembrar el caos.


                                                                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

01 agosto, 2013

El irlandés

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 Hay personas que nacen con el don de la risa. Tienen gracia y punto. Cuando Walter Brennan fue a hacer una prueba para participar en su primera película se encontró ante Howard Hawks y resultó gracioso sin querer. «¿Hago la prueba con dentadura o sin ella?», preguntó. «Contratado», respondió Hawks con asombro. En los años siguientes hicieron varias películas juntos. A veces con dientes, otras no. Unas veces con cojera y otras no, pero siempre con gracia.

 Brendan Gleeson interpreta al protagonista de 'El irlandés', un agente de policía muy poco convencional que no respeta a sus superiores. Quizá porque son sus inferiores. En una de las escenas más estrafalarias de la película, Gleeson encuentra un antiguo alijo de armas del IRA y se cita en un aparcamiento con un agente secreto británico para entregarlas. Al comprobar que faltan un AK-47 y varias pistolas, el agente le pregunta al respecto, mientras el policía, contrariado, suelta un prodigio de frase: «Se las comerían los ratones». Y lo dice en serio. Es su versión del hallazgo dental de Walter Brennan. Parecer tonto es su forma de ser listo. Utiliza el humor negro como trinchera. Su manera de entender el oficio como un ejercicio de demolición de lo políticamente correcto no tiene desperdicio. Faltón, putero, aficionado a la droga, a la bebida, al estropicio y, pese a todo, poseedor de un defecto incompatible con el negocio del orden público: ser honrado. Cree en las explicaciones sencillas y los métodos expeditivos. Justo la persona que uno querría a su lado en caso de participar en una reyerta como la que ocurre al final de la película: un desembarco de cocaína muy parecido al duelo en el OK Corral.

 Los personajes de esta historia, un racimo de bobos iluminados que parecen sacados de las películas de los hermanos Coen y unos narcotraficantes que leen a Nietzsche, se percatan demasiado tarde de que tenía razón Sam Jaffe en 'La jungla de asfalto' cuando dijo: «Nunca te fíes de un policía, cuando menos te lo esperas se pone de parte de la ley». Brendan Gleeson siempre está de parte de la ley, pero solo en lo importante.


                                                                                                                                   (Publicado en La Voz de Galicia)

28 julio, 2013

Yesterdays



 Ya que la semana pasada no hubo canción, hoy me siento en la obligación de poner dos. Aaron Diehl al piano, Paul Sikivie al contrabajo, Rodney Green a la batería y Cecile McLorin Salvant cantando en el Detroit Jazz Festival. El segundo tema es una versión de ‘Yesterdays’ de Jerome Kern.

 Cecile McLorin combina uno de los peinados más sencillos del mundo con unas gafas de difícil descripción y una voz que, maldita sea, parece la de Sara Vaughan.

25 julio, 2013

Bola de fuego

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 El guión de ‘Bola de fuego’ fue el último que escribió Billy Wilder para otro director. Vendió la historia con la condición de estar presente en el rodaje y ver cómo trabajaba Howard Hawks. Forma parte de la leyenda que esta película fue un curso rápido de dirección para él. «Lo mío es muy sencillo, yo no me complico la vida, pongo la cámara a la altura de la mirada de un hombre y listo», decía Hawks. Su afán por pasar desapercibido y su escasa afición a la floritura hacen que sus películas sean directas, efectivas y concisas: nunca sobra un plano. Según Wilder, «Hawks dominaba su herramienta, era un maestro de la concatenación. La mayoría de las veces los espectadores ni siquiera se daban cuenta de los cortes de montaje». Al parecer, Wilder se marchó del rodaje porque no aprendía nada. Era como ver jugar a Messi. Parece lo más sencillo del mundo. Cualquiera hace lo que él, solo hay que ponerse.

 El guión de ‘Bola de fuego’ posee una fontanería prodigiosa. Uno podría encontrar un cabo suelto en los diez mandamientos, pero ¿en un guión calcetado por Wilder? Inútil. Además de proporcionarle a Hawks uno de sus temas favoritos (un grupo de profesionales en peligro por culpa de una mujer torbellino), hace la mejor versión hasta la fecha de ‘Blancanieves y los siete enanitos’.

