25 febrero, 2014

Whale Rider

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 No hubo alegría cuando Paikea nació. Todos esperaban al primogénito varón, pero el niño que sería jefe murió con su madre en el parto y quedó ella, su hermana gemela, la niña que rompió con su nacimiento la línea de sus antepasados. Su abuelo Koro, guardián de las esencias de una pequeña tribu de Nueva Zelanda que se está desintegrando mientras sus rasgos identitarios se diluyen por los desagües de la modernidad, pertenece a un linaje de jefes que desciende de Paikea, el ancestro, el que llegó a lomos de una ballena y fundó un pueblo. Desalentado, espera a un profeta que guíe a su comunidad y la salve de la desaparición. Tiene todas sus esperanzas puestas en el nacimiento de su nieto. Por eso monta en cólera cuando ocurre la desgracia y el padre de la niña quiere bautizarla con el nombre del jinete de la ballena. Los depositarios de las tradiciones suelen ser gente bronca, áspera, como si serlo fuese un gaje del oficio, y en una sociedad dominada por los hombres que reservan a las mujeres un papel secundario esto le resulta inaceptable.

 ‘Whale Rider’ es la historia de una niña que se atrevió a quebrar una tradición. Hace poco escuché a un reportero de guerra exponiendo la idea de que el movimiento es vida. Se refería a la supervivencia en una zona de conflicto. Según su experiencia, el que corre, huye, se mueve, con frecuencia logra sobrevivir. El que se oculta y espera, no. La muerte no entiende de rincones seguros, nunca pasa de largo aunque le ofrezcas jugar al ajedrez. A la tradición le ocurre lo mismo: si se empecina en negar lo nuevo, muere. Si se renueva y opta por el difícil equilibrio de mantener lo antiguo aceptando lo moderno, tiene otra oportunidad. ‘Whale Rider’ enseña cómo pulir el óxido de las costumbres y lo hace a través de una niña capaz de aceptar el peso de la herencia, que se convierte en la red de arrastre de su pueblo a pesar del ninguneo general. A veces ocurre: la esperanza se encuentra en las habas desechadas. No voy a explicar la forma en que esta película se va cargando de emoción como un vaso que, gota a gota, se va llenando hasta que desborda. Merece la pena que ustedes lo vean y yo no se lo cuente.


                                                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

19 febrero, 2014

La venganza de Ulzana

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 Un pelotón de caballería sale en busca de Ulzana, un apache que ha escapado de la reserva con cinco o seis de sus mejores guerreros y va dejando un rastro de torturas y muerte. Sin haber estudiado táctica en West Point, Ulzana posee tales dotes para la estrategia que convierte su fuga en una partida de ajedrez apasionante. «No olvide las reglas de este juego: el primero que cometa un error tendrá que enterrar a alguien», advierte con estoicismo el viejo explorador McIntosh, al que da vida un extraordinario Burt Lancaster. El teniente al mando del pelotón, recién salido de la academia, se horroriza ante las matanzas que le salen al paso cuando, en cuestión de atrocidades, los indios solo han intentado ponerse a la altura de los blancos, que siempre han matado más y mejor.

 Esta historia de diferencias irreconciliables entre supuestos civilizados y salvajes hostiles se resume en esa famosa sentencia de Kipling, que como todas las sentencias tiene algo de falso: «El este es el este y el oeste es el oeste y nunca se encontrarán». Solo Burt Lancaster, al ejercer de puente entre unos y otros, es capaz de contradecir a Kipling. Sin embargo, es un puente cansado de ser metáfora y arrastra la decepción de que todos le pasen por encima. Con su gesto de resignación y su mirada melancólica, Lancaster construye un personaje de una resonancia inabarcable. Por su rostro han pasado tantas películas que se ha convertido en uno de esos actores que lleva el tiempo en la cara.

 Si hay una película en la que sean esenciales las miradas, esa es ‘La venganza de Ulzana’. En esta partida de ajedrez en la que se cabalga de día, se habla de noche a la luz de las hogueras y se muere en cualquier momento, la forma de mirar de los personajes tiene tal potencia que los silencios parecen dialogados. Lo que en origen era una persecución se transforma en un viaje iniciático en el que el teniente pasa del odio absoluto al entendimiento y de paso la historia adquiere el aliento de una película de itinerario sin nada que envidiar a ‘La Odisea’ de Homero. Al fin y al cabo, los westerns son cantares de gesta americanos.


