29 diciembre, 2015

Atlantic City

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 Burt Lancaster se pasea por 'Atlantic City' con una mirada que va gritando: «El tiempo es irreversible, amigos». Su personaje, Lou Pascal, arrastra la decadencia de 'El Gatopardo' por una ciudad en proceso de demolición, llena de personas a la deriva y corroída por el tiempo, que lo arrasa todo. Ambos son restos de otra época, aquella en la que Bugsy Siegel o Meyer Lansky lucían con esplendor. Lancaster alude continuamente a un pasado de contornos imprecisos intentando aparentar con desesperación que fue un matón importante. Alardea y presume pero esconde que en realidad fue un cobarde sin importancia al que nadie respetaba. Su obsesión por embarrancar en el pasado empaña el relato de melancolía y convierte la película en una reflexión luminosa sobre el fracaso y el autoengaño como último agarradero.

 Lou Pascal es un anciano mantenido. Soporta a su vecina Grace (que adolece del mismo fingimiento que él: «Sigo siendo una mujer importante en la ciudad. Soy la viuda de Cookie Pinza») por unos pocos dólares. Grace vive encerrada en su piso como Gloria Swanson en 'El crepúsculo de los dioses' y maneja un temperamento similar. El día a día de Lou consiste en masajearle los pies, pasear al perro, padecer humillaciones y espiar a su vecina Sally (Susan Sarandon). Todo cambia cuando se ve envuelto en un jaleo de tráfico de drogas. De repente tiene dinero y lo gasta a manos llenas, imitando a los gánsteres del pasado, como si con ello recuperase algo de dignidad. Ahora se siente alguien importante, no solo disimula, y repara su plumaje de pavo real con la intención de conquistar a Susan Sarandon.

 Llegados a este punto, la película saca el microscopio y se concentra en explorar dos rostros: el de Sarandon, claro, con su mirada llena de vida, de curiosidad, dueña de unos ojos con esa cualidad a punto de brincar que heredó de Bette Davis. ¿Y qué decir de Lancaster? El cine se ha agarrado a su cara y nadie almacena como él esa mirada cansada, de vuelta de ningún sitio. Su patetismo es insuperable cuando liquida a dos traficantes y, con la sonrisa del pirata, va diciendo a todo el mundo: «¡Fui yo!», «¡Fui yo!». Por fin consigue ser el personaje que ha fingido toda la vida. 'Atlantic City' fotografía el patetismo a través de cornadas conmovedoras. Para muestra, la escena en que Lancaster le presta veinte dólares al limpiabotas del hotel y éste, con ochenta años y una ternura asombrosa, replica: «Cuando me empiece a ir bien, te los devolveré». Y lo dice en serio.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

26 diciembre, 2015

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 New Guinea, Australasia, 1962 | Romano Cagnoni.

22 diciembre, 2015

Primavera tardía

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 Uno ve un encuadre de Yasujiro Ozu y le asalta la sensación de que no existe un lugar mejor para colocar la cámara ni una perspectiva más acertada desde la cual divisar la vida. A través de sus historias domésticas sobre la importancia del hogar, del matrimonio, o de las fricciones entre padres e hijos que viven tiempos diferentes, acaba retratando lo invisible, es decir, asuntos como la fugacidad de la vida o el paso del tiempo. La sensación de humanidad, delicadeza e intimidad que desprenden sus relatos es portentosa. El espectador enseguida se acostumbra a su ritmo parsimonioso, asimila ese tempo distinto y sin percatarse se desentiende de la prisa y las preocupaciones.

 Tan pronto terminan los créditos de inicio, Ozu nos invita a entrar en su casa: un mundo propio gobernado por una manera distinta de vivir, donde la quietud, el sosiego y el silencio devienen en algo esencial. Si los estanques proporcionan serenidad a los jardines japoneses, las películas de Ozu son estanques de la vida.

 'Primavera tardía' es una historia sencilla, y la sencillez me parece la más difícil conquista en cualquier ámbito. Sin embargo, da la sensación (equivocada, estoy seguro) de que Ozu dirige sus películas con la facilidad y el magisterio del que espanta una mosca. El argumento son apenas cuatro líneas. Noriko (Setsuko Hara) vive con su padre viudo y se ocupa de él, pero a ojos de la sociedad ha comenzado a hacerse mayor para seguir soltera. A pesar de que no desea casarse y abandonar a su padre, éste y su tía encuentran un pretendiente e intentan convencerla. Apoyado únicamente en ese dilema, Ozu construye una historia  llena de escenas inolvidables a las que no das importancia hasta tiempo después, cuando te percatas de que la película te sigue trabajando por dentro durante días. Y entonces recuerdas la secuencia del paseo en bicicleta, el viaje a Kioto, o los últimos planos de la película en los que el padre regresa solo de la boda de su hija y entra en su casa, iluminada de forma mínima, como el porche de un personaje derrotado de John Ford. Coge una manzana y, despacio, navaja en mano, la va pelando de forma concéntrica hasta que la piel, en el último momento, se desprende y desaparece. Esta idea, que combina la soledad con una extraña tristeza jubilosa, contiene una depuración y una capacidad de síntesis asombrosa. Ozu podría resumir el fin del mundo con un plano detalle de una cerilla.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

20 diciembre, 2015

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 Peripherie, 1953 | Robert Häusser (1924- 2013).

17 diciembre, 2015

Trono de sangre

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 En la sociedad feudal que retrata 'Trono de sangre' sobreviven los que matan antes. No tanto por la rapidez (no son pistoleros del Oeste) como por la anticipación. Aquí la supervivencia se basa en predecir los movimientos de tu enemigo y adelantarte, o bien en utilizar la sorpresa, eufemismo que define el recurso estilístico más practicado por los protagonistas: la traición. 'Trono de sangre' ofrece luchas de poder, crimen, brujería y personajes que resuelven pleitos cortando cabezas mucho antes del advenimiento de 'Juego de tronos'. Washizu (Toshiro Mifune) y Miki (Akira Kubo)  acuden al castillo de su señor tras una batalla victoriosa. Ambos comandantes se pierden en un bosque cercano a la fortaleza y encuentran una extraña anciana que les anuncia su futuro: Washizu asesinará a su señor y gobernará durante un breve espacio de tiempo el castillo de las telarañas, que al final terminará en manos del hijo de Miki. Los dos ríen ante semejante predicción pero el augurio consigue su propósito: plantar la semilla de la ambición.

 Corre el tiempo y los designios del espíritu maligno se van cumpliendo. Washizu se convierte en usurpador y asesino gracias a su asesora de confianza principal: su esposa Asaji (Isuzu Yamada). Si el cine negro está lleno de Lady Macbeths, bien se puede decir que Asaji es una mujer fatal. Su forma espléndida de maquinar sin mover un solo músculo de la cara asombraría a cualquier esfinge, solo que ella devora sin acertijo. Hay que ver la perspicacia implacable con que argumenta, combinando la crueldad lógica y elaborada de Maquiavelo y la astucia de Richelieu. La escena en que camina despacio, desaparece absorbida por la oscuridad y vuelve a salir de ella con un tarro de veneno es prodigiosa, uno casi puede oír cómo cruje un iceberg. 'Trono de sangre' es otra muestra del poderío descomunal de Akira Kurosawa a la hora de crear imágenes inolvidables y secuencias de un vigor narrativo apabullante, como la espantada de los cuervos al moverse los árboles del bosque o la muerte de Toshiro Mifune, asaeteado como un san Sebastián del mal. Kurosawa llevaba años intentando adaptar 'Macbeth' al Japón medieval hasta que lo logra en 1957. Obliga a Shakespeare a salir del teatro y lo arrastra por un páramo desolado, entre silbidos de flechas, premoniciones, cabalgadas y una niebla mágica y caprichosa que el director japonés convierte en una coreografía de nubes a ras de suelo.


                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

11 diciembre, 2015

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 Mar Ligure, 2005 | Franco Fontana.

09 diciembre, 2015

Escondidos en Brujas

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 Hay que tener mucho cuidado con las vacaciones: son traicioneras. Uno se descuida y, sin previo aviso, acaba relajado y sacando fotos de sus pies en la playa. Un amigo mío se fue de viaje y una noche, completamente borracho, subió al hotel, se equivocó de habitación y se metió en la cama con una mujer que resultó ser su novia, la cual estaba acompañada. Esas son las verdaderas vacaciones, las que se tuercen y se incorporan a la historia oral de tu vida. A quien le resulte imposible conseguir unas vacaciones así, es preferible que las disfrute, con disimulo, durante su jornada laboral. Mucha gente lo hace y la economía sigue siendo competitiva.