 Un comité de sabios recluido en una mansión escribe una enciclopedia del saber humano. Creen que lo saben todo de la vida pero no han llegado al primer capítulo. Viven apartados del mundo hasta que llega un espécimen asombroso que siembra el caos. Por las comedias del cine clásico transitan mujeres con nombres extraordinarios como Sugar Kane o Lorelei Lee. Todas tienen algo en común: son capaces de hacer que la civilización se tambalee. En este caso, Barbara Stanwyck interpreta a Sugarpuss O´Shea, una cabaretera que pone patas arriba la vida de un manso, un hombre con punto de ebullición bajo al que pone rostro Gary Cooper. Por si alguien lo duda: es Gary Cooper quien ejerce de Blancanieves.


                                                                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

17 julio, 2013

Buenos días

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 Cuando uno es sencillo en su forma de ser, de hablar o de hacer películas, corre el riesgo de ser tomado por tonto. A menudo los festivales y los críticos confunden lo sencillo con lo simple y premian o elogian a cineastas cuyas obras no entiende casi nadie y parecen destinadas a ser interpretadas con una güija. Yasujiro Ozu es un experto en el arte de no darse importancia. Su única regla: no enfatizar, no subrayar. Con un estilo despojado y sobrio como el pomo de una puerta, sus historias transmiten serenidad, reposo, y se rigen por una depuración extrema tanto formal como argumental. Todo en su cine es engañosamente sencillo, como un haiku.

 'Buenos días' es un retrato de las pequeñas mezquindades de un barrio modesto japonés dominado por el chismorreo vecinal. En una de las familias, dos niños deseosos de ver la lucha libre reclaman con insistencia un televisor para el hogar. Los padres se niegan en redondo, les riñen y les exigen que se callen, ya que hablan demasiado. Los niños deciden comenzar una huelga de silencio indefinida y, antes de enmudecer, afirman que los adictos a la cháchara inútil son en realidad los adultos. Esta es la forma que tiene Ozu de decirnos que las palabras huecas llenan todos los espacios, aumentan el ruido y no dejan sitio a las palabras importantes. Con esta excusa argumental mínima, Ozu aprovecha para introducir todos sus temas predilectos: las relaciones humanas, la modernidad, la diferencia generacional o la importancia de la honestidad.

 Su gusto por rodar secuencias largas lo convierte en un virtuoso a la hora de situar la cámara en el sitio exacto. La coloca en un punto de vista bajo y retrata a sus personajes a base de planos frontales. Así es como filma: de frente. Los planos cuidadosamente encuadrados, la simetría y el despiece de líneas son tan espartanos que 'Buenos días' podría convertirse fácilmente en la película favorita de Mondrian. Explorar la belleza de la exactitud con una ausencia absoluta de pretensiones: no hay otro resumen para Ozu. Tuvo precisión hasta en el momento de su muerte. Nació y murió el mismo día: vivió 60 años justos.


                                                                                                                                    (Publicado en La Voz de Galicia)

11 julio, 2013

Un lugar llamado Milagro

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 Cuando le preguntaron a Borges acerca de un debate de televisión en el que había estado con Juan Rulfo, narró la experiencia de la siguiente manera: «Nada, yo hablé sin parar y Rulfo de vez en cuando introdujo algún que otro silencio». ‘Un lugar llamado Milagro’ es un canto a la vida sencilla en el que las palabras son importantes y los silencios definitivos. Los personajes riman con el mundo de Rulfo, pero poseen una comicidad que los acerca a Borges. Milagro, siempre con el sol a contraluz, es una zona cero del ‘realismo mágico’, esa etiqueta denostada ahora por los jóvenes escritores latinoamericanos, que escupen al suelo en cuanto oyen mentar la bicha.

