20 octubre, 2011

In the mood for love

 Los políticos y los empresarios son, sin duda alguna, los dos gremios más odiados actualmente en este mundo elástico que ya es grande y pequeño a la vez. Grande en extensión geográfica y pequeño y rápido gracias a la tecnología. Hace un par de semanas, sin embargo, se produjo un duelo global por la muerte de un empresario que dinamitó esa barrera de odio. Que, en lugar de las habituales muestras de condolencia tipo "descanse en paz" y similares, el mensaje unánime a nivel mundial haya sido "gracias" es muy significativo. Como todos habréis adivinado, me refiero a Steve Jobs.
Su muerte tuvo tanta repercusión que, más bien, parecía que Lady Di se hubiese muerto dos o tres veces. Los medios de comunicación le dieron un tratamiento tan mesiánico al asunto que el sábado siguiente estuve todo el día ojo avizor: si al tercer día llega a resucitar, yo también me hubiese cambiado a Mac. Pero no resucitó, y ahora hay dos tipos que van a tener que asumir un marrón de proporciones épicas. El primero de ellos es un fulano llamado Tim Cook, el tipo que tiene que sustituir al Mesías en Apple. Imaginad su cara ante algo que, más que un reto, parece una situación como aquella donde te dan un regalo envenenado y tienes que decir que mola.
El segundo tipo, claramente enmarronado por la muerte de Jobs, es John Malkovich. Las oficinas del paro ya se están preparando para recibirle. A la vista de los acontecimientos, parece imposible que Steve Jobs no lo sustituya en el nuevo anuncio de Nespresso.

 Bromas aparte, lo cierto es que todo el mundo, de una u otra forma, con poesía o biografía, vino a resaltar la misma característica que lo identificaba ante el mundo: el ser distinto, diferente.
Steve Jobs no inventó nada y, aún así, fue capaz de cambiar la vida cotidiana de millones de personas, que ahora serían incapaces de seguir su día a día sin uno de esos cacharrillos electrónicos con una manzanita detrás. Consiguió extraer lo esencial y comunicarlo de manera sencilla y eficaz, fue capaz de conseguir que la gente le perdiese el miedo a las máquinas y a la electrónica con instrucciones complicadas y engorrosas y que interactuase con los cacharrillos con el golpe de un solo dedo.
Convirtió lo complicado en sencillo, puede que su elevación a los altares de los genios universales tenga algo que ver con esto. No parece que Steve Jobs, al morirse, se haya ido al "más allá". Más bien, parece que Jobs ya vivía en el futuro, en ese "más allá" desde donde traía sus ideas al "más acá".
Es posible que fuese un tipo insufrible en la distancia corta, pero lo cierto es que, su talento y su visión del futuro, le permitieron mirar hacia atrás y no ser capaz siquiera de divisar a sus competidores, los cuales parecían resignarse a ser meros espectadores de la siguiente vuelta de tuerca de Jobs para, a continuación, imitarlo. Hay gente que se atreve a abrir nuevos caminos y gente que sigue los caminos que abren otros. Jobs no era de estos últimos.

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 Seguro que recordáis cuando comprar un ordenador era meter en tu salón una especie de mamotreto ruidoso y gigante. Apple dejó de romper la estética de los salones (en caso de haberla) cuidando el diseño de forma extraordinaria, provocando que sus adoradores admiren la apariencia de sus aparatos a la vez que se sienten parte de un club exclusivo y elitista que no descuida la belleza. Apple nos recordó que los objetos cotidianos y los instrumentos pueden y "deben" ser bellos. Incluso transformó a sus compradores, a su vez, en vendedores. ¿Quién no ha visto a un usuario de los múltiples cacharrillos de Apple predicando sus extraordinarias virtudes e intentando vender a otro que han cambiado su vida?.
No doy más la tabarra con Steve Jobs y voy a lo que quería escribir después de este rodeo considerable: de la belleza y de una película llamada In the mood for love. Wong Kar Wai. 2000.

