20 julio, 2010

Pelham 1 2 3

 La decoración escaparatística de los videoclubes, suele obedecer a un gusto exquisito y atroz por la “decoración mosaico” que forman los posters de películas ya pasadas de moda. Estos posters suelen poseer una cierta decoloración y una degradación de los colores debido a la tozudez de su enemigo más implacable: el sol.
Los rayos solares convierten estos posters en primos lejanos de las polaroids de los años ochenta. La única diferencia es que, las antiguas polaroids, emergen hoy en día con un cierto encanto, mientras que la mayor parte de las películas que pasan hoy por el videoclub, no sobrevivirán al paso del tiempo ni a la mordedura del vacío. Muchas de estas películas irán desapareciendo en el olvido, antes aún que sus correspondientes posters.

 El otro día, caminando por mi barrio, pasé por delante del videoclub y me fijé en una de esas polaroids. Se titulaba Asalto al tren Pelham 1 2 3 y estaba dirigida por un fulano llamado Tony Scott. No la he visto. Sin embargo, tengo una idea aproximada de lo que le espera al osado que se atreva a verla. Esta es una característica del cine comercial actual: es totalmente predecible. Lo que espera a sus espectadores es una historia convencional, políticamente correcta, llena de explosiones, ralentís, zooms, efectos especiales y un montaje donde, a veces, los planos son tan rápidos que casi no te da tiempo a ver qué demonios ocurre. Si la veis y no he acertado, podéis abofetearme.

 Esta película es un remake (cosa que fabrican unos tipos incapaces de rodar una historia nueva. Lo hacen pensando que la nueva versión será mejor. En serio).
Realmente, lo que recordó mi cerebro obtuso fue la versión anterior de esta película, una película minúscula y poco recordada pero emocionante y maravillosa. Con los títulos de crédito iniciales, una partitura musical espléndida te transporta a los años setenta, a un Nueva York de taxis amarillos donde las mujeres todavía no eran glamurosas y chachis, fashion y ricas, consumistas y republicanas. Todavía no había esa obsesión por el éxito ni se asociaba el feminismo con… ir de compras. La película se titula Pelham 1 2 3. Joseph Sargent. 1974.

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 A lo largo del tiempo, el cine ha ido cambiando y, con él, los cineastas y los espectadores. Posiblemente discernir quien cambia a quien se convertiría en una discusión bizantina. Las técnicas narrativas, los efectos especiales, el exceso de información acerca de las películas y el hecho de que nos bombardeen con imágenes desde todos los sitios posibles, hacen que cada vez resulte más raro disfrutar de una simple historia. Sobre todo porque cada vez resulta más raro que, sencillamente, nos cuenten una historia.

 La mayoría de las películas actuales nos atontan a base de imágenes atractivas pero vacías, nos sacuden a golpe de efectos especiales, nos engañan a través de, más que dudosas, técnicas de manipulación narrativa o de giros tramposos de guión con la intención evidente de embaucarnos y distraernos. Incluso, en muchas de estas películas, pretenden adoctrinarnos o soltarnos peroratas insufribles.Todo con la esperanza de que no se nos ocurra eso tan antiguo de… pensar.
¿Qué hay en todo lo anterior, de eso de contar una historia? Pues bastante poco.

 Cada persona es libre de disfrutar el cine como quiera o como le apetezca, para mí, el cine narrativo es insustituible, el cine de la puesta en escena, de una historia emocionante y bien contada que aún te persigue en los días siguientes, de actores con presencia y personalidad, de cuentos que dan liebre por gato en lugar de gato por liebre, de relatos necesarios. Este es el cine que a mí me apasiona, el otro me interesa poco.

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 Cuatro hombres vestidos con gabardina, sombrero, gafas y bigote postizo, entran en un vagón de metro a través de distintas paradas. Todos van disfrazados igual. Se hacen con el control de la situación y secuestran a todos los ocupantes, parando el vagón en medio de un túnel. A continuación, llaman por radio a la estación de metro. El ayuntamiento de Nueva York debe entregarles un millón de dólares en el plazo de una hora exacta, de lo contrario empezarán a matar rehenes.
Los secuestradores, aparentemente, están atrapados en una ratonera pero, como en cualquier película de este tipo, los secuestradores juegan al gato y al ratón con los policías, mientras los guionistas hacen lo mismo con los espectadores.

 La historia está contada con una concisión y una eficacia narrativa propia del mejor cine de los setenta, no hay ramas que podar porque no hay nada que sobre. La ambientación y la fotografía tienen un aspecto casi documental, y la narración posee la sobriedad que tenían aquellos artesanos maravillosos cuya única pretensión era contar una buena historia, sin adornos, directamente al grano. Parece una película de Sidney Lumet, John Frankenheimer o Arthur Penn.

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 Además de la narración, el ritmo y la acción, la película posee una cualidad deslumbrante que brilla, todavía más, hoy en día, que vivimos totalmente prisioneros de las apariencias y de lo políticamente correcto. Esa cualidad que arrasa la película es su absoluta incorrección en todos los temas que aparecen (racismo, política, instituciones, chistes de género…) convirtiéndolo todo en una sátira descarnada.

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 Cuando se comunica el secuestro por radio, aprovechan para enseñarnos el funcionamiento interno de la sala de control del metro de Nueva York. Tipos durmiendo en su puesto de trabajo, desidia, aburrimiento… incluso el jefe de estación dice cosas como: Al diablo los pasajeros, que pretenden por 35 centavos ¿vivir eternamente?

 El fulano que nos enseña todo esto es el protagonista de la película, para ello han escogido al actor más socarrón de la historia del cine: Walter Matthau. El corazón de Walter Matthau no bombea sangre, bombea vitriolo. Su rostro de hiena, casaba perfectamente con el sarcasmo más extraordinario a la hora de pronunciar sus frases (ideadas por tipos de dialogo afilado, como Billy Wilder). Sólo por este actor ya merece la pena acercarte a este cuentecillo de secuestros donde, por una vez, no nos importa lo que ocurre en la superficie de Nueva York. Todo lo que importa ocurre bajo tierra, a nivel subterráneo.

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 Por último, en esta película se produce el estornudo más inoportuno de la historia del cine, la prueba de que nunca se debe secuestrar nada si estás acatarrado.

              - Secuestrador: Si me hacen caso, a nadie le pasará nada.
              - Pasajero: Eso mismo nos dijeron en Vietnam y aún tengo metralla en
                el culo.

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