 En este pueblo se pueden agotar las existencias de munición porque a alguien le han requisado su vaca. También hay una vieja loca, Rulfiana, agazapada tras las ruinas de una casa que lanza piedras a los transeúntes que circulan por la calle. Y está ‘Lupita’, la cerda que arranca las sábanas de los tendales y hace compañía a don Amarante, el más anciano del lugar, que se levanta cada mañana y sentencia: «Gracias, Dios, por darme un día más». Su edad lo faculta para hablar con los espíritus que salen a pasear y despachan asuntos con los vivos. Uno de estos difuntos levantiscos es el que le advierte del peligro que amenaza Milagro: un pelotazo urbanístico quiere convertir el pueblo en una urbanización de lujo. Solo hay un problema. José Mondragón se niega a vender su parcela, no quiere resurgimientos económicos con visión de futuro para unos pocos, se empecina en plantar un bancal de judías. Su apego a la tierra lo bautiza como resistente. Ya sabemos lo que eso significa. La disidencia es contagiosa, las causas perdidas, aún peor: son una peste.

 Poco a poco, crece una pequeña revolución de solidaridad y la película se convierte en una utopía ecologista que apuesta por una forma de vivir antigua, radicalmente en contra del estilo Eurovegas. Mientras exista alguien que levante la mano y diga no, a la revolución, como a don Amarante, siempre le quedará un día más. Aquí nadie entona un blues por un tiempo que se acaba, al contrario, sacan las escopetas de cartuchos.


                                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

07 julio, 2013

Talkin' 'bout a revolution



 Tracy Chapman.    

 En el relato ‘Raza, reporteros y responsabilidad’, Gay Talese narra la pelea entre un jugador negro de la NBA y su entrenador. El incidente, es una versión trasplantada al baloncesto del cabezazo que Djalminha le propinó a Javier Irureta cuando éste entrenaba al Deportivo en 2002. La pequeña pieza de Talese data de 1997 y describe cómo el circo mediático trata de convertir una agresión deportiva en una cuestión de odio racial. Lo que sigue es un fragmento de ese texto:

 «Uno de los asesores legales del jugador, Johnnie Cochran, un exponente sin igual del racismo como arma defensiva, aparecía a menudo en los noticiarios de televisión y la prensa, condenando la decisión de la liga como un ataque al sentido común. Pero este ataque al sentido común, en mi opinión –la de alguien que ha sido testigo del baloncesto profesional durante más de cuarenta años, y que comenzó en los años cincuenta como periodista deportivo-, fue fomentado por los medios de comunicación al apresurarse a ceder su tiempo de emisión y su espacio en las noticias a gente que busca llamar la atención y que utiliza los hechos para sus propios fines y con cualquier valor publicitario que pueda extraerles».

 Un texto muy elocuente que, desde el pasado, describe nuestro presente de intoxicadores profesionales con oficio lucrativo. Me refiero a toda esa gente que acude a los programas de éxito, disfrazados de periodistas, para, en realidad, colocar una mercancía al servicio del buen pagador. A veces, uno observa con estupor la forma en que plantean este periodismo de plató como un salto evolutivo cuando la burra que venden tiene la edad de Maquiavelo.

 Si alguien duda de lo anterior, solo tiene que sintonizar un canal de televisión. No importa cual. No importa qué día. No importa a qué hora.

03 julio, 2013

Rufufú

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 Una de las más hermosas exaltaciones del tentempié se produjo hace unos meses en un barrio de Vigo. Un hombre, armado con un cuchillo de cocina, atracó un banco y huyó con 600 euros. Tras un respiro, el mismo asaltante robó otra sucursal a 500 metros del asalto anterior y, en una de las huidas mejor ejecutadas que se recuerdan, cruzó la plaza y entró en el bar de enfrente a tomar una caña y una tapa. ¿Quién no ha tomado una caña como método de escape en alguna ocasión? 'Rufufú' es una parodia de las películas de atracos perfectos. Un grupo de ladrones planean la forma de llegar hasta una caja fuerte a la que se refieren con asombro como «la comadre». Después de un esfuerzo logístico notable y un butrón sin parangón en la historia de la ineficacia, el atraco se convierte en atracón. Solo hay un botín: potaje de garbanzos con morcilla.

 Mario Monicelli estaba considerado un autor menor, un artesano eficiente sin el prestigio de Antonioni, Fellini o Visconti. Muchos directores de comedias italianas se encontraban en una segunda línea, escondidos tras la sombra de realizadores con mucha ínfula y películas de gran enjundia. Algunas de ellas, vistas hoy, son de lo más banal. Monicelli fue tan listo que no cometió el error de tomarse demasiado en serio. Sin énfasis ni adorno, supo reflejar la realidad de su tiempo: una Italia pobre que huye de la posguerra y en la que el dinero para comer sale del refajo de una falda. Cuando Mastroianni se acerca a la cárcel para visitar a su mujer y le cuenta el dinero que va a ganar en el atraco, ella le contesta: «Vale, pero si no te atrapan acuérdate de comprar un colchón».