                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

13 febrero, 2014

La jungla de asfalto

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 Cada vez que veo el comienzo de ‘La jungla de asfalto’, en la que un par de criminales pretenden reunir un equipo solvente de maleantes para un trabajo de envergadura, recuerdo la época en la que, siendo niños, intentábamos organizar un partido de fútbol callejero e íbamos buscando a los chavales uno por uno hasta que se formaban dos equipos. Un encuentro de fútbol es un reparto de secundarios que intentan robar protagonismo para convertirse en actores principales. Exactamente igual que en el Hollywood clásico. Ignoro por qué ya no existen actores de reparto con el brillo de aquellos que habitaban el cine de los 50 y los 60.  Fenómenos como Walter Brennan, Pepe Isbert, Thelma Ritter o James Whitmore ejercían el digno oficio de ‘robaplanos profesional’ con tal entusiasmo y calidad que a menudo terminaban haciendo sombra al protagonista.

 El extraordinario plantel de secundarios que deambula por ‘La jungla de asfalto’ está formado por tipos a la deriva que viven en habitaciones de hotel, duermen vestidos y frecuentan tugurios en calles vacías como si fuesen personajes salidos de ese famoso cuadro de Hopper titulado ‘Nighthawks’. Son gánsteres de barrio que viven del pequeño hurto, del atraco a una gasolinera o del trapicheo en los garitos de apuestas, y se relacionan con delatores, policías corruptos, cigarrillos arrugados y mujeres que aman en precario. El espectador sabe desde el inicio que los protagonistas, siempre a la caza de ese golpe de categoría que los retire, se embarcan en un último trabajo que los engranajes del destino, el azar y la codicia se encargarán de sabotear.

 Con un vigor y una tensión narrativa notables, John Huston retrata con un blanco y negro de alto contraste impregnado de toneladas de humo de tabaco a unos tipos que planean y ejecutan un atraco. Su gusto por la épica del fracaso convierte esta historia en una de esas películas para ver a deshora, sobre todo de madrugada, cuando la ciudad ha muerto hasta mañana y descansa silenciosa. Ese momento insomne, en el que uno ya no sabe si es muy tarde o demasiado temprano, aporta el adecuado tono elegíaco a esos perdedores desolados con sombrero, gabardina y mirada sin rumbo tan propios del cine negro. Hombres que acaban lo que empiezan.


                                                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

05 febrero, 2014

Chungking Express

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 Hace tiempo la palabra ‘competitividad’ era patrimonio de jefes de multinacionales, ejecutivos expertos en medir la longitud de la corbata de enfrente y seres que habitaban Wall Street. La citada palabra prosperó y ahora se la puede encontrar en un patio de colegio, mientras un padre furioso grita a su hijo de ocho años por haber fallado una ocasión de gol, o en cualquier playa en la que dos personas presumen de la rapidez de su bronceado para, se supone, coger al verano desprevenido. Estamos tan ocupados con la necesidad del éxito instantáneo y la obsesión por no fallar que ya no valoramos la importancia del intento. Ahora las cosas deben hacerse al primer disparo. El ensayo-error, al parecer, es algo que no nos podemos permitir, cuando a veces solo el tiempo nos avisa de que fallar era otra forma de acertar.

 En el cine de Wong Kar-wai el ensayo-error está permitido –suele rodar sin guión– y su enorme libertad a la hora de utilizar determinados recursos narrativos convierte sus fracasos en interesantes y sus aciertos en agua bendita. Las dificultades de financiación y los constantes cambios en el argumento hacen que sus historias tarden bastante en rodarse y es habitual incluso que se interrumpan. ¿Que el rodaje se atasca? Pues lo detiene. ¿Que entremedias rueda otra película y luego vuelve sobre la anterior? Sin problema. Pasa del plato principal al entremés con una soltura envidiable.

 ‘Chungking Express’, rodada en tres semanas y con un guión que se va construyendo sobre la marcha, se llevó a cabo aprovechando un parón de dos meses del rodaje de ‘Ashes of time’. El azar, la caducidad de los recuerdos y los amores que cambian de rumbo son atrapados por una cámara sin derecho a trípode que parece salida de ‘Al final de la escapada’. Todos los personajes son gente de paso adicta al desencuentro que deambula por un Hong kong apretado y caótico. «¿Adónde quieres ir?», pregunta uno de los personajes. «Adónde tú quieras llevarme», responde el otro. No hay mejor definición que ésta para el cine de Wong Kar-wai, donde lo maravilloso suele estar en lo incompleto. Le ocurre lo mismo que a las ventanas de los cuadros de Hopper: están siempre abiertas.


                                                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)