26 septiembre, 2010

Que el cielo la juzgue

 Una película singular. De no prestar demasiada atención, podría parecer un culebrón de altísima calidad: sofisticación, elegancia, cursilería; mujeres que se levantan con un maquillaje perfecto; mujeres que se tiran por las escaleras para conseguir sus propósitos; personajes que mueren soltando su último aliento moviendo la cabeza teatralmente hacia un lado y chicas de buena familia que, al trabajar en el jardín, tienen manchas estratégicas de tierra en la cara. Una cara, por lo demás, extraordinariamente bien maquillada.
Sin embargo, esta película de viajes en barca por el lago, camisas de leñador y batas de raso, posee varias cualidades que la convierten en una película excepcional. Su título es Que el cielo la juzgue. John M. Stahl. 1945. Una historia con una estética maravillosa, dueña de un extraño y poco usual mestizaje: tiene el camuflaje de un melodrama pero, al acercarte, puedes sentir el olor inconfundible y malsano del cine negro.

 Al igual que muchas grandes historias del cine negro, esta película comienza con un flashback que ocupa casi toda la película. Todos los aficionados a este tipo de historias saben como comienza todo. Aparece una mujer con la cualidad de parar el tiempo, pero sólo para el tipo que la mira. Esa mujer suele vender precipicios para hombres, todos miran hacia el abismo y ese abismo se acerca a ellos como si fuesen James Stewart en la cima de un campanario. Algunas veces perciben el peligro, pero nunca son capaces de evitarlo. El destino, la fatalidad, o como se llame, ya les ha atrapado.
En esta película, un tipo que viaja en tren conoce a una mujer maravillosa, espectacular y aficionada a las telas de araña. Una mujer que lleva consigo el perfume del peligro.
En la casa de cualquier espectador suenan todas las alarmas, en el minuto 5’ ya sabemos que el protagonista está perdido. Qué puede esperar un tipo que, ya de inicio, todos se asombran de su gran parecido con un muerto.

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 El tema eterno del cine negro atraviesa esta película: la maldad encarnada en una mujer atractiva. Solo que esta vez, más que una “mujer fatal”, es una especie de “mantis religiosa”.
Sin duda, esta mujer es uno de los monstruos más logrados de la historia del cine, una criatura de apariencia angelical capaz de cometer las mayores atrocidades sin el menor asomo de remordimientos. Celosa y posesiva hasta el paroxismo con su víctima (marido), todo lo devora a su paso. Sus ansias de posesión llegan hasta el punto de que, cuando se queda embarazada, ve al bebe, no como un hijo, sino como un competidor. Un rival que le disputa la atención de su marido.

 Para representar a esta mujer manipuladora, contrataron a una de las actrices más cautivadoras de ese momento: Gene Tierney. Un año antes, había llegado a la cumbre de su carrera protagonizando “Laura”. Ella no aparecía hasta la mitad de la película pero su mera presencia hipnótica en un cuadro fantasmal ya arrastraba toda la historia. Ese cuadro se ha convertido en uno de los referentes icónicos del cine negro.
La película necesitaba a una actriz con el hechizo, con el influjo de “Laura” y, claro, contrataron a la propia “Laura”. Con su elegancia, logra recrear a una mujer dominadora que, en algunos planos, parece una esfinge a punto de devorarte si no resuelves el acertijo.

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 El productor jefe de la 20th Century Fox, Darryl F. Zanuck, fue el que insistió en que la película debía rodarse en technicolor, un proceso muy costoso en su época y reservado para las superproducciones. Solo una de cada diez películas se rodaban con este sistema, incluso se publicitó la cinta como Gene Tierney en “technicolor”.
Este proceso hace que el acabado de la película tenga unos tonos pastel característicos de algunas películas de esa época, pero esto no habría sido suficiente sin la contratación de algunos técnicos que aportaron su magia particular a la hora de mezclar los ingredientes.

 El primero de ellos quizá sea Leon Shamroy, hoy olvidado, ganador de cuatro oscars y uno de los mejores directores de fotografía de su generación. Supo realzar, mediante la fotografía, la belleza de Gene Tierney hasta la exageración. También es justo reconocer que Gene Tierney es la poseedora de una cabellera que se adueña de todos los contraluces que se pongan a tiro. La fotografía es de un expresionismo discreto, llena de sombras grandes y profundas que, sin embargo, se disimulan y quedan un poco tapadas por los colores. Si quitásemos el color de nuestro televisor (algo imperdonable en este caso) nos daríamos cuenta de que la película tiene una influencia expresionista más grande de lo que parece, algo que la emparenta también con el cine negro.

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 El segundo técnico, y en este caso el más importante, es el director John M. Stahl. Suya es la elección de los colores que conforman la estética de esta película, una estética excepcional. No hay colores saturados, su combinación maravillosamente sobria de colores secundarios (cian, ambar, azul profundo o negro) convierten la película en un imán para el ojo. Solo hay una nota discordante y deliberada: los labios rojos de la protagonista.
¿Cómo puede haber un tren de color cian por dentro y verde desvaído por fuera?. El tratamiento de los colores, que se convertiría en la seña de identidad del director Douglas Sirk en años posteriores, ya se encuentra aquí. Quizá Douglas Sirk apostaba por el manejo de los colores en la decoración, los objetos o el tono de las paredes y John M. Stahl por la iluminación, el vestuario y los ambientes pero, sin duda, uno es heredero del otro.
El señor Almodóvar también ha procurado “heredar cosas” de estos dos directores. En esta película los colores están integrados, tienen una estética pero, al mismo tiempo, una coherencia. Los colores de las películas de Almodóvar tienen ínfulas de estilo, pretenden llamar la atención, justo como él.

 El tercer técnico que destacaría es la diseñadora de vestuario, Kay Nelson. A lo largo de la película vemos desfilar a Gene Tierney con 24 modelos distintos, todos exquisitos y espectaculares para la época. El partido que se le saca a ese vestuario es asombroso, todos los elementos están al servicio de la historia.
Y las gafas. Las gafas de sol de la protagonista no buscan el glamour o el merchandising, son el aviso de que algo malo va a ocurrir. En seguida te recuerda a la Barbara Stanwick de “Perdición”, ambas podrían ser hermanas. Las gafas tienen un uso dramático, su finalidad es anunciar la muerte. Curiosamente, cuando esas gafas esconden la cara de la protagonista, es cuando vemos su verdadero rostro, el de la maldad.
La secuencia de la barca en el lago podría estar en la antología de las mejores secuencias del cine negro. Una mujer en albornoz y gafas de sol, observa detenidamente como se ahoga un niño sin hacer nada. Es como una araña observando a una mosca desesperada por zafarse de una tela de araña que la ha atrapado. Cuanto más se mueve, más atrapada está. Mientras tanto… la araña disfruta.

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 La película comienza bajo los códigos del cine negro y termina con los códigos del cine romántico en una última escena de una belleza extraña. En esta última secuencia, se pone de manifiesto el gran trabajo de este director, un tipo conocedor de su oficio.

 Una mujer espera a alguien. Ese alguien llega en una barca, remando a través del lago. Llevan mucho tiempo esperando el uno por el otro y, por fin, van a reencontrarse. Si esta escena se rodase hoy en día, tendríamos a una actriz taquillera al borde del llanto mientras escuchamos una canción de moda y dos cámaras montadas en grúas sobrevolarían el set alrededor de ellos. Por supuesto, tendrían una iluminación perfecta (si pago a una estrella, que se le vea bien, aunque esté extrayendo carbón de una mina) y los espectadores confundiríamos la emoción con el mareo de la cámara voladora.

 John M. Stahl, un fulano elegante y sobrio, opta por la contención. Sabe que la emoción está en la cabeza del espectador, no en montar la parafernalia de una montaña rusa alrededor de los actores. Rueda la escena sin primeros planos, sin énfasis, deja el momento culminante en un plano general y lejano donde dos siluetas se reencuentran a la orilla de un lago. Esta última secuencia, tal como está rodada, es emocionante y hace que la película crezca pero, sobre todo, nos dice que detrás de la cámara hay alguien que sabe lo que hace. Un tipo inteligente.
Sin duda, es una película para amantes del cine clásico, que no antiguo. De todas formas, tened cuidado si conocéis a alguien en un tren.


                  “No permitiré que nadie además de mí, haga algo por ti”