 La acción transcurre en Hong Kong en los años 60. Los dos protagonistas descubren que sus respectivas parejas les están engañando entre ellos. Poco a poco se van viendo con más frecuencia, pasean por la calle e intentan comprender como ha ocurrido. Casi sin darse cuenta la intimidad va aumentando entre ellos. La película nos enseña cómo las oportunidades perdidas se convierten en un recuerdo permanente. Es una historia de amor, de aquello que pudo ser y nunca fue...

 En el primer plano de esta historia, la protagonista, Maggie Cheung (bellísima), abre una ventana. Esto es como una declaración de intenciones, algo así como si fuésemos a ver la película a través de esa ventana. A lo largo de la película hay muchos planos a través de cristales, ventanas, visillos etc que nos dan a entender que somos testigos distanciados de la historia que va a suceder.
Es bastante difícil describir una película de Wong Kar Wai porque sus películas no empiezan ni acaban, digamos que forman parte de un "todo" donde, incluso los mismos personajes repiten algunas películas. Es como si todas sus películas juntas fuesen una. Todas con los mismos temas, todas iguales, pero todas distintas. Posee una forma totalmente distinta de contar una película, la historia avanza sobre la articulación de repeticiones, ecos y retornos visuales y sonoros. Su manera de narrar una historia no tiene nada de académica, no hay planos ni encuadres con una composición a la que llamaríamos clásica, es decir, no hace planos generales, planos medios o primeros planos. Crea su propia sintaxis, fragmenta el cuerpo de los personajes -vemos pasos, caderas caminando...- y puede montar una grúa o un travelling para seguir una mano o un brazo. Sin duda, se arriesga, confía como pocos en el poder de las imágenes que crea. El plano-contraplano no existe y la película ni siquiera tiene un final. Y nada de esto importa demasiado.

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 Este director es uno de esos tipos que frecuentemente son denostados o menospreciados por su afán esteticista. Para él, la forma de contar la historia es lo que hace que el contenido tenga un significado. Su estilo es poético, se basa más en la sensación que en la narración, no tiene nada que ver con una forma de narrar convencional o Hollywoodiense. Es como si la esencia de todo fuese capturar un instante, una sensación, no un argumento. No importa lo que dice sino lo que sugiere. Wong Kar Wai logra que su película pise terrenos cercanos a la poesía, esto lo consigue -a mi modo de ver- mediante dos recursos tan viejos como el mundo pero que en manos de este director se convierten en dos herramientas nuevas: El fuera de campo y la elipsis.

 A los cuatro o cinco minutos de película hay una escena donde la protagonista está en el pasillo hablando con su marido (al que oímos en off) a través de la puerta, ella entra, la cámara se queda con el pasillo vacío, ella sale. Cuando sale te das cuenta de que ha entrado a dar un beso a su marido. ¿Como lo sabes?. No lo has visto. No lo has oído. Sin embargo, lo sabes. Lo que no ves, lo que esta fuera de campo estimula nuestra imaginación, hace que el espectador participe, que se sienta cómplice. Trata al espectador como alguien inteligente, algo novedoso en estos tiempos.
En la película hay un montón de momentos como este donde la cámara se detiene en la antesala del acontecimiento (fuera de campo), con planos en el pasillo mientras la acción transcurre en la habitación. Por ejemplo, jamás vemos a la pareja infiel, solo los oímos en off. Esto es lo que hace que sea más importante lo que se sugiere que lo que se ve.

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 El vestuario de Maggie Cheung. Posiblemente, de lo más deslumbrante que se vio en la pasada década en lo que a estilismo se refiere. Supongo que no le descubro nada nuevo a nadie si digo que las diferentes piezas (planos) que forman el puzzle de una película se ruedan de forma desordenada. Salvo escasas excepciones, no es muy difícil que se ruede una conversación cara a cara de dos actores con el plano de uno de ellos grabado hoy en California y el contraplano del otro actor se grabe dos meses después en Normandia. Ya os podéis imaginar la dificultad técnica que conlleva todo esto a la hora de que el espectador vea la película y asuma todo este falseo como natural y no se percate del engaño. Para que la mentira funcione hay que recrear una serie de factores (luz, vestuario...) en ambas situaciones. De la coherencia de todo esto (y de otras cosas) se ocupa una persona denominada "script", suele ser la responsable de que no haya lo que denominan fallos de raccord o, más comúnmente, gazapos. Imaginad que estáis viendo en el cine una secuencia normal con dos personajes hablando, sin ningún salto en el tiempo y con raccord (continuidad) directo, y entre un plano y el siguiente por corte directo hay un error en el vestuario y la actriz, entre unos planos y otros, tiene otro vestido cuando debería tener siempre el mismo. Puede ocurrir.

