14 septiembre, 2011

La vida de los otros

  A veces ocurre que hay películas necesarias. Con frecuencia, leemos o escuchamos, desde los medios de comunicación, advertencias difusas acerca del mundo electrónico e invasivo donde absolutamente todo lo que nos rodea almacena información de nosotros. El ticket informatizado de la compra, el DNI con chip incorporado, transferencias electrónicas, cajeros automáticos, redes sociales, cookies, compras por internet, blogs, el libro que coges en la biblioteca, tu cuenta de correo. Nos hemos convertido en datos con piernas. Somos conscientes de que esa información va a parar a algún sitio pero no nos importa, desde todas las tribunas nos informan de las grandes ventajas de la información centralizada: organización, rapidez, efectividad, la sacrosanta "seguridad" en nombre de la cual se cometen tantos desmanes últimamente, y sobre todo... la comodidad. Aceptamos adormecidos el striptease de los datos de nuestra vida cotidiana, en muchos de los casos, por pura comodidad. Algunas voces ya alertan de que la palabra "control" no es bienvenida en este nuevo mundo tecnológico donde la privacidad se ve como algo rancio y casposo. El nuevo orden predica que el exhibicionismo es lo normal e, incluso, lo deseable.

 Lo cierto es que, nunca como ahora, habíamos estado con este grado de libertad (en los sitios donde la libertad no es una falacia, claro) y, al mismo tiempo, tan absoluta y globalmente "controlados". Vivimos unos tiempos en los que los números ya reemplazan a las palabras, a los nombres, a las democracias, al dinero (cualquiera que vaya a un cajero puede comprobar que su dinero son sólo números en una pantalla) y, en breve, a la memoria. Seguro que muchos ya habréis sido testigos de cómo, cada vez que surge una duda en una conversación o alguien no se acuerda de un dato, aparece en escena un cacharrito llamado Iphone (o similar) con un tipo encantado de hacer una demostración de su gran habilidad usando Google. Dentro de poco, la gente con memoria resultará cada vez más escasa, ya nadie procurará recordar nada. Para qué, si tienes el cacharrito que te convierte en autómata. Antes nadie recordaba el dato y no pasaba nada, incluso podía dar pie a una buena discusión. Ahora Google aniquila las conversaciones y las despoja de toda su gracia.

 Lo que ya no le hace gracia a nadie es que la numeración de las personas las reduce a mero ganado, por lo tanto esto no se debe decir. El control de la población mediante la información ocurre y lleva ocurriendo siempre. Quizá la novedad resida en que, ahora, proporcionamos todo tipo de información privada de forma voluntaria, con alegría y despreocupación.
Cada vez que surgen estas discusiones acerca de la privacidad y el control de la información, mi memoria (lo que queda de ella) vuela hacia una de las mejores películas de la pasada década. La vida de los otros. Florian Henckel Von Donnersmarck. 2006.

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 Las dos primeras escenas de la película, un interrogatorio y una representación teatral, están destinadas a presentarnos al protagonista, Gerd Wiesler, un capitán extremadamente competente de la “stasi”, una especie de autómata fanático e inexpresivo. En la obra de teatro se muestra tal como es, un fisgón, un observador minucioso. Asistimos a la obra de teatro, pero no atendemos a ella, sólo es una excusa para presentarnos a todos los personajes de la película mientras Wiesler está arriba viéndolo todo, controlándolo todo, fijándose en todo, lo escruta todo atentamente, como lo que es, un maestro de marionetas en la sombra, siempre en la sombra. Él no disfruta de la función de teatro, sus cualidades son observar, escrutar, sospechar de todo… ha sido entrenado y adoctrinado para eso. Es lo que hace. Podría ser algo así como el reverso malsano de James Stewart en "La ventana indiscreta", sólo que, donde allí todo era suspense, cotilleo y entretenimiento, aquí todo es oscuridad, asfixia y opresión. Estamos en el Berlín Este de 1984 y esta fecha no es casual, guarda una relación directa con la novela de Orwell.

 Hubo una época de la historia en la que, en algunos sitios, se pensaba que el comunismo era la solución válida a todos los problemas y desigualdades del capitalismo. En esta película vemos su verdadera cara, donde los más poderosos del “partido” usan ese poder para controlar, someter y utilizar a todo el mundo para su propio beneficio. Los ministros y jefes son profesionales de la extorsión, unos chantajistas con una única obsesión: "el control". La mezquindad no entiende de geografía, de política, de idiomas o de ideologías. Es universal. Siempre encuentra cobijo en el corazón de los poderosos.
Vemos hasta donde puede corromper el poder y cómo se dedican sistemáticamente a cometer todos los abusos imaginables. En este tipo de regímenes totalitarios, el estado siempre es un recto e intachable guardián de la moral. Por fuera, claro. Por dentro todo es podredumbre, la hipocresía sin límite del “sistema” tiene como único fin oprimir a todos. Doblegarlos a todos. Un “sistema” pernicioso y ultrajante cuya doctrina es “desconfía de todos”, “todos ocultan algo” y utilizan la vigilancia y la amenaza para los fines personales de unos pocos.