 Los protagonistas de 'Escondidos en Brujas', dos asesinos a sueldo, sufren uno de estos retiros vacacionales de triple salto mortal. Escapan de Inglaterra debido a un trabajo fallido y se ocultan en Brujas durante dos semanas esperando que se enfríe el asunto. Viven como turistas. Uno de ellos, Brendan Gleeson, está encantado. Aprovecha para visitar iglesias con reliquias sagradas o ver pinturas flamencas mientras pasea entre canales, fachadas medievales y tañidos de campana en la distancia. Por el contrario, su compañero, un sorprendente Colin Farrell, procura no utilizar el cerebro, le basta con mantenerlo dentro del cráneo. Está harto de todo ese rollo «cultural».«Odio la historia. Solo son cosas que ya han ocurrido», dice. Como si las cosas que ya han pasado no volviesen para darnos collejas una y otra vez. En este sentido, el final de la película, donde vuelve a suceder lo mismo que al inicio, aporta una lección obvia: la historia siempre se repite.

 Los criminales que escribe y dirige Martin McDonagh poseen un parentesco innegable con el cine de los hermanos Coen: matones pardillos, traficantes de armas que te reciben en bata y tienen obsesiones léxicas con palabras como «recoveco», situaciones que se desmadran, y un humor negro explosivo que Brendan Gleeson y Colin Farrell pastorean con una cintura para la comedia imprevista y asombrosa. McDonagh incluso utiliza al compositor habitual de los Coen, Carter Burwell, para las notas de piano, tristes y mínimas, que acompañan a este relato sobre dos sicarios que llevan la culpa y la redención encerrada en la cabeza, de manera que cuando la realidad se pone a contrapelo y la película viaja hacia un juicio final inevitable, ambos conjugan el verbo morir sin dificultad, aunque sea por terminar bien las vacaciones.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

04 diciembre, 2015

Laura

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 No hace falta decir que 'Laura' está considerada una de las cumbres del cine negro. Sin embargo, más allá de la fotografía de Joseph LaShelle, magnífica, y de la investigación por la muerte de la protagonista, no encuentro demasiado fundamento para situarla en ese género. La voz en off inicial -«Nunca olvidaré aquel fin de semana en el que murió Laura?»- atrapa al espectador en un relato de naturaleza hipnótica y enseguida queda claro que a Otto Preminger le interesa menos la resolución del asesinato que la creación de un paisaje onírico en el que todo parece a punto de desvanecerse como en un cuadro puntillista, y donde la historia de amor, de «fascinación» más bien, se va apoderando sin remedio de la intriga policial. No es difícil ver en 'Laura' un esbozo previo de 'Vértigo', sin duda, el relato mayúsculo sobre la «fascinación» amorosa. Ambas películas comparten argumento: un detective que se enamora de una muerta.

 Laura no es una obra redonda, aunque posee momentos difíciles de cuantificar, de esos que se agarran a la memoria y, tiempo mediante, se convierten en míticos. Está el cuadro de Laura, por supuesto, omnipresente y cautivador, que parece tener un altavoz oculto del que brota esa música hechizante de David Raksin. Y ese beso leve y fugaz en una época en la que estas situaciones, con un detective en cuerpo presente, se resolvían con besos como disparos.

 Waldo Lydecker, el crítico de arte, tan temido como influyente, y que recibe a sus invitados escribiendo a máquina en una bañera con el tamaño de una terma romana, es otro gran acierto de la película. Su oratoria es un compendio de impertinencias y diálogos brillantes, que derrama en unas columnas periodísticas capaces de destruir la carrera de cualquiera a base de endecasílabos mojados en veneno. Clifton Webb interpreta a este personaje con la petulancia exquisita del que cree haber inventado el presente de indicativo. Y luego está Gene Tierney y su secuencia del interrogatorio, en la que encienden un par de lámparas cegadoras y su cara refulge.

 Tierney pertenece a esa estirpe de actrices con un esqueleto afortunado a las que ponen un foco y sus caras recogen la luz y la convierten en otra cosa. Como Ingrid Bergman en 'Casablanca' o Ava Gardner en 'Forajidos'. Laura es un extravío dentro del cine negro, una pieza singular llena de elegancia y estilo que muestra una forma de hacer cine ya desaparecida.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

29 noviembre, 2015

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 Lonely Pub, Yorkshire, 1964 | John Bulmer.

26 noviembre, 2015

The Man from Earth

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 Richard Schenkman dirige 'The Man from Earth', una miniatura de atuendo humilde y narrativa sencilla. Su coste: 56.000 dólares. Con semejante monto económico, los productores deciden gastar en una herramienta revolucionaria destinada a los guionistas: bolígrafos. Los bolígrafos prosperan y nace un guion de ciencia-ficción desnudo de trucos generados por ordenador que abusa, sin embargo, del efecto especial más barato y a la vez difícil: la imaginación.

 John Oldman, profesor de Historia, está de mudanza. Se marcha de la ciudad de forma repentina y reúne a un grupo de colegas del trabajo en su chalet de montaña para despedirse. Sus amigos notan algo raro, sospechan, creen que huye de algo, y él termina por contarles su secreto: no envejece. Ante el estupor de sus compañeros, afirma tener 14.000 años, o eso cree, porque no está seguro. El tiempo que miden los relojes es posterior a su nacimiento. John Oldman está, por tanto, fuera del almanaque. Lleva una década trabajando en esa universidad y tiene que marcharse. Después de diez años, la gente comienza a percatarse de que no envejece. Lo sabe. Le ha ocurrido otras veces. Imaginen la cara de sus amigos, gente altamente preparada: un antropólogo, un biólogo, un psicólogo... ¿Un hombre de la Edad de Piedra que sobrevive hasta el presente? En pleno desconcierto comienza el interrogatorio severo, que se convierte en el sueño de cualquier arqueólogo: «Si las piedras hablaran». No hace falta. Está John Oldman, anterior incluso a algún accidente geológico, que en torno a la luz del fuego de su chimenea empieza a hilvanar su historia mientras responde a preguntas afiladas que pretenden desmontar el asunto. El asombro de los expertos científicos -y del espectador- aumenta al observar que hay una respuesta para cada pregunta. ¿Será posible? No encuentran fisuras y ya no saben si están ante un cavernícola, un mentiroso o un loco.

 Llegados a este punto, es necesario decir que 'The Man from Earth' no es solo un maravilloso guion de ciencia-ficción, en realidad se ocupa de un asunto primordial: la seducción que el relato ejerce en el ser humano. John Oldman dosifica el misterio con la habilidad de las narraciones primigenias (Las mil y una noches, La isla del tesoro) y por eso la película funciona, porque el hombre necesita fabular y porque las historias bien contadas son capaces de abatir el escepticismo mediante la suavidad del hechizo. ¿Acaso no fueron los cavernícolas los primeros en contar historias, que luego continuaron los mentirosos y los locos?


                                                                                 (Publicado en La Voz de Galicia)

22 noviembre, 2015

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 Ginzon, Tokio, at night, 1961 | Toni Schneiders (1920- 2006).

19 noviembre, 2015

Furtivos

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 Enrique Urbizu afirma que el mejor cine negro es el que escarba en los males de la sociedad. En ese sentido, 'Furtivos' es un noir rural. Pocas películas han mostrado con tal sutileza el estraperlo cotidiano y las tripas del franquismo y su realidad hipócrita, corrupta y anestesiada. El retrato de aquella España de crucifijo encima de la cama, gente que transporta cosas en cajas de zapatos atadas con cordel y habitaciones alumbradas por una bombilla desnuda que asoma del techo como una lágrima, tiene la precisión del bisturí. José Luis Borau tenía dos cosas en mente al comenzar a escribir el guion con Manuel Gutiérrez Aragón. Quería contar que la paz de un bosque es solo aparente y que la naturaleza puede ser cruel, violenta y desapacible, pero, sobre todo, tenía claro que deseaba trabajar con Lola Gaos. A menudo se cita al ama de llaves de 'Rebeca', a las dos protagonistas de '¿Qué fue de Baby Jane?' o a la madre de 'Psicosis' como ejemplos de maldad y locura. Todas ellas se esconderían como cucarachas al encenderse la luz ante la presencia de Lola Gaos. Su rostro sarmentoso, esa voz agónica, asfixiada, catarrosa, y el enganche posesivo que tiene con su hijo la sitúan en la cima de cualquier ránking de perturbadas.

 Ovidi Montllor interpreta a Ángel 'el Alimañero', un cazador furtivo solitario y pusilánime dominado por una madre terrible que un día conoce a una chica en el pueblo y se la lleva a casa. Una intrusa. Borau ejerce de Pitágoras en semejante triángulo amoroso y resuelve toda la violencia que se desencadena a continuación con una puesta en escena de concisión y sequedad comparables a las patadas luteranas con que Lola Gaos agasaja a su perro. La secuencia final en la que Ovidi Montllor lleva a su madre a la iglesia para que expíe sus pecados posee la liturgia y el ritmo inexorable del final de 'El padrino', cuando Michael Corleone finiquita a las «cinco familias» mientras asistimos al bautizo de su sobrino. Después de comulgar, tras pasar por el confesionario, la sentencia de muerte de Lola Gaos queda certificada con un «amén». El sonido de las pisadas en la nieve, inolvidable, al volver de misa atravesando el monte, camino de la muerte, y con el hijo detrás, sosteniendo la escopeta de cartuchos, es un prodigio de tensión narrativa. Lola Gaos se arrodilla, de espaldas, y dice: «Hazlo pronto, jodío». Una frase que se agarra a la memoria con la misma resonancia rabiosa de aquel «Milana bonita» de Azarías.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

14 noviembre, 2015



 Canon pour cordes et basse continue en re majeur (Johann Pachelbel) | Karol Teutsch & Orchestra Leopoldinum-Wroclaw, 1992.

11 noviembre, 2015

El hombre de MacKintosh

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 John Huston siempre soñó con ganar un concurso de Hemingways. La extraña enfermedad que padeció en su infancia hizo que un médico informara a su madre de que probablemente quedaría inválido de por vida. El diagnóstico, por supuesto erróneo, operó maravillas en Huston, que desde muy joven apostó por vivir cada día como si fuese el último. Esa manía de sobrevivir a accidentes de avioneta en África que tenía Hemingway, para después brindar con champán por las mañanas mientras observaba las esquelas que lo daban por muerto en los diarios de medio mundo, dibujó el patrón de todos esos seres que desprecian el peligro y le cambian el nombre: lo denominan virilidad. Huston, dueño de un encanto indudable, una destreza pendenciera asombrosa y el magnetismo del buscavidas, es un capitán Ahab que vislumbra su ballena blanca detrás de cada esquina. Esa ballena puede ser la caza del zorro, conducir coches rápidos, las apuestas de caballos, conquistar mujeres o ir a países exóticos en busca de avionetas y champán. En sus labios siempre asoma un «lo pasaremos en grande», mientras sus colaboradores cabecean incómodos. Es el amigo peligroso.

 Además de desbrozar la vida con la alegría de un cheque sin fondos, Huston también hacía películas entre (o durante) sus aventuras. Algunas soberbias y otras un poco menos. 'El hombre de MacKintosh', un relato de espías desangelado y monocromático, pertenece a este género menor dentro de su obra. Paul Newman debe atrapar a un doble agente (James Mason) situado en las altas esferas del parlamento británico y especializado en malvados aristocráticos tan cínicos y simpáticos que terminan por robar la cartera al resto del reparto. Huston despreció la película alegando que la había dirigido por dinero y por un compromiso anterior con Newman, pero 'El hombre de MacKintosh' es una película estupenda, bien narrada y con un ritmo envidiable. Como la mayoría de directores al ser entrevistados, Huston es un gran mentiroso. Todavía están ahí las declaraciones de Richard Brooks, James Agee, Ray Bradbury o Peter Viertel afirmando que jamás le vieron escribir una sola línea, lo cual no le impidió firmar numerosos guiones. Para Huston, el cine era una forma de conseguir dinero para sufragar sus deudas y financiar su verdadera película, aquella que Orson Welles, otro amante de la situación desesperada, definió en una sola frase: «La mejor película de John Huston fue su propia vida». Había ganado el concurso.


                                                                                                 (Publicado en La Voz de Galicia)

08 noviembre, 2015

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 Christian Coigny.

04 noviembre, 2015

Cuando ruge la marabunta

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 Circulan muchas historias acerca de la tacañería legendaria de Charlton Heston. Enrique Herreros, en 'A mi manera' (Modus Operandi, 2015), cuenta lo que ocurrió en Oslo mientras se rodaba 'La llamada de la selva', una coproducción europea que contaba con equipo español. Heston, protagonista de la película, organiza una cena de cortesía a los españoles que habían rodado con él 'Marco Antonio y Cleopatra' el año anterior. También acude el jefe de producción inglés. Terminan de cenar, los clientes van desapareciendo del restaurante, los camareros bostezan, y cuando ya es imposible alargar el tiempo de descuento, Charlon Heston levanta la mano, al parecer un gesto inaudito en su naturaleza, y dice: «The check, please». La cuenta pasa por delante de algunos comensales, que se echan para atrás sobrecogidos. Heston coge la nota, la adormece, saca la cartera y la abre, algo nunca visto en el hemisferio occidental. Entonces el jefe de producción inglés comete un error logístico de primera magnitud: «Let me see». Solo se interesa por los precios noruegos pero... toca el papel. Heston cierra la cartera. Ya imaginan quién se hizo cargo de la cuenta.

 Charlton Heston podía protagonizar historias como esta y luego renunciar a su salario con tal de que Orson Welles rodara 'Sed de mal' o Peckinpah pudiera terminar 'Mayor Dundee'. Era un tipo sorprendente. También llama la atención su ansia gladiadora, es decir, su tendencia a lucir pantorrilla, salir desnudo de cintura para arriba y transpirar. Esto ocurre en 'Cuando ruge la marabunta'. Heston, rico propietario de una hacienda en medio de la jungla sudamericana, cansado de la soledad y con la intención de tener un heredero, se casa por correspondencia. Cuando llega su esposa (Eleanor Parker) encuentra a un hombre impulsivo y machista, acostumbrado al poder y al vasallaje. Su desconcierto es mayúsculo al conocer a su mujer: bella, elegante, sofisticada, de conversación inteligente y un mal genio comparable al suyo. Si algo se recuerda hoy de esta película no son las aventuras exóticas ni las hormigas asesinas sino la melena roja de Eleanor Parker y sus divergencias conyugales con Heston, repletas de diálogos con dobles sentidos y miradas de temperatura selvática. Cine de sofoco tropical y tensiones sexuales narradas de contrabando. La verdadera marabunta resulta ser Eleanor Parker, una pelirroja con todas sus consecuencias, que diría el Michaleen Flynn de 'El hombre tranquilo'.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

01 noviembre, 2015

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 Out to sea, 1957, from series Living Theater | Fan Ho

29 octubre, 2015

Las noches de Cabiria

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 Haber nacido sin maldad, como la protagonista de 'Las noches de Cabiria', no es más que otra forma de estar impedido. Cabiria ejerce de prostituta en el barrio más pobre de Roma y ha venido al mundo sin armas para la vida. No posee máscaras ni dobleces que la protejan del maltrato de los hombres que se aprovechan de ella. A veces se enfada y grita, pero es el aspaviento del ingenuo: todos olfatean su candidez a kilómetros de distancia. Tal es su deseo de agradar que, como ocurre a menudo con este tipo de personas, solo recibe el cariño de la mascota. Y no alcanza.

 Ennio Flaiano y Tullio Pinelli arman un guion soberbio en el que van enterrando tesoros que describen con imágenes (no precisan de la palabra) a un personaje inolvidable. Son Azconas. Cuando Cabiria se percata, al inicio de la película, de que ha estado a punto de morir y necesita sentir algo vivo, en su desesperación se abraza a una gallina. Hay tal inocencia en todos sus gestos que el espectador no puede evitar sentirse turbado al ver cómo, secuencia tras secuencia, el argumento va dando navajazos a la pureza.

 'Las noches de Cabiria' ya contiene el abecedario de Fellini: su afición al esperpento, la noche de Roma como un espectáculo de circo, el retrato de las clases pudientes como zombies vacíos, el teatro, la religión o los cómicos ambulantes. Prefiero al primer Fellini, antes de que su ego tuviese el tamaño de sus decorados, cuando su cine estaba lleno de oprimidos, parásitos, inútiles, delincuentes, humillados, y era capaz de generar una alegría desbordante al mostrar a una pequeña prostituta agarrada a sus ilusiones, corriendo por un descampado de la periferia. 'Las noches de Cabiria' y 'La strada' me maravillan. Ambas están protagonizadas por la misma actriz: Giulietta Masina. Cada vez que aparece un primer plano de Cabiria, su rostro anuncia que posee en exclusiva el patrimonio de la tristeza. Su interpretación es un movimiento sísmico de baja intensidad y larga duración, sobre todo en el recuerdo. No solo impide que la película caiga por el barranco de lo melodramático, sino que pone la pantalla a hervir con la humanidad que transmite su personaje, su soledad y su ansia por cambiar de vida. «Nunca he dormido bajo un puente. Vivo en una casa con luz, agua y otras comodidades... tengo hasta termómetro». Su ternura, su capacidad para conmover y, sobre todo, su mirada, recuerdan a uno de esos dioses de la antigüedad: Charles Chaplin.


                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

22 octubre, 2015

Nightcrawler

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 'Nightcrawler' dibuja el tiempo de depredadores en que se ha convertido nuestra actualidad. Su protagonista, Lou Bloom (Jake Gyllenhaal), trabaja como reportero nocturno para los canales de televisión locales. Tiene intervenida la emisora de la policía para llegar a los lugares del suceso (crímenes, accidentes, tiroteos) cuando la sangre todavía chorrea y graba los despojos, que luego se apresura a vender. Aquí la rapidez es fundamental. En nuestro mundo de redes sociales, acontecimientos al instante y directos prolongados hasta parecer diferidos, las noticias se precisan más ásperas, más en plano detalle y, por supuesto, para ayer.

 Bloom, por tanto, pasea su jeta de pez abisal por la nocturnidad de Los Ángeles rastreando desgracias como Weegee, aquel fotógrafo que retrató durante décadas las noches de Nueva York y al que el tiempo le ha cambiado la identidad: despreciado en su momento por alimaña, ahora es considerado un gran documentalista de aquella época. Pero Lou Bloom es ambicioso y no solo documenta, llega mucho más lejos en sus compra-ventas sangrientas: retoca las situaciones, mueve los cadáveres de sitio e incluso provoca homicidios. Su ansia por medrar recuerda al personaje principal de '¿Por qué corre Sammy?', la deliciosa novela de Budd Schulberg sobre la escasez de escrúpulos de la gente aficionada a autopropulsarse.

 Además de ofrecer el retrato de un monstruo con una precisión y una puesta en escena espléndidas, la película tiene parentescos de familia adinerada: posee el sonambulismo alucinatorio y la soledad asfixiante de 'Taxi Driver' y describe el mundo televisivo con la misma saña que 'Network', aquella película de Sidney Lumet que aireaba las vísceras del electrodoméstico y mostraba el desenfreno de los medios de comunicación y de las personas para las que audiencia rima con supervivencia. La directora de programación (Rene Russo) habla con claridad al protagonista para explicarle lo que busca: «Para que entiendas la esencia de lo que emitimos debes imaginar nuestro telediario como una mujer corriendo por la calle con el cuello rajado». Al igual que en 'Network', todo parece un poco desquiciado o quizá un tanto distorsionado, pero la eficacia del relato golpea como una bola de demolición. Cualquier espectador adivina que detrás del latiguillo que utilizan los presentadores de informativos -«las imágenes que vienen a continuación pueden herir su sensibilidad»- no hay una advertencia. Hay un reclamo.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

14 octubre, 2015

El luchador

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 Nadie recuerda ya a Walter Hill. A pesar de pertenecer a la misma generación de guionistas que desbrozaron el cine americano de los 70 (Lawrence Kasdan, John Milius, Robert Benton, Paul Schrader, Robert Towne) y trabajar para John Huston o Sam Peckinpah, Hill no obtuvo el mismo aprecio por parte de la crítica. Las dos primeras películas que dirigió ('El luchador' y 'The Driver') asombraron por su puesta en escena sobria y despojada, casi abstracta, su pulso narrativo y su nula admiración por la retórica. No hay discursos ni moralejas en sus películas. «... en esta industria uno no hace necesariamente lo que quiere hacer, sino lo que le financian. Y yo suelo ir donde me lleva mi trabajo». Así, la carrera de Hill fue acumulando películas irregulares y, poco a poco, diluyéndose y desapareciendo de las marquesinas.

 Tampoco recuerda nadie a Charles Bronson, aquel tipo que fue a por su rostro a una cantera de pizarra y que suplía su parquedad interpretativa con una mirada que llena cualquier encuadre. A veces actuar es saber mirar. Ninguneado siempre por los entendidos, Bronson dejó un puñado de películas soberbias, entre ellas, 'El luchador'. Su personaje, Chaney, es hombre de pocas palabras. Y todas cortas. Solo sabemos su nombre y que ya tiene cierta edad. Un veterano. Al inicio del relato, llega de polizón en uno de esos trenes que atravesaban la Gran Depresión -la película tiene algo de 'El emperador del Norte' y de Aldrich- y sobrevive entre el lumpen de las peleas callejeras de Nueva Orleáns luchando a puño desnudo. «¿Qué se siente cuando se tumba a alguien?», le preguntan. «Se siente uno mejor que el que ha perdido». Chaney es una maravilla del pragmatismo.

 Resulta evidente que a Walter Hill le encantan el boxeo, el cine negro y los westerns. El protagonista es en realidad como un pistolero errante, sin raíces ni compromisos, y se conduce con el mismo silencio de samurai que posee Alain Delon en 'El silencio de un hombre'. La ambientación y los escenarios de la película son formidables, y los colores parecen salidos de 'El golpe'. Ambas películas retratan la Gran Depresión en dos estornudos y luego van a lo suyo, en el caso de 'El luchador' se trata de un elogio del profesional sin nada que demostrar, sin postureo ni vanidad, y al que el mafioso local, tras perder una gran cantidad de dinero en la última pelea, le reconoce su oficio: «Amigo Chaney, ha sido un placer verte trabajar». Algo que nadie le dijo nunca, probablemente, a Charles Bronson.


                                                                                         (Publicado en La Voz de Galicia)                                                                                      

07 octubre, 2015

Winchester 73

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 Amanece en la pradera y dos hombres están sentados en torno a un pequeño fuego. Toman café en una de esas tazas de hojalata y al levantarse arrojan el fondo del pocillo a la hoguera, que produce un sonido siseante. Montan a caballo y se alejan en plano general. Esta escena, punto cardinal del cine del oeste, sitúa a cualquier espectador, le dice el territorio que pisa. Hay westerns nodriza como 'Winchester 73' que, además de tomar café, crean una mitología al peinar todas las señales de tráfico del género: la diligencia, el saloon, el sheriff mítico, un atraco a un banco, escaramuzas con los indios, persecuciones de carromatos y, claro, el duelo final.

 El hilo argumental del relato es el Winchester 73, un rifle codiciado por todos («uno entre mil», dicen) que va cambiando de dueño mientras hilvana las distintas historias del argumento hasta caer en las manos adecuadas, es decir, las del hombre para el que el rifle parece estar destinado. Ese hombre es James Stewart, que abandona la pose pazguata y amable de sus comedias para convertirse en un tipo oscuro, atormentado y neurótico. Stewart lleva la venganza encerrada en la cabeza y persigue sin tregua al asesino de su padre, solo que el asesino es su hermano. Pocas veces en el cine las armas han tenido tal fisicidad: cómo las agarran, como apoyan la culata de un rifle en la cara, cómo saltan los casquillos y cómo es esa secuencia en la que los dos hermanos se encuentran de improviso en Dodge City y ambos echan la mano al cinto sin percatarse de que no tienen el revólver porque han dejado las armas a la entrada del pueblo, en la oficina del sheriff.

 'Winchester 73' fue el primero de los cinco westerns que James Stewart rodó en los años 50 con Anthony Mann, un director de estilo conciso, directo, con la claridad narrativa y la potencia visual de los cineastas verdaderamente grandes. Los personajes de Mann siempre tienen heridas del pasado sin cicatrizar y un futuro dudoso, prefieren actuar a pensar y sufren dramas claustrofóbicos en espacios abiertos. Esto es quizá lo más llamativo del talento de Anthony Mann: su manera de integrar la naturaleza en la historia. En sus películas, más que encuadrar, se enmarca. Y siempre a la distancia justa, nunca con la cámara tan lejos que el paisaje se vuelva decorativo u ornamental, ni tan cerca como para que se diluya y pierda presencia. A Anthony Mann le das una montaña, un río, unas cuantas rocas y monta una tragedia griega de belleza mineral.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

04 octubre, 2015

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 Manhattan Bridge and Brooklyn Bridge in the fog, New York,1986 | Ferdinando Scianna.

01 octubre, 2015

The Set-Up

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 Robert Wise fue montador antes que director. No es de extrañar por tanto que 'The Set-Up' sea un compendio de concisión, aspereza, economía de medios y ritmo imparable. Setenta y dos minutos de brío narrativo que escarban el mundo del boxeo y sus callejones sin salida como ninguna otra película que haya visto. En la actualidad el boxeo se entiende como una farsa donde el amaño no solo afecta a la pelea sino que abarca cualquier alrededor rentable. Así, todo el mundo se presta al engaño, que incluye el entusiasmo inicial («el combate del siglo») y la decepción final por la habitual baja intensidad del espectáculo. Basta con desquiciar las expectativas a todo el asunto (publicidad, negocios fronterizos, dinero de las televisiones, estadísticas) para convertir el show en lo pretendido: un prodigio económico. En 'The Set-Up', cuya traducción exacta sería 'El tongo', no hay grandes bolsas, como mucho, cubos en la esquina del ring. La película explora los prolegómenos, el vestuario, el público de la grada y, finalmente, la pelea, con la saña de un golpe bajo.

 Un veterano boxeador (Robert Ryan) ignora que su mánager ha vendido el combate a un mafioso local y entra en el vestuario con la ingenuidad del que siempre cree estar a un golpe de la gloria, solo que para él la lona queda más cerca. Comparte este cuchitril con otros cinco boxeadores que aguardan ser llamados para pelear. Las secuencias que tienen lugar en este galpón, cuya puerta está rubricada con los nombres de los seis púgiles escritos con tiza, son asombrosas. Aquí no hay grandes campeones, solo tipos sonados que una vez tuvieron una pelea que aún dura, jóvenes promesas, despojos de otros tiempos que ahora habitan la cuneta, luchadores cobardes cansados de arrastrar la oreja por el suelo del cuadrilátero pero sabedores de que el mejor remedio para el espanto es la pobreza, y Robert Ryan, con la tristeza del animal de circo en los ojos. La muchedumbre que acude a estas veladas de polideportivo de barrio está retratada con un tono cercano al cine de terror. El ciego a quien van contándole los pormenores del combate -uno de esos ciegos crueles que tanto le gustaba introducir en sus películas a Buñuel- es un hallazgo formidable. Y luego está la pelea, claro, en la que Robert Ryan se agarra a su dignidad con desesperación y aliento poético mientras de contrabando, por las grietas de la película, el relato respira cine negro.


                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

26 septiembre, 2015

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 Un inmigrante come fideos en una escalera de incendios, Nueva York, 1998 | Chien-Chi Chang.

23 septiembre, 2015

Anatomía de un asesinato

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 El director austríaco Otto Preminger fue el primero en rescatar de la clandestinidad a un guionista de la lista negra. Se enfrentó a los estudios hasta que consiguió que el nombre de Dalton Trumbo figurase en los créditos de 'Éxodo', devolviéndole el derecho a firma y dando carpetazo de paso a la caza de brujas. Preminger tenía reputación de productor de éxito más que de cineasta. Cuesta creerlo cuando uno ve que es el tipo que dirigió 'Laura', 'Angel Face' o 'Anatomía de un asesinato', probablemente el relato más preciso, matemático y divertido del cine judicial. Con la sutileza del carterista, 'Anatomía de un asesinato' despoja al espectador de su fe en el sistema al mostrar una visión de la ley escéptica e imperfecta, que vive más del aparataje y del proceso que de administrar verdadera justicia.

 El primer acto de cincuenta minutos es un prodigio de fluidez narrativa que presenta a los personajes y nos pone en situación. Un teniente del ejército (Ben Gazzara) es encarcelado por matar al hombre que violó a su esposa (Lee Remick), una mujer ambigua y ronroneante, enroscada como un tirabuzón y parapetada tras unas gafas de sol que parecen compradas en una de esas tiendas donde las mujeres fatales se acercan a empeñar el atrezzo. La defensa del acusado es asumida por un antiguo fiscal (James Stewart), cuyos únicos propósitos en la vida son pescar, escuchar jazz y pasar la noche de los sábados bebiendo y leyendo jurisprudencia con su mejor amigo, un abogado alcohólico y derrotado (Arthur O´Connell) que se dispondrá a dejar la bebida para ayudar en el caso. Este pequeño grupo de juristas de élite cuenta también con la ayuda de una maravillosa secretaria (Eve Arden), que maneja tal desparpajo y socarronería que parece habitar una película de Billy Wilder. Es comprensible. Debe de ser fácil confundirse de director austríaco.

 El segundo segmento de la película se ocupa del juicio, en el que James Stewart madruga al ministerio fiscal y convierte la sala en un teatro dominado por un trapisondista cuya exhibición de zalamerías, trucos y escaramuzas dialécticas causa asombro. Convierte el juicio en una farándula. Stewart se adueña del escenario como Sinatra con un vaso de bourbon en la mano, cortejando con sus baladas y abriéndose paso entre mujeres desmayadas con tal de cautivar a su público, en este caso, el jurado.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

17 septiembre, 2015

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 Campanario frente al Zempoaltépetl, Oaxaca, c. 1955 | Juan Rulfo (1917- 1986).

15 septiembre, 2015

Aguas tranquilas

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 Hay algo en el crepitar de una hoguera que invita al silencio, como si la naturaleza nos recordase que le debemos una actitud humilde. Cualquiera que haya visto a un anciano taciturno, recogido en torno al fuego y mirándolo ensimismado, entiende de qué hablo. Ese misterio primitivo, ancestral, es perfectamente reconocible en 'Aguas tranquilas', una película diminuta e inmensa, apoyada en la sencillez, con gente capaz de entender lo que murmura el viento o el agua, y cuya apuesta, antigua y olvidada en numerosas geografías, es clara: la vida consiste en dejarse acunar por la naturaleza. Cañaverales mecidos por un soplido ondulante, música de cigarras, el sonido del mar -omnipresente en la isla de Amami, donde se rodó este relato- o la brisa en la cara que los dos protagonistas reciben en sus paseos a lomos de una bicicleta, con la misma alegría desenfadada y ligera que poseían los personajes de Truffaut cada vez que echaban a correr (en 'Jules y Jim', por ejemplo), explican sin palabras la historia de esta pareja de estudiantes: Kaito y Kyoko.

 La forma con que Naomi Kawase penetra en territorios tan desbrozados y repetidos como el despertar del amor, el tránsito de la infancia a la madurez o de la vida a la muerte -y estos asuntos aparecen como nuevos ante nuestros ojos, convertidos en algo fresco, distinto-, nos confirma la mirada afilada y la lucidez que atesora esta directora japonesa tan próxima al documental. La escena del fallecimiento de la madre de uno de los chicos te deja con la sensación de que nadie le había hecho una foto a la muerte desde ese ángulo. Captura ese momento de sentimientos en los que no reconoces un diseño previo con una alegría sosegada y la levedad de un hasta luego. Cuenta algo que nunca se había contado así.

 Kawase presenta una isla de tempo lento, escaso frenesí, y poco sometida a los tiempos de la gente de tierra firme, con su «prohibido perder tiempo» y sus leyes de la rentabilidad. Afortunadamente, todavía quedan cineastas que expropian empedrado narrativo y malabarismos estilísticos y construyen armonía. Bandoleros que aún se atreven a sustituir la acción por la inercia.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

09 septiembre, 2015

The trip to Italy

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 'The Trip to Italy' posee la alegría de un jersey puesto al revés. Utiliza, por tanto, la complicidad como abrevadero. La película es una secuela de 'The Trip', ambas dirigidas por Michael Winterbottom, y repite el mismo planteamiento: Steve Coogan y Rob Brydon, dos comediantes interpretándose a sí mismos, viajan por Italia con la excusa de elaborar varios artículos culinarios para 'The Observer', que corre con los gastos. Comen en restaurantes exquisitos, se alojan en pequeños hoteles exclusivos y conducen un Mini Cooper con el que recorren el Piamonte, San Fruttuoso o la costa Amalfitana. Navegan en velero hasta el Golfo de los Poetas, donde nadaba Byron, se acercan a Pompeya para ver las personas agonizantes esculpidas por el Vesubio, convertidas en estatuas de ceniza solidificada.

 Paisajes asombrosos, bustos sin nariz, atardeceres de la antigüedad, copas de vino a la caída de la tarde con banda sonora de golondrinas, todo parece tan eterno que enseguida comprendes que lo único fugaz eres tú. Y aquí viene lo mejor: Winterbottom no se pone estupendo. Su paseo por Italia se sacude la trascendencia como un perro al salir del agua y apuesta por el humor como si ese célebre aforismo de «que la vida iba en serio lo descubres más tarde» fuese material de desguace. Hace caso a Billy Wilder, al que disgustaba que no lo tomasen en serio, pero aún más que lo tomasen demasiado en serio, y mete a sus dos protagonistas en un coche minúsculo en el que suena un disco de Alanis Morissette de 1995.

 Steve Coogan y Rob Brydon se manejan por la vida como si fuese una comedia y consiguen lo más difícil: la gracia de la ligereza, el arte de provocar que lo que estamos viendo parezca una ocurrencia repentina, una improvisación. Sus combates por ver quién imita mejor a Pacino, Michael Caine, Hugh Grant o Gore Vidal eclipsan cualquier degustación y ponen de manifiesto su forma de entender la realidad como una sucesión de carcajadas. Winterbottom explica el vivir picoteando entre la poesía, la pintura, la literatura, la risa o las películas, que al fin y al cabo son adoquines de la vida, y convierte la ruta gastronómica en una ruta subterránea por la historia del cine, donde nos dice que las películas y los viajes son como los paréntesis al escribir, sirven para poner perspectiva, añadir contexto, pero inevitablemente se cierran.


                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

04 septiembre, 2015

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 The Galician Milkmaid, 1925 | Ruth Matilda Anderson (1893- 1983).

02 septiembre, 2015

Los pájaros

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 'Los pájaros' es una pura fantasía vanguardista, una conjetura, o, para ser más preciso, una especulación. Y no hay nada más moderno que la especulación. Eso lo sabemos todos. No voy a disparar con fogueo relatando el argumento, de sobras conocido. Sería como decir que 'La Gioconda' es un retrato de mujer, 'El Quijote' una road movie, o el Guggenheim... lo que quiera que sea. Solo diré que el comienzo es una maravilla: Tippi Hedren cruza una avenida, entra en una pajarería y, confusión mediante, termina flirteando con Rod Taylor, que posee la altura de Cary Grant pero solo en centímetros. Es justo reconocer que sin la mediocridad de Taylor la película no habría funcionado. Si aparece Cary Grant, con su bronceado de productor y su traje de James Bond prematuro, los pájaros se quedarían ensimismados con su elegancia: no atacarían. Toda la escena inicial posee una elegancia y una sofisticación extremas, además de unos diálogos llenos de sobreentendidos, con la gracia, el colmillo y la finura de aquellos parlamentos de la 'screwball comedy'.

 A continuación, Hitchcock traslada a la protagonista al campo, a Bodega Bay (allí vive Taylor), y aprovecha para enseñarnos los paisajes y las casas en la colina de Edward Hopper, y presentarnos un pueblo idílico en apariencia. Por supuesto, Hitchcock enseguida escarba en lo inquietante de las escenas cotidianas, lanza al espectador una de sus madres obsesivas, revoluciona las aves y crea una paradoja: los pájaros vigilan el exterior y los humanos permanecen encerrados dentro de las casas, es decir, en jaulas. La comedia del inicio, poco a poco, deriva hacia el terror abstracto, como esas pinturas realistas de Andrew Wyeth en las que a pesar de su hechura convencional existe una dimensión extraña, casi poética, en las que uno no encuentra agarraderas interpretativas.

 ¿Por qué atacan los pájaros? Hoy vivimos con la extraña necesidad de responder a todas las preguntas, sobre todo de forma cutánea, pintando las puertas solo por fuera. Hitchcock nos escamotea toda respuesta de forma original: dando demasiadas, sobreinformándonos. La escena del restaurante en la que los parroquianos arrojan todo tipo de teorías apocalípticas, conspirativas u ornitológicas es un ejemplo magistral de nuestra caza diaria de porqués complacientes. Todos hablan, todos hacen ruido y nadie entiende nada. Ya ven. Hitchcock inauguró el espacio tertuliano en el que nada se resuelve. Quizá los pájaros atacan para poner de relieve nuestra estupidez.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

30 agosto, 2015

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 Huyendo de una tormenta de polvo, 1926 | Steve Douglass.

26 agosto, 2015

Annie Hall

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 Woody Allen y Diane Keaton están en la cola del cine y detrás de ellos hay un hombre pontificando en voz alta acerca de la energía negativa en las películas de Fellini, la misoginia de Samuel Beckett y Marshall McLuhan. Harto de sufrir semejante perorata, Woody Allen se acerca a la cámara y pregunta: «¿Qué se hace cuando se encuentra uno con un tipo como este?». El gran orador se ofende y ambos comienzan a discutir. «¿Qué sabe usted de Marshall McLuhan? Usted no sabe nada de él ni de sus obras», pregunta Allen. «Pues doy una clase en la universidad de Columbia acerca del medio televisivo y la cultura, así que considero que mis opiniones tienen gran validez», responde el de los rebuznos culturales. En un giro surrealista de la situación, Woody Allen desaparece un momento tras un cartel y aparece con el verdadero Marshall McLuhan cogido del brazo, que le espeta al intelectual: «Usted no sabe nada de mi obra. Hasta mis falacias las explica usted al revés». Woody Allen gira la cabeza, mira a la cámara y le dice al espectador: «Amigos míos, si la vida fuese así...».

 Los padres de Woody Allen querían que fuese farmacéutico y lo lograron: su hijo lleva cuarenta años recetando chistes. Por su filmografía circulan los psicoanalistas, la religión, el miedo a la muerte y una hilarante reivindicación del pesimismo. También Groucho Marx, el cine clásico, Sidney Bechet y una gran afición a circuncidar cretinos y pedantes. Sus puyas a los intelectuales y el postureo son tan antológicas que espero con ansia el día que empiece a hacer chistes sobre concejales de Urbanismo.

 Con 'Annie Hall' abandonó la estructura de sus primeras películas, que simplemente encadenaban un gag tras otro, y comenzó a sacrificar algunas carcajadas para contar un relato más adulto y mucho más trabajado en el guion. En la narrativa de Allen se cuela la melancolía de Billy Wilder y el vértigo y la esgrima verbal de las comedias de los años 30, sustituyendo el disparate absoluto de la 'screwball comedy' por una mezcla de humor y tribulaciones como las que sufren los dos protagonistas de 'Annie Hall', que se enamoran, se desenamoran y siguen adelante. Hay días en que nuestra realidad porcina se asemeja a una risa enlatada. Cuando eso ocurre, está la opción de agarrarse a una comedia de Woody Allen, con su media docena de reflexiones geniales y la garantía de que la frase más graciosa siempre es la siguiente. Amigos míos, si la vida fuese así...


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

23 agosto, 2015

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                                                        Raymond Chandler en un fotograma de 'Perdición'.

 «Vivimos en lo que se llama una democracia, el gobierno de la mayoría, un espléndido ideal si fuera posible hacer que funcionara», le dice Potter. «El pueblo elige, pero la maquinaria del partido nomina, y las maquinarias del partido, para ser eficaces, necesitan mucho dinero. Alguien se lo tiene que dar, y ese alguien, ya sea individuo, grupo financiero, sindicato o cualquier otra cosa, espera cierta consideración a cambio [...] Hay algo muy peculiar acerca del dinero. En grandes cantidades tiende a adquirir vida propia, incluso conciencia propia. El poder del dinero resulta muy difícil de controlar.»


                                                                      'El largo adiós'. Raymond Chandler (1888- 1959)

20 agosto, 2015

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 Clearing Winter Storm, Yosemite National Park, c.1940 | Ansel Adams (1902- 1984).

18 agosto, 2015

Bésame, tonto

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 Cada vez que se habla de 'Bésame, tonto' surge un lugar común que todo el mundo repite: Walter Matthau y Jack Lemmon deberían haber ocupado el lugar de Cliff Osmond y Ray Walston. En realidad nada de esto importa. Porque está Dean Martin haciendo de sí mismo, o sea, de 'crooner' canalla, como si le hubiesen adjudicado una corresponsalía del Rat Pack, y aún más esencial: están Felicia Farr y Kim Novak, ambas asombrosas, compitiendo en sensualidad mientras manejan a su antojo la temperatura de la película.

 Dos escritores de canciones aficionados sueñan con colocar un tema y vender millones de copias. Olfatean su gran oportunidad cuando Dino, un conocido cantante de Las Vegas, mujeriego y sinvergüenza, aparece en su pueblucho. Uno de los compositores aloja en su casa a la estrella y sustituye a su esposa (Farr) por una prostituta de curvas mortales sin señalizar (Novak), a la que pretende utilizar como cebo sexual para sus fines comerciales. Se convierte en alcahuete para vender una canción. En una curiosa vuelta de tuerca del enredo, los papeles se invierten y la verdadera esposa acaba durmiendo en la caravana de la prostituta y acostándose con el playboy.

 'Bésame, tonto' fue boicoteada en todo Estados Unidos. Homilías de clérigos victorianos arremetieron contra Billy Wilder y su forma de tratar el adulterio. Incluso la Liga de la Decencia logró que la estrenaran con la clasificación C (condenada). Era una «amenaza para las familias», una «plaga moral», una «vergüenza», trompeteaban. La crítica también fue implacable. Una farsa sexual burda, indecente, repleta de chistes sucios y poco más, resumieron. Insultado y profundamente amargado, Wilder se marchó a Europa y desapareció una temporada. Fue su primer gran fracaso.

 Vista con ojos de hoy, 'Bésame, tonto' es una comedia maravillosa. Calificarla de obra maestra en una filmografía con semejante medallero suena a redundancia. Una vez más, Wilder ofrece acidez y romanticismo, ingenuidad y melancolía, dobles sentidos y comentarios maliciosos, gente utilizada como mercancía y tipos que pordiosean entre el éxito y la corrupción. Nadie le da la vuelta al calcetín del sueño americano como Wilder. Sus personajes siempre se sumergen en la basura y salen limpios, es decir, sucios... pero dignos. Es su forma de recetar redención.


                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

15 agosto, 2015

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 Refugee families on the highway near Lordsburg, New Mexico, May 1937 | Dorothea Lange (1895- 1965).

12 agosto, 2015

Perversidad

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 Un año después de interpretar a aquel agente de seguros capaz de olfatear un cabo suelto a distancias oceánicas en 'Perdición', Edward G. Robinson se pone a las órdenes de Fritz Lang para rodar 'Perversidad'. Acostumbrado a ejercer de gánster y tipo duro en la década anterior, aquí se convierte en un solitario y pusilánime cajero de banco para el que la vida ha transcurrido tras la barrera de su vitrina de cristal. Solo vive para trabajar y su hogar conyugal es un infierno en el que su mujer, despiadada y melindrosa, no le ahorra una sola humillación. Robinson pinta cuadros que nadie ve y sueña con enamorarse de una mujer. El guion le concede ambos deseos: ser reconocido como pintor y caer rendido ante las artimañas de Kitty (Joan Bennett) para que pueda descarrilar a gusto. Kitty combina su absoluta falta de escrúpulos con una extraña ingenuidad y está dominada por su novio Johnny (Dan Duryea), un chulo presumido y chantajista que va desangrando el dinero al pánfilo enamorado.