 Ahora imaginad que veis esto en una película (la que nos ocupa), y cuando crees que es un gazapo, de repente te das cuenta de que el vestido de la actriz está siendo usado para hacer elipsis temporales (saltos en el tiempo), y que la secuencia que parecía una por montaje y argumento, realmente son tres y el paso del tiempo se marca con el vestido, de lo contrario jamás te darías cuenta de que esa secuencia ocurre en días distintos. Y te quedas con cara de tonto porque el señor Wong Kar Wai considera al espectador una bestia inteligente capaz de entender y asumir con naturalidad todo lo anterior.
Aquí, el vestuario no sólo se usa para crear o definir a los personajes sino para que te guíe en los saltos temporales, se utiliza como reloj, marca el paso del tiempo, de los días. Y no he dicho nada de la belleza de esos vestidos.

 Este director creció en el Hong Kong de los años 60, en una época donde era una especie de colonia británico-china con los mayores centros financieros de Asia. Imagino que era una ciudad de cruce de culturas, donde en la radio había música china, americana o filipina y que de ahí viene la música de sus películas. Esa es otra, la música de sus películas, nadie utiliza la música así.
Hace un uso de la cámara lenta -como si pretendiese dilatar el tiempo- fusionado a la  música, como si ésta fuese un eco de músicas del pasado. Como si tuviese nostalgia por un tiempo que no puede volver y del que nos quedan ecos: una canción fugaz, el humo de un cigarrillo...
La película es una progresión de elementos repetitivos, espacios que retornan, relatos incompletos, viajes a ninguna parte, es como si los años 60 en Hong Kong fueran un mundo de recuerdos perdidos, como si estos fragmentos fuesen imágenes rescatadas de la memoria. Al igual que la música, se repiten los espacios geográficos: casas de comida, cruces de caminos, calles, pasillos de hotel, lámparas bajo la lluvia...
Todo esta construido en base a la sensación de soledad, de lo efímero, de los recuerdos, el desamor, la incomunicación, la frustración por un pasado perdido.

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 Es una de esas películas que no tiene un término medio, a unas personas les apasiona y otras la despachan con adjetivos como pretenciosa, aburrida, relamida o simplemente la odian. En todo caso, merece la pena verla. La apuesta de Wong Kar Wai por la belleza y la elegancia es total. Al final del post dejaré un enlace en el que habrá más fotografías de la película para aquel que quiera verlas.
En su momento, fue una de esas historias que se van abriendo hueco a través del boca-oreja hasta que terminan convirtiéndose en una tendencia imparable. La estética y los colores de esta película lo invadieron todo en los años posteriores a su estreno, no era nada difícil rastrear el tono visual de In the mood for love en sesiones de fotos de moda, escaparates de tiendas de marcas punteras o, incluso, en el papel de las paredes de tiendas o bares.

 La belleza es un rasgo enormemente hipócrita. A la hora de elegir, todo el mundo opta (generalmente) por lo que le entra a través del ojo, para luego hablar de la importancia de la belleza como algo frívolo, superficial y peyorativo. Enseguida se despacha presurosamente lo bello como algo esteticista o vacío. Al parecer, uno es muy sabio cuando condena el tomar decisiones basándose en la belleza mientras acaricia su Iphone en el bolsillo. Yo, qué le voy a hacer, no me parece que la belleza sea un rasgo que se deba menospreciar. Soy más de la opinión de Oscar Wilde: "Sólo los superficiales no juzgan por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible".


   "Él recuerda aquellos años como si mirara a través del cristal de una ventana cubierta de polvo".



                                   Más fotos de la película -->

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