Solo alguien con un mundo interior a la altura de Stalin o Torquemada pasaría de largo ante una película en la que las palabras «taberna» e «irlandés» viajan juntas en el título. John Ford se traslada a la Polinesia francesa en busca de un lugar donde el tiempo se mida con un reloj diferente y le permita rodar otro de sus relatos sobre la vida primitiva. Necesita uno de esos territorios soñados que los autores de fuste denominan «paraísos perdidos» y que su clientela habitual resume en una sola palabra: Innisfree. 'La taberna del irlandés' se puede definir por tanto como una sucursal de 'El hombre tranquilo'.
«¿Queréis pasar ocho semanas en Hawai este verano, chicos?», preguntó Ford a John Wayne y a un Lee Marvin destinado a interpretar al personaje pendenciero habitualmente reservado a Víctor McLaglen. Naturalmente, uno echa de menos a Maureen O'Hara (una pelirroja con ese genio en los mares del Sur podría provocar un segundo Pearl Harbor), aunque es justo reconocer que Elisabeth Allen está estupenda, con un carácter deliciosamente belicoso y pastoreando de maravilla vendavales y besos fordianos que son como huracanes fuera de temporada. El argumento de tan simple es casi inexistente. Una rica heredera llega a la isla de Haleakaloha dispuesta a dejar a su padre (al que no conoce) fuera del testamento de su abuelo debido a su conducta inapropiada. En la puritana sociedad de Boston el hecho de haber tenido tres hijos con una nativa se considera un cataclismo.
Suele citarse 'La taberna del irlandés' como una de sus obras más flojas; sin embargo, en esta comedia despreocupada y sencilla sobre una forma de vivir que el turismo y la intolerancia religiosa corromperán sin remedio, está todo Ford. Desde su idea de comunidad, en esa misa de Navidad donde están presentes todas las razas en una iglesia de goteras torrenciales, hasta su forma de revestir de dignidad la palabra «mestizo» sin necesidad de pontificar sobre el racismo. El humor y los puñetazos, convertidos casi en estructura narrativa, también acuden a la cita. