Ese minúsculo texto titulado 'Elogio de la sombra' en el que Junichiro Tanizaki describe la forma sutil y exquisita con que los japoneses entienden la luz quizá sirva para explicar el éxito del Tsukimi, una costumbre introducida en Japón en torno al siglo X que enseguida arraigó como tradición. La ceremonia consiste en contemplar la luna del 15 de agosto, al parecer, la más bella del ciclo (atendiendo al calendario lunar de la antigüedad), justo antes del comienzo del otoño. Los habitantes de la casa abren los paneles deslizantes (shōji) que dan al exterior y dejan que el reflejo de la luna penetre en su hogar mientras ellos se sientan y dedican la noche a recitar poemas, escuchar instrumentos musicales y a contar cuentos. La magia y el misterio de esa noche alimentan 'Cuentos de la luna pálida de agosto', una película contemplativa y de ritmo pausado, nunca lenta, que debe disfrutarse con el leve hipnotismo de aquel que observa la luna, es decir, con la cadencia de una ensoñación.
Kenji Mizoguchi, uno de los tres cineastas que comparte el podio del cine clásico japonés junto a Ozu y Kurosawa, dirige esta acuarela de contornos imprecisos. Su estilo, una mezcla de planos secuencia y movimientos de cámara que generan un extraño reposo dinámico, acuna la historia con suavidad y mano maestra. Mizoguchi era un tipo difícil y pendenciero. Bebedor, mujeriego y de talante dictatorial, llegó a ser expulsado del estudio debido al gran escándalo que se formó cuando una de sus amantes lo apuñaló por la espalda. Cuentan que al quebrar el negocio de su padre, éste vendió a su hija a una casa de geishas, asunto que lo trastornó profundamente y que llenó sus películas de mujeres que sufren el egoísmo de los hombres. La infelicidad femenina y la mujer ocupan un papel fundamental en su cine. Causa sorpresa, por tanto, cómo esta vida nada ejemplar contrasta con la sensibilidad prodigiosa de sus obras.
Cualquier espectador que vea los 'Cuentos de la luna pálida' quedará asombrado por ese viaje en barca a través de un lago desdibujado por una bruma con la firma de Murnau, por la facilidad con que la cámara nos traslada del mundo real al sobrenatural mediante una panorámica sin corte ni efecto alguno, o por la sencillez narrativa de este relato de fantasmas que habla de la avaricia humana y sus desastrosas consecuencias en un Japón feudal habitado por almas en pena que aman más allá de la muerte y hombres ambiciosos que dan la razón a aquella sentencia de Oscar Wilde: «Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias».
(Publicado en La Voz de Galicia)
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