 Los tres protagonistas ignoran que en el cine fatalista de Lang los personajes rara vez consiguen lo que quieren. Fritz Lang es un arquitecto que hace películas o un cineasta que edifica historias, como se prefiera, algo que resulta evidente al ver su gusto por la geometría, en la que encaja argumentos, actores y líneas del decorado. Su puesta en escena, sencilla y directa, lleva la precisión narrativa a términos aritméticos: en el recuento final no sobra un solo plano.

 'Perversidad' muestra la trastienda del modo de vida americano (el matrimonio, la falsa felicidad, el hecho de pasar tu vida trabajando para que te regalen un reloj) y transita todos los lugares comunes de la filmografía de Lang (el castigo, la culpa, los juicios sumarísimos donde los testigos condenan a un inocente), que, como siempre, consigue su finalidad última: retratar el mal. Un cuchillo que cae y se clava en el suelo, un disco rayado, el parpadeo de un neón, la sombra que proyectan las piernas de un ahorcado o un picahielo son elementos que el director alemán utiliza con maestría para que la locura y la paranoia se cuelen por una rendija, se hagan fuertes, y se apoderen del relato. Sus películas siempre parten de lo cotidiano y evolucionan hacia la pesadilla, en este caso, la demolición de un pobre infeliz, un pintor dominguero que logra, sin embargo, facturar una obra maestra: pintar las uñas de los pies a Joan Bennett.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

09 agosto, 2015



 Banda sonora de 'Los tres entierros de Melquíades Estrada' | Marco Beltrami.

07 agosto, 2015

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 Esposa e hija de un soldado estadounidense frente a unos alemanes desplazados, Alemania, 1946 | Walter Sanders.

05 agosto, 2015

La voz de la montaña

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 Shuichi trabaja como ejecutivo en una compañía de Tokio y a menudo se queda en la capital, emborrachándose y divirtiéndose con su amante, mientras su esposa Kikuko (Setsuko Hara) lo espera hasta tarde junto a sus suegros en la casa que comparten en las afueras. Mikio Naruse no precisa más esqueleto argumental para mostrar, de forma delicada y sencilla, incluso pudorosa, la dificultad de la vida en pareja, el paso del tiempo o cómo la vejez se convierte en sinónimo de estorbo. A Naruse le basta un ronquido para resumir un matrimonio y una mirada de Kikuko para explicar la inocencia inherente al deseo de agradar o la soledad de sentirse despreciada. Es imposible explicar en unas pocas líneas la bondad y el magnetismo que transmite el rostro de Setsuko Hara, baste decir que irradia tal pureza que los desaires de su marido son recibidos por el espectador como puñaladas en el costado.

 Uno ve las películas de Naruse con el alivio que produce saber que no hay nadie intentando colocar un adjetivo aquí y allá. Tampoco hay subrayados, letra cursiva ni aspavientos. Las cosas simplemente pasan, como en el cine de Yasujiro Ozu. Ambos comparten la precisión y el rigor en la composición, la narración pausada y la austeridad en los encuadres. A pesar del exquisito refinamiento estático de 'La voz de la montaña', el director japonés reserva, sin embargo, unos pocos travellings para unir a dos personajes y envolverlos con el movimiento. Cuando la cámara de un cineasta tan alejado de la retórica echa a andar, tiene que haber una buena razón; de hecho, la hay: los paseos de Setsuko Hara con su suegro cuentan una de las historias de amor más hermosas de la historia del cine. Y es hermosa porque no sucede en la pantalla: tiene lugar en la mente del espectador.

 Como siempre en Naruse, la turbulencia ocurre por debajo del radar. La superficie es serena y apacible, como dos árboles que crecen y nunca llegan a tocarse. Pero bajo el suelo la cosa es distinta. En lo subterráneo, en el pensamiento, hay un contrabando sutil e inolvidable. Quizá lo que de verdad merece la pena contar solo debe ser sugerido, parece querer decirnos Naruse. El suyo es un arte basado en la sugerencia, los silencios y la contención verbal, como si las palabras quemasen las manos al agarrarlas.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

30 julio, 2015

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 Catedral de San Vitus, Praga, 1926 | Josef Sudek (1896- 1976).

28 julio, 2015

Master & Commander

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 Hay películas que tardan años en adquirir prestigio. Esa modernidad antigua y difusa que suelen poseer las obras maestras, al parecer, solo viene apadrinada por el tiempo. Otras películas, en cambio, nacen clásicas. Es el caso de 'Master & Commander', un relato de aventuras navales que huele a salitre, suena a mar batiendo en acantilado y recuerda a Stevenson. Sus paisajes marítimos, siempre a punto de desvanecerse como un cuadro de Turner, sirven de marco para un guion que dibuja, con ligereza y maestría, tres asuntos fundamentales. En primer lugar, se ocupa de contar cómo es la vida en un navío del siglo XIX: un mundo cerrado lleno de rituales, supersticiones (la tripulación consta de 197 «almas»), hacinamiento, disciplina y escasa esperanza de vida. Por otro lado, narra la amistad entre Jack Aubrey, capitán de la Marina británica, y Stephen Maturin, cirujano de a bordo, naturalista y espía a tiempo parcial. Una amistad forjada a golpe de escaramuzas y música: ambos tocan el violín y el chelo, respectivamente. La alegría con que maltratan piezas de Mozart, Bach o Boccherini sirve como pausa o contrapunto al argumento principal: la caza, obsesiva y trepidante, del Acheron, un navío misterioso e invisible que puede decantar la guerra hacia el bando de Napoleón y que traslada la película al lugar favorito de este género: el retrato del mar como territorio de grandes obsesiones.

 La secuencia de apertura con el buque de guerra francés surgiendo de la nada, entre la niebla, o la persecución suicida entre ambas fragatas doblando el cabo de Hornos durante una galerna son ejemplos del oficio de Peter Weir, que hace crujir las cuadernas del barco y de la película con un nervio narrativo asombroso. Weir no es Christopher Nolan. Tampoco es Scorsese. No aspira a que la eternidad venga a darle la mano ni dirige con un ojo en la cámara y otro en la posteridad. Su reputación es la de un técnico brillante que rueda con la máxima eficacia, de forma desenvuelta y discreta, igual que Raoul Walsh, otro que era resumido como artesano. Ambos concentran sus esfuerzos en contar una historia. Ninguno de los dos llamaría nunca la atención sobre sí mismo con el mal gusto de un chaleco reflectante. Las cámaras de cine no se sienten maltratadas cuando Peter Weir pasea a su alrededor. Están a salvo de pirotécnicos. El espectador, de paso, también.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

26 julio, 2015



 'Morning Sun' | Melody Gardot.

23 julio, 2015

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 American boy in Cincinnati, Ohio, 1942 | John Vachon (1914- 1975).

22 julio, 2015

Fuego en el cuerpo

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 Ned Racine, abogado propenso al chanchullo y protagonista de 'Fuego en el cuerpo', no es un gran aficionado al cine negro. No ha visto la presentación de Jane Greer en 'Retorno al pasado', entrando con su majestuoso vestido blanco en un bar de Acapulco para convertir la vida de Robert Mitchum en una rotonda sin salida. De lo contrario, Racine (William Hurt) estaría prevenido acerca de las mujeres que aparecen repentinamente con vestidos blancos, regalan laberintos a su paso y hacen que los ojos de uno comiencen a funcionar al ralentí. Matty Walker (Kathleen Turner) solo necesita un puñado de fotogramas para disparar el termostato de la película y convertir a un incauto en una polilla agonizante. «No soy un palurdo», afirma él una vez dentro de la rotonda, como si a esas alturas no supiésemos que no hay mejor pardillo que aquel que se cree inteligente. 'Fuego en el cuerpo' narra la historia de un hombre solitario que conoce a una mujer maquinadora y se deja convencer para asesinar a su marido.

 El argumento imita la pauta de aquellos relatos triangulares de James M. Cain (quizá 'El cartero siempre llama dos veces' sea el referente más famoso) al tiempo que sigue el poderoso rastro de 'Perdición'. Lawrence Kasdan toma el esqueleto del guion de Wilder y le hace un traje nuevo añadiendo nuevos complementos. No necesita castigar a los culpables al final como en el cine criminal clásico y va mucho más lejos al trabajar el clima de la película. A Kasdan le sobra talento para demostrar que el erotismo en el cine no es cuestión de desnudos sino de temperatura, de atmósfera. Humedad, calor pegajoso, pieles brillantes, sexo y codicia aprietan la película hasta que entra en combustión. Pero por encima de todo está la incandescencia de Kathleen Turner, una mujer fatal como no se había visto en años. Astuta, implacable, con unos ojos turbios capaces de incendiar el planeta y una facilidad asombrosa para enroscar la realidad hasta convertirla en una hermosa traición shakesperiana. Matty Walker desayuna crímenes perfectos, merienda códigos de moralidad y, en las noches de niebla, acuna oscuros pecados con la mirada. Si Ned Racine hubiese visto más cine negro, se habría percatado de que Fred MacMurray, al inicio de 'Perdición', mientras confiesa su crimen al dictáfono de su amigo Edward G. Robinson, escribe el epitafio de su fascinación por Matty Walker: «Lo maté por dinero y por una mujer. Y ni conseguí el dinero ni la mujer».