 Detrás de 'Rufufú' hay unos intérpretes excepcionales, un buen guión y una dirección sin pretensiones que posee el tono de una novela picaresca. Los protagonistas creen que trabajar es indigno, una afrenta para el gremio. Hace falta gente seria en «el negocio». Uno de los ladrones escapa de la policía confundiéndose entre los trabajadores de una fábrica y su compañero le grita: «Peppe, no seas loco, que te van a hacer trabajar».


                                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

30 junio, 2013

Summertime



 The Zombies.     

 Observar la puerta de un colegio de pago, la entrada de misa o a un político delante de un micrófono abierto garantiza el aprendizaje sin necesidad de beca. Son lugares que multiplican el desarrollo cognitivo de cualquier observador. La barra de un bar es otro de esos territorios, quizá el definitivo. Ahí se aprenden cosas capitales sin que nadie te pida un 6,5. Ayer, mientras un camarero me ignoraba con esa displicencia de ‘sé que estás ahí pero pienso mirarte cuando yo quiera’, fui testigo de uno de esos asuntos que importan poco, como mucho nada. Un tipo pidió un gin tonic en abstracto, así, sin más detalle. El camarero, en un alarde que podría calificarse de arrebato 'vintage', puso encima de la barra una botella de Larios. «¡No, no, no!», dijo el fulano por triplicado. «Pon una ginebra de esas modernas que nadie conocía hasta hace dos días», sentenció. Ver la botella ayuda mucho, sobre todo cuando uno desea más una tendencia que un gin tonic. Este tipo de usuarios suelen empezar a beber antes de acercar el trago a la boca. El después, ya es decadencia. A veces ocurre que se sacian sin consumar de tan concentrados que están en el pre-disfrute, el cual se acerca peligrosamente al no-disfrute. Me recordó a esa escena de ‘El sueño eterno’ en la que el general Sternwood, en su invernadero de crisálida, observaba cómo vaciaba las copas Philip Marlowe mientras su lengua humedecía los labios. Bebía por delegación. Disfrutaba del prolegómeno.

 El primer día de verano, uno descubre con asombro que los adelantados ya disfrutan de pre-moreno. Aguardar a que el sol haga su trabajo después de varias jornadas playeras o a lo largo del verano es propio de mediocres. Como leer un periódico con tres días de retraso o comer pan reseco. La gloria reside en que el primer día de playa estés negro como si le hubieses robado el sol a la humanidad durante todo el año. He usado el calificativo de ‘adelantados’ pero a riesgo de ahorcarme con un ataque de precisión quizá debería decir ‘apurados’.

 Llevo tantas semanas escuchando a los que lloran el retraso del verano con amargura que he estado a punto de enviar una instancia oficial para que el verano comience en enero. Hasta lo de Bárcenas me parece de una insistencia liviana y llevadera. La figura del explorador que oteaba el horizonte por si había rastro de indios se ha transmutado en tipos que miran al infinito por si atisban un día nublado y corren a avisar a los demás para poder quejarse a gusto. Todos estos ansiosos que ven al bronceador como una prórroga que retrasa el moreno fetén deben mudarse a California, allí han eliminado las otras estaciones. Y lo mejor: después pueden quejarse de que no llueve nunca.

 Viendo los párrafos anteriores, creo que es el momento de reírse de mi idea inicial: escribir un post con menos palabras que un comunicado del Partido Popular.

26 junio, 2013

¿Qué me pasa, doctor?

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 En una de las ocurrencias más melindrosas de la historia del cine, Ali MacGraw le dice a Ryan O´Neal en ‘Love Story’: «Amar significa no tener que decir nunca lo siento». Debido al enorme éxito de la película, la sentencia tuvo una gran penetración social y gozó de mucho predicamento entre la gente aficionada al clínex en la manga. La industria de la música no tuvo en cuenta este jarro de agua fría hacia la disculpa amorosa, de lo contrario habría tenido que borrar toda la historia del pop. Dos años después de este incidente aforístico, al frente de otra película, pero sobre todo frente a otra mujer,  Ryan O´Neal vuelve a escuchar la misma frase. Esta vez responde: «En mi vida he oído algo tan estúpido».

