30 octubre, 2010

Lost in translation

 Hace unas semanas le dieron un premio en Venecia a la última película de Sofía Coppola. Cuando lo leí en la prensa (sí, soy uno de esos masoquistas que todavía leen gacetillas), recordé una película suya de hace unos pocos años donde dos personas paseaban su soledad por una ciudad y, sobre todo, por un hotel. Uno de esos hoteles (el Park Hyatt de Tokio) que, en las películas, sirven como excusa para hacer comedias maravillosas (Avanti, Que me pasa doctor, Charada) o para hacer que dos personas se conozcan en esos pasillos donde la soledad tiene una habitación contigua. Los guionistas, conscientes de que un hotel es un sitio lleno de gente de paso, solitaria y, a veces, vulnerable, acuden a menudo a estos paisajes cuando quieren construir la típica historia de dos extraños que se conocen.

 Haciendo gala de mi incapacidad neuronal para conectar con la actualidad, no voy a traer a este refugio intrascendente la película que está a punto de estrenar la hija de Francis –viticultor de raza- Coppola sino Lost in translation. Sofía Coppola. 2004. Una historia de amor entre una ciudad y dos personas que hacen un paréntesis en sus vidas.

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 La película arranca con un actor al que llevan en coche a su hotel. Ha venido a Tokio para hacer un spot y va mirando por la ventanilla. Es curioso, porque es una secuencia que mezcla la película con la vida real. Ese mundo donde a los actores los transportan en coche como a niños y llegan a los sitios mirando a través de la ventanilla como si fuesen dentro de una jaula de cristal. De lujo, eso sí. Y para mimarlos, por supuesto. Nadie necesita tantos mimos como alguien que gana 15 millones de dólares.
A través de esa ventanilla descubrimos un marco maravilloso, Tokio, el personaje principal de la película. Un Tokio de neones, urbano, seguramente irreal.

 Bill Murray viene unos días a Japón para hacer un anuncio y descansar de su mujer. Descansar de su vida. Gana dos millones de dólares por una publicidad que no quiere hacer a cambio de renunciar a una obra de teatro que sí quiere hacer. Algunas personas a esto lo llaman madurar. Estas personas, auténticas defensoras de la maduración personal a través de la renuncia, suelen preferir, curiosamente, que los que maduren sean otros.

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 Una chica está en ese mismo hotel acompañando a su marido fotógrafo, el cual tiene un grado de estupidez tan descomunal que siempre la deja sola. Como no puede ser de otra manera, el actor y ella se conocen. Es la historia de un chico que conoce a una chica. Y, sin que parezca que pase nada, ocurre de todo.
La chica es Scarlett Johansson cuando aun era humana. Ahora es una diosa, oxigenada, deseada por todos los humanos y aún más, si cabe, por todas las compañías publicitarias del planeta.

 Pues esta chica -aunque parezca mentira- se siente sola y no sabe que hacer con su vida. Esta en otra onda con respecto al marido y sus amigos, no los entiende. Siente que esta demás y se da cuenta de que se puede estar sola rodeada de gente. Hay unos planos maravillosos en los grandes ventanales de su habitación, donde la vemos a ella mirando la ciudad, inmensa.
No se puede explicar mejor la soledad con tan poco.
Estas dos personas, que no entienden nada de lo que ocurre a su alrededor, sea por el idioma o sea por lo que sea, cuando acaba el día vuelven al único sitio donde se sienten a gusto. El bar, la noche. Y se encuentran... y conectan.

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 Es una de esas raras historias donde los diálogos suenan a verdad, donde las miradas son más importantes que las sonrisas y donde los silencios son más importantes que las palabras. En pocas películas pasan cosas tan interesantes en una cama sin que haya sexo de por medio.
Todo se rodó con un equipo mínimo para este tipo de producciones y con una forma de contar donde, a veces, tienes la sensación de que les roban los planos a los actores, logrando eso tan difícil de que no parezca que hay un rodaje detrás.

