23 marzo, 2016

Madigan

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 Uno no se sienta en el sofá a ver una película de Don Siegel: se cae dentro de ella. Si cualquier película tarda veinte minutos en poner en marcha el relato y presentar a los personajes, a él le bastan cinco. Siegel fue montador antes de dirigir: cada segundo cuenta. 'Madigan' no es una excepción y comienza, por tanto, de forma fulgurante. Los títulos de crédito iniciales, mientras la cámara recorre la ciudad de Nueva York al amanecer, ya adelantan el tono documental y descriptivo que arropa la historia de dos policías (Richard Widmark y Harry Guardino) que emprenden una búsqueda desesperada para atrapar al maleante que les robó sus armas en un lance desafortunado.

 El cine de Siegel es seco, directo, sin concesiones ni adornos. Si alguien me asegurara que propina palizas a los adjetivos en callejones oscuros, no lo pondría en duda. En este sentido, 'Madigan' probablemente sea el punto álgido de su carrera en cuanto a sobriedad. A los diálogos no les sobra una coma, son brillantes. Las situaciones y los personajes son tan verosímiles como complejos y el ritmo es tan ágil que la película se carga de una engañosa levedad. Quien desee averiguar en qué consiste la velocidad narrativa, esta es su película.

 Madigan es el nombre del personaje de Richard Widmark, un detective veterano de talento callejero y gran elasticidad a la hora de interpretar las leyes. Nunca ha querido ascender. En cambio, su compañero de promoción (Henry Fonda) sí ha escalado; de hecho, es el comisario jefe de Nueva York, y Madigan, con su manera creativa de orillar las normas, no le cae bien. «Cuando éramos patrulleros yo comía un bocadillo en una hamburguesería mientras él comía pollo en el Stork Club», dice. Fonda se rige por una rectitud inamovible y lo escruta todo con sus ojos azul esfinge. O todo está bien o todo está mal, para él no hay término medio. Va sobrado de eso que llaman principios, que rara vez sirven para los finales, porque a menudo los principios y la justicia circulan por distinto carril. El argumento maniobra entre el estraperlo de los despachos altos y el cansancio a pie de calle, mientras va hilvanando en paralelo la vida y el trabajo de ambos policías en una ciudad de estómago infinito, siempre dispuesta a digerirlo todo. Por si lo anterior resultase escaso, hay que añadir que Don Siegel le enseñó el oficio de dirigir a Clint Eastwood. Muchas de sus obras, las mejores, frecuentan el estilo de su viejo maestro al que, pese a todos los cacareos, premios y posteridades, sigue obligado a mirar de abajo a arriba.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

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