 Peter Bogdanovich, responsable de esta escena que rejonea ‘Love Story’, dirige ‘¿Qué me pasa, doctor?’, un remake maravilloso de ‘La fiera de mi niña’ en el que, fiel al original, el director utiliza la comedia de enredo y la catástrofe como camino hacia el amor. Lejos del romanticismo sufrido, melodramático y ridículo, aquí se propone el amor como cataclismo. Ryan O´Neal interpreta a un estudioso de las propiedades musicales de las rocas ígneas que se topa con una mujer muy similar a una plaga: lleva el caos y el desastre por donde va.

 Katharine Hepburn se conformaba con volver loco a Cary Grant. En esta nueva versión Barbra Streisand aumenta su radio de influencia y casi destruye la mitad de San Francisco. En una ciudad tobogán como esta, uno siempre tiene la sensación de que si algo cae al suelo va a rodar cuesta abajo. Barbra Streisand es capaz de conseguir que las cosas rueden cuesta arriba. Provoca incendios, peleas, choques de coches, persecuciones disparatadas y juicios sumarísimos. «No se puede luchar contra un terremoto», dice ella. Todo un alegato en favor de lo inexorable. Su estilo a la hora de sembrar la destrucción de forma ingenua tiene algo erótico y a la vez terrorífico. Crea ambiente. El protagonista comprende que la supervivencia depende del fin del vendaval y claudica: se enamora.


                                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

23 junio, 2013

Mother in law



 Kenny Burrell regalando una sobredosis de guitarrismo.

18 junio, 2013

Bienvenido, Mister Marshall

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 Uno puede contar con que ‘Bienvenido, Mister Marshall’ volverá una y otra vez. No tiene fecha de caducidad. Al menor descuido, se convierte en referente incómodo de la actualidad. Como a veces ocurre con las obras maestras, se ha anticipado tanto a su tiempo que ahora está más allá de él. Su inmortalidad nace del desparpajo con el que ríe y despelleja el mundo de las apariencias. Ante todo, ‘Bienvenido, Mister Marshall’ es una apología del camuflaje. La elocuencia de Pepe Isbert, alcalde de amígdala fracturada, y el tronío de Manolo Morán como asesor de confianza, convierten Villar del Río en una aldea falsa para recibir la visita de los americanos. Decoran su pequeño pueblo castellano como si fuese la serranía de Ronda, con toros, salero y mujeres vestidas de folklóricas. «Lo andaluz. Eso es lo que los americanos conocen de nosotros», dicen.

 Hace unos días, la prensa británica se hacía eco de un extraño caso de maquillaje ambiental. Una situación en la que el nivel de estupidez alcanza cotas tan mayúsculas que la película de Berlanga vuelve a la actualidad, como tiene por costumbre. Se trata de la cumbre del G8 que tiene lugar esta semana en el condado de Fermanagh, Irlanda del Norte. Imitando la táctica del reponedor de supermercado, pretenden evitar que la imagen de secarral económico y depresivo pueda hacerse visible en la retina de algún líder mundial. Para ello, están limpiando calles, pintando fachadas e instalando decorados en los establecimientos vacíos, para que parezcan negocios boyantes al paso de la comitiva de ilustres: 300.000 libras se destinan a este masaje visual. Los mandatarios, por su parte, se han comprometido a mirar sin ver: su negocio no es la sustancia, sino la apariencia. Tras el despilfarro recomendarán, como suelen, hacer otro agujero al cinturón.

 Como dice Pepe Isbert en su arenga desde el balcón del ayuntamiento: «Somos gente despejada», pero a corner. No hay nada como ver la parte de atrás de un decorado para comprobar que la vida es un engaño tambaleante. Una realidad de quita y pon con equilibrio precario. Nada cambia desde aquel viejo hidalgo cervantino, pobre como las ratas, que antes de salir de casa se echaba unas migajas de pan sobre la barba para que los demás viesen que había comido.


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)