 Sofía Coppola aprovecha para meter sus recuerdos de los rodajes que ha hecho con su padre por todo el mundo. Un buen ejemplo son las apariciones de esa actriz que esta retratada, de forma caricaturesca, como una gilipollas. No hay más que apretar el botón de entrevistas en cualquier dvd para escuchar lo que dicen los actores de sus compañeros: que si tenemos muchas cosas en común, que si los dos tenemos perro, que si a los dos nos gusta la comida mejicana, que si nos llevamos supermegaguay...
Muchos de los actores que responden a este patrón y que viven en una promoción eterna y permanente de sus proyectos, tienen una competición encarnizada por ver quien dice la estupidez más absurda. Junto con los políticos, claro. Han hecho de esto una forma de vida, un arte, y por ello es justo que reciban a cambio muchísima pasta.
A alguien se le puede pasar por la cabeza que esto es envidia, ese alguien estaría totalmente en lo cierto. Yo me paso la vida diciendo estupideces y nadie me paga.

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 Algunas secuencias describen mundos enteros con cuatro pinceladas. Hay una escena que es una parodia del mundo de la publicidad de altos vuelos donde están todas sus características esenciales, parafernalia técnica que impresione, una mesa con cuatro ejecutivos superserios que controlan todo pero no se enteran de nada, director vendemotos con todo el atrezzo de director supercool y montando el típico numerito, técnicos atareados haciendo que hacen...
Otra escena hace escarnio del mundo de la cutre-televisión, Bill Murray asiste a un programa de entrevistas donde el presentador, al que parece que le han introducido una guindilla bajo las uñas de los pies, es una especie de homólogo japonés de Johnny Carson o de Boris Izaguirre (en la época que gritaba, estiraba las vocales hasta el paroxismo y nos regalaba múltiples bajadas de pantalones a diario. Ahora es un tipo serio). Muchas entrevistas bufonescas debió de padecer Francis Coppola en su época mientras una niña flacucha y de nariz respingona asistía entre bastidores a tan grotesco espectáculo promocional.

 En otra secuencia salen de marcha y parece de verdad, no un rollo cutre con borracheras de mentira tipo "Historias del Kronen" y tantas otras películas. Ves el mundo de la noche en Tokio, con sus karaokes, videojuegos, rarezas y demás excentricidades. Lo más posible es que esto no tenga nada de verdadero. Pero a quien le importa.
Es una de esas películas donde da la sensación de que no te cuentan nada, pero que se hacen grandes en el recuerdo. Al fin y al cabo ¿quien no ha estado perdido alguna vez? ¿quien no ha dudado qué hacer con su vida en algún momento?.
La película tiene una música preciosa, esta llena de diálogos inteligentes, de gente que se busca a sí misma y, al final... hay un beso. Uno de los besos más bonitos que he visto en el cine últimamente.
Al final, el paso del tiempo, verdadero juez de todo, le echara una mano a esta película. Confío en que el tiempo la convertirá en una pequeña joya.

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 Yo creo que esta historia me gustó desde el primer momento porque, desde el principio, me pareció un mundo muy identificable con el de esa gente nómada a la que su trabajo obliga a ir de un sitio a otro todo el tiempo. Cuando al final del año miro hacia atrás me doy cuenta de que he estado cuatro o cinco meses fuera de casa, de aquí para allá, allí donde mi trabajo me ha arrastrado. Imagino que por eso siento como cercano ese mundo de hoteles, de paréntesis y de tiempos muertos que intentas llenar en una ciudad o un pueblo que no conoces. Muchas veces me he encontrado a mi mismo cambiando los canales de televisión como Bill Murray. La mayor parte de las veces acabo en el bar del hotel, como en Lost in translation aunque -de momento- no está Scarlett Johansson y la gente que me encuentro habla castellano.
Lo cual no quiere decir que los entienda.

                         "No volvamos aquí jamás, porque nunca será tan divertido"

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