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 Sólo pensar mal del régimen ya es motivo de arresto, puedes arruinar tu carrera por un chiste del “partido” en el comedor, porque siempre hay por allí alguien dispuesto a denunciarte. Mantener a la mayoría de la población en un estado continuo de ansiedad interior funciona porque la gente está demasiado ocupada asegurando su propia supervivencia o peleando por ella como para dar una respuesta eficaz al abuso de poder o a la ausencia de intimidad de la que nadie está a salvo.
Te das cuenta de cómo todos están amenazados, obligados a ser cómplices del “sistema”, al parecer, con un objetivo grandioso: convertir a todo el mundo en un soplón.
El "sistema" es como una termita, poco a poco va excavando y agujereando hasta que el mueble se derrumba y sólo quedan calles con escaso alumbrado público, desangeladas, grises, vacías, sin apenas coches. Hasta tienes que medir tus palabras, como en aquella España antigua donde antes de decir algo mirabas a un lado y a otro porque no sabías quién podía estar escuchando. El miedo lo domina todo.
En un momento de la película, un personaje dice: “No existe ningún lugar seguro”. Es cierto. La suciedad lo rodea todo. Puedes ducharte, pero hay suciedad que no sale con agua. Todos se prostituyen física o moralmente para sobrevivir.

 A Gerd Wiesler, nuestro escalofriante y perfeccionista capitán de la “stasi”, le encomiendan la misión de espiar a una pareja formada por el escritor más importante y la actriz más popular de la Republica Democrática Alemana. Él no sabe hasta qué punto esa misión va a influir en su propia vida. Wiesler lleva una vida de soledad, de androide, de vez en cuando, el "partido" le envía alguna prostituta, eso sí, con un rígido horario espartano. Este personaje se encarga de vigilar absolutamente todos los aspectos de la vida de la pareja como si fuese un semidiós. Y llega un momento en el que se involucra y empieza a cambiar, empieza a vivir por delegación, empieza a vivir la vida de los otros.
Al mirar a su alrededor se da cuenta de la mezquindad que le rodea y, poco a poco, va desapareciendo su fe en su propio gobierno. El protagonista, en su viaje, descubre lo que es ser un buen hombre.

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 Es una película hermosa, inolvidable, perturbadora, trágica, un paseíllo por las entrañas de la injusticia pero también uno de los mayores cantos a la libertad y a la esperanza que he visto. Una película emocionante donde un libro puede cambiar la vida de una persona y su percepción del mundo, donde una sonata puede ser algo más que música, donde la sangre de muchos puede estar representada por la tinta roja de una carta. Los miserables siempre se dedican en cuerpo y alma a arrancar todas las flores sin darse cuenta de que la primavera siempre llega.

 El resto del reparto está formado por gente que intenta conservar su dignidad como si fuese un tesoro. Intentan, como pueden, ser fieles a sus principios y se “comprometen” en un tiempo donde eso te puede costar la vida. Escriben una carta donde dicen lo que “no se debe decir”. Y esa carta está escrita con sangre y con esperanza. El color rojo es muy importante en esta película.
Destripando lo menos posible el argumento, voy a hablar del que -para mí- es el corazón de la película: Jerska.
Seguramente habréis visto muchas veces en televisión una película llamada “Fuga de Alcatraz”, donde Clint Eastwood es amigo de un anciano que pinta cuadros en el patio de la cárcel. Un día, el alcaide descubre que ha pintado un retrato suyo –poco favorecedor- con una flor y decide retirarle el derecho a pintar. Al arrebatarle lo único que le hacía libre, el anciano se amputa todos los dedos de la mano con una macheta. Cuando Clint Eastwood se escapa de Alcatraz, deja la flor de su amigo para que la encuentre el alcaide.

 En esta película, ese anciano es Jerska.

 Cuando vienen a por ti, siempre te amputan lo que más quieres. Jerska es el director de teatro de más talento de la RDA, al que se lo han quitado todo y lo han puesto en una lista negra. Y decide marcharse para siempre. Pero deja su propia flor.

                                                  “Sonata para un buen hombre”
 

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