30 enero, 2015

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 From series 'Imaginary Realities' | Astrid Kruse Jensen.

28 enero, 2015

La gran vida de Perico Vidal

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 ‘Big Time: la gran vida de Perico Vidal’ [Marcos Ordóñez. Libros del Asteroide] se lee con la oreja: uno escucha con asombro la voz de su protagonista mientras resbala por el libro sin apenas percatarse. Perico Vidal fue ayudante de dirección en la época del Madrid ‘de los americanos’ aunque quizá sea más exacto definirlo por su gran talento como ‘resuelve-conflictos’. Era, por decirlo así, el pararrayos de los rodajes. No es de extrañar, por tanto, que sus anécdotas sean relámpagos. Fue amigo personal de David Lean y Frank Sinatra, siendo testigo privilegiado de sus requiebros con Ava Gardner, una relación sobre la que los psicoanalistas todavía no se han puesto de acuerdo. Debutó con Orson Welles y trabajó con Mankiewicz, Liz Taylor, Nicholas Ray o Robert Mitchum. Por tener, hasta tuvo un romance con Marilyn que duró treinta segundos.

 Si alguna vez hubo un delegado en España de la franquicia americana del ‘Rat Pack’ ese fue Perico Vidal, incluso en la caída, cuando su vida fue desenfocándose y, después de asaltar el ático, el ascensor lo deja en el sótano, a la intemperie. «Triunfar no es otra cosa que hacer lo que te gusta», afirmaba. Y lo hacía. Respiraba con el aire de aquellas películas corsarias y aventureras que protagonizaba Burt Lancaster en los 50. Su golferío, su facilidad para trabar amistades y su prisa por apurar la vida eran una tara congénita. Un día, sentado en una mesa con dos amigos de Sinatra, Count Basie los invita a su club en Harlem. Tocan dos nuevos talentos. Ante el interés de Perico, sus compañeros le dicen: «¿Harlem, a estas horas? ¿Por qué no esperas a mañana?». Y éste responde con urgencia de teletipo: «Es que está pasando ahora».

25 enero, 2015



 'The Ecstasy of Gold' | Ennio Morricone.

23 enero, 2015

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 Venecia, 1950 | David Seymour (1911- 1956).

21 enero, 2015

El diablo dijo no

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 El protagonista de ‘El diablo dijo no’ es un tipo interesado únicamente en disfrutar de la vida, no tiene objetivos nobles ni grandes ambiciones. Los gerifaltes de la Fox preguntaron a Ernst Lubitsch para qué quería hacer una película con un mensaje ético tan raquítico y éste contestó que si al público le gustaba sería razón suficiente. Adivinen quién tuvo razón.

 Don Ameche se presenta en la antesala del infierno (diseñada por un admirador loco de la Bauhaus) con la intención de ocupar amablemente su sitio, el que le corresponde, se supone, tras malgastar su vida de forma licenciosa. Allí le espera Su Excelencia (no sabemos si se trata del propio Satán o de un asesor de confianza que actúa como interprete autorizado), que le informa de que un pasaporte ‘Abajo’ no se expide tan fácilmente. Antes hay que hacer un repaso de sus fechorías para ver si cumple los requisitos. Por lo visto, en el averno son muy selectivos. El candidato expone su solicitud haciendo un repaso en flashback de toda su vida, que es realmente la de sus mujeres, en especial una: Gene Tierney.

 Un Lubitsch al cabo de la calle – esta sería su última obra maestra– se concentra en extraer emoción del paso del tiempo y, de propina, desbroza con humor el territorio de esos matrimonios que pelean, gritan o discuten con sorna de tanto saberse el uno al otro. Sus refriegas conyugales siempre delatan un amor subterráneo sugerido y nunca mostrado. Hacia el final de su carrera, a Lubitsch le sucedió lo que a otros directores como Ford o Wilder: eran maestros de una manera de contar que los nuevos tiempos ya no demandaban. Fue el cine quien los abandonó temprano. La finura con que maneja el malentendido, cómo destroza las convenciones sociales y su manera de poner en jaque a gente encopetada y de mucho melindre, gracias a sus impostores insoportablemente graciosos, son marcas de un estilo ligero, chispeante y malicioso que se marchó con él, porque el cine de alta costura de Lubitsch es, por desgracia para nosotros, inimitable. No importa que sus comedias se sitúen en contextos anticuados y países imaginarios, sus películas están más allá de calendarios. La picaresca, los dobles sentidos y su elegancia al desabrochar suavemente el corsé de las apariencias no pasan de moda. ¿Acaso envejece la inteligencia al servicio de la sonrisa?


                                                                                         (Publicado en La Voz de Galicia)

18 enero, 2015



 Work Song | Charles Mingus (1922- 1979).

16 enero, 2015

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 Camino de Ozurro, Bolivia, 1997 | Raymond Depardon.

13 enero, 2015

Tierras de penumbra

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 Hace unos meses murió Richard Attemborough. Todos los altavoces esbozaron elogios perezosos al destacar sus éxitos, siempre enmarcados en ese territorio sutilmente despreciado del artesano cinematográfico. Narrador eficiente, sí, pero no genial. Correcto, con oficio, pero sin sello personal. Al parecer, no tenía una bocina que llamase la atención. Algunos ‘artesanos’ suelen andar sobrados de cortesía y poseen la humildad de apartarse y dejar pasar primero al que viene detrás: el argumento. Y ahí se hacen fuertes: al saber contar un cuento con precisión y sin aspavientos. Por lo que a mí respecta, solo con ‘Tierras de penumbra’, Attemborough ya tiene la luz pagada para siempre. Pocos creían que pudiese rodar un melodrama de tal nivel. Por eso la película brilla con la intensidad de lo inesperado.

 Anthony Hopkins interpreta a un profesor de literatura de Oxford (en realidad, C. S. Lewis) recluido en su mundo docente, alejado de la realidad, solitario y acostumbrado a las tradiciones. Su único vicio son los combates dialécticos en los que suele derrotar a sus adversarios con soberbia. Se comporta como un Fred Astaire del imperativo categórico. «Discutan conmigo, podré soportarlo», dice a sus alumnos. Poco dado a doblar esquinas, un día gira una y se topa de frente con la vida: Debra Winger irrumpe en su retiro, casi monacal, y dinamita ese mundo elitista, solemne y ceremonioso. Trae tal cantidad de aire fresco que pone su vida patas arriba ¿Y cómo no habría de ser así con lo bien que discuten juntos?

 ‘Tierras de penumbra’ explora el amor y el dolor como caras de una misma moneda y lo hace con una contención y una emoción asombrosas. El itinerario de la película ilumina cuestiones como la amistad, la enseñanza, la paternidad o el miedo a exponerse. Habla sobre el silencio de Dios ante el sufrimiento humano, sobre el poder de un juguete infantil, es decir, del recuerdo, y sobre todo… de la pérdida. Y todo está resuelto con tal sencillez que el trabajo de Attemborough se me antoja complejísimo. A medida que avanza el metraje, la tristeza se va apoderando de la historia de manera apabullante. Una congoja de sirena de barco mercante oída en la distancia. «Leemos para saber que no estamos solos». Así comienza sus clases Hopkins hacia el final de la película. Cuando ya no es solo un profesor que habla sino también un profesor que escucha. La diferencia entre la experiencia leída y la experiencia vivida, asunto central de la película, le ha hecho comprender que no hay respuestas. Solo hay lo que uno vive.


                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

11 enero, 2015



 'Echoes of Harlem' | Roy Eldridge (1911- 1989).

08 enero, 2015

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 Cementerio, Fountain City, Wisconsin, 2002 | Alec Soth.

06 enero, 2015

El seductor

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 Don Siegel está filmando ‘Dos mulas y una mujer’ con Clint Eastwood cuando éste le cuenta que acaba de terminar una novela muy extraña. «No sé si me gusta mucho o poco para hacer una película. No he entendido nada. O quizá he entendido demasiado». Siegel la lee y se percata de que el material, arriesgado y transgresor, es muy osado para las tragaderas del cine americano de la época. Valores como el patriotismo, la fidelidad, la castidad o la pureza son ensuciados con regodeo siniestro. «¿Qué te parece si somos europeos?» le dijo Siegel.

 Así comenzó la producción de un cuento gótico de filo cortante, belleza cautivadora y crueldad subterránea, que muestra con la dulzura sedante del láudano cómo la falsa virtud conduce al horror. Luz de candelabro, un cuadro salido de un relato de Edgar Allan Poe, la atmósfera opresiva de ‘La semilla del diablo’, una pierna amputada que, embelesado, enterraría Buñuel en cualquier jardín de su filmografía y una niña-verdugo, en realidad una Caperucita Roja que devora al lobo, son algunos de los elementos que manejan con gran ambigüedad Eastwood y Siegel en este vericueto turbio titulado ‘El seductor’. Un soldado de la Unión herido en territorio sudista es auxiliado y escondido en un colegio de señoritas cuyos muros procuran que la guerra de Secesión sea un eco lejano de una novela de Ambrose Bierce. En ese mundo de mujeres que es invadido por un hombre, Eastwood, como no, se convierte en objeto de deseo. Vulnerando las líneas rojas de cualquier tratado sobre manipulación, coquetea con todas y se felicita por su reclusión en un corral que le permite ocultar su naturaleza de cuervo mientras presume de gallo.

 La habilidad de Don Siegel al dosificar la claustrofobia y aliñar esta convivencia de convento con una turbiedad pegajosa, llena de celos, represión carnal, expectativas y venganzas, es de tal maestría que el internado parece un desagüe de maldad. Poco a poco, la tiniebla va entrando. Esa primera cena con un travelling circular que convierte la secuencia en un sutil aquelarre, o la última cena, una obra maestra de la tensión narrativa, delatan a Siegel como un director con un manejo del claroscuro y un pulso soberbios. Eastwood se refugia en un caserón habitado por doncellas creyendo que tiene el monopolio de la astucia. No oye el ruido del hacha al afilarse. Por muy retorcido que sea uno e intente predecir lo que va a suceder aquí, sus perspectivas se verán ampliamente superadas. Más le habría valido entrar con el poncho, el sombrero y el revólver.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

04 enero, 2015



 'They´re calling my flight', Soundtrack de 'Contagio' | Cliff Martínez.

01 enero, 2015

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 Antonio Masiello.