                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

19 julio, 2015



 'The first time ever i saw your face' | Roberta Flack.

07 julio, 2015

Pat Garrett y Billy the Kid

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 ‘Pat Garrett y Billy the Kid’ es una balada dirigida a un mundo en vías de extinción. Sam Peckinpah narra el pasado de Estados Unidos y a la vez apunta el futuro que se avecina con su particular forma elíptica de rodar, contándolo sin que lo veamos. Su eficacia como narrador convierte al espectador en cronista de una elegía sobre el fin de la frontera, de las leyendas y de los tipos que sobran cuando llega la civilización. Los grandes ganaderos de Nuevo México pretenden limpiar el territorio de forajidos para que la zona pueda seguir prosperando y creciendo, y para proteger el interés común. El suyo, por supuesto. La gente de orden y el progreso no entienden de discrepancias, solo de sometimientos, y nombran Sheriff a un antiguo pistolero, Pat Garrett, para que ejecute la purga, que tiene en la cabeza de Billy the Kid a su pieza más codiciada. Dos viejos amigos ahora enfrentados. Garrett tiene miedo a envejecer y se deja comprar, claudica ante la pujanza de los nuevos tiempos y comienza la búsqueda de Billy, en la que va consumiendo atardeceres y muriendo por dentro al asumir que debe matar a un espíritu libre, o sea, matarse a sí mismo veinte años antes.

 ‘Pat Garrett y Billy the Kid’ contiene todo el universo de Peckinpah, con sus tabernuchas, sus ancianos que hablan solos, sus niños jugando con una horca, probablemente los mismos que jugaban a quemar escorpiones al inicio de ‘Grupo Salvaje’, y esos personajes que siempre llegan a tiempo sabiendo que ya es tarde para todo. Romanticismo, melancolía y tipos que merodean su final son los sospechosos habituales de su filmografía. Para entender su manera de recetar poesía a cartuchazos solo hay que ver la muerte del Sheriff Baker, caminando hasta el borde de un río, con las manos en la tripa agujereada. Su mujer lo mira con piedad. Ninguno dice nada. Solo se oye la música de Bob Dylan, que compone una banda sonora que rasca la película como un fósforo la barba de un buscador de oro. Con el mismo cansancio legendario muere Alamosa Bill. Mientras agoniza en el suelo, tras ser abatido en un duelo con Billy, sentencia: «Al menos se hablará de mí». Nadie filma la muerte ni reconstruye los viejos mitos para luego finiquitarlos con una frase como Sam Peckinpah, que aprovecha la negativa de Pat Garrett a convertirse en reliquia para transformar la película en un relato sobre la amistad traicionada, aunque le interese más hablar de otro traidor, el mayor de todos, en realidad: el tiempo.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

05 julio, 2015



 'Summertime' | Carmen McRae (1920- 1994).

03 julio, 2015

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 'Chimeneas', Nueva York, 1943 | André Kertész (1894- 1985).

30 junio, 2015

Force of evil

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 La filmografía de Abraham Polonsky consta de tres películas. Cuando realizó su primera obra, ‘Force of evil’, ignoraba que tendría que aguardar 21 años para hacer la siguiente. McCarthy y sus listas negras destruyeron su carrera de director al negarse a delatar a ningún compañero, y lo mantuvieron en el congelador durante un par de décadas. Se dice que tres o cuatro Oscars al mejor guión han sido escritos por Polonsky, naturalmente sin acreditar. Nunca lo confirmó. Quién era él, aseguraba, para reclamar un derecho a firma que podría menoscabar la reputación de amigos que le regalaron su mayor tesoro: prestar su nombre para que pudiese comer. Fueron años difíciles. Muchos profesionales de gran talento (Dalton Trumbo, por ejemplo) tuvieron que acostumbrarse a trabajar en la clandestinidad. Su negativa tajante a traicionar a otros compañeros ante el Comité de Actividades Antiamericanas, su resistencia y su honestidad, han convertido a toda esta gente en faros a su pesar.

 ‘Force of evil’ comienza con un plano picado de Wall Street y la voz en off de su protagonista: «Hoy es un día importante para mí: voy a ganar mi primer millón de dólares». El ascenso y la posterior caída del abogado que interpreta aquí John Garfield anticipan nuestra realidad actual, dominada por un capitalismo sádico donde negocios y gansterismo parecen el mismo asunto. Voracidad, corrupción policial, políticos sobornados o apuestas ilegales son los elementos que Polonsky utiliza para destrozar el sueño americano a martillazos y mostrarnos cómo las finanzas vuelan a más altura que la democracia. El dinero no tiene memoria ni moral, dice alguien en esta película. A veces, el tiempo tampoco. En la ceremonia de 1999, la academia decidió galardonar con el Oscar honorífico a Elia Kazan, uno de los soplones más relevantes de la caza de brujas. Ante un auditorio dividido, mucha gente se levantó a aplaudirle. Otros, como Ed Harris, Sean Penn, Nick Nolte o Steven Spielberg, permanecieron atornillados a la butaca. Parecían estatuas de mármol. Fuera, en la puerta del Dorothy Chandler Pavilion, un grupo de personas con pancartas formaban un movimiento de protesta con la intención de boicotear la gala. Entre ellos había un anciano de 88 años, pequeñito y vigoroso. Era Abraham Polonsky. Esta vez con su nombre de verdad.


                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

28 junio, 2015



 Violín (Hilary Hahn) Concerto E Minor OP.64 | Felix Mendelssohn (1809- 1847)

25 junio, 2015

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 Aldeanos en una escuela nocturna subvencionada por el gobierno, India, 1953 | Howard Sochurek (1924- 1994).

23 junio, 2015

El emperador del Norte

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 Durante la Gran Depresión, los vagabundos van y vienen viajando clandestinamente en los trenes de mercancías, a los que suben en marcha. Los guardias ferroviarios reciben órdenes tajantes para evitar polizones y expulsar a estos nómadas que utilizan el tren para recorrer el país y buscar trabajo de forma itinerante. Existe un tren al que los vagabundos temen, el número 19, dirigido por Shack (Ernest Borgnine), el supervisor más despiadado y violento. Prefiere matar a un hombre a que viaje gratis. Colarte en sus vagones equivale a una sentencia de muerte, que Borgnine suele ejecutar con gran placer combinando golpes de martillo y una de las sonrisas más sádicas de la historia del cine.

 Como en todas las películas del oeste (y aquí no hay duda de que estamos en un relato cuya ropa interior es la de un western) aparece un hombre que no se deja intimidar y lo desafía a la vista de todos. En uno de los depósitos de agua de la estación amanece la siguiente leyenda: «A-nº 1 viajará a Portland en el 19». Por supuesto, A-nº 1 (Lee Marvin) no es un vagabundo cualquiera, arrastra la condición de mito dentro de su gremio. Su astucia a la hora de eludir a los ferroviarios le ha hecho acreedor de un extraño apodo: El emperador del Norte.

 Semejante duelo, incluso de rostros (ambos protagonistas podrían lijar el asfalto con su cara), está rodado de manera sencilla y directa. El juego de estrategia y salvajismo que se desata entre una bestia asesina y un experto en artimañas alcanza momentos de tensión que delatan el buen hacer de Robert Aldrich, un maestro del ritmo y la violencia seca a la altura de compañeros de pupitre como Budd Boetticher o Sam Peckinpah. ‘El emperador del Norte’ contiene además un maravilloso alegato a favor de la veteranía. Marvin enseña todos los trucos del oficio a un novato que le acompaña (Keith Carradine) al que intuye como su heredero y que a la postre se revela como un estúpido codicioso y fanfarrón al que arrojará del tren.

 Más allá del combate que plantea la película entre los poderosos y la gente de la cuneta, una lucha de clases demasiado evidente, está la razón por la que A-nº 1 decide subir al tren de Shack y que me recuerda a aquella pregunta que le hicieron a George Mallory en 1923: «¿Por qué escalar el Everest?». Y éste, con una suave furia fundadora, responde: «Porque está ahí». Me gusta pensar que Lee Marvin sube al número 19 para hacer apología del libre albedrío.


                                                                                    (Publicado en La Voz de Galicia)

21 junio, 2015



 'Stuck in the middle with you' | Stealers Wheel.

18 junio, 2015

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 Catholic priest with tethered donkey looking on with amusement at American soldiers using water in their helmets for their early morning washing & shaving in the portico of a 15th century Italian monastery, 1943 | Margaret Bourke-White (1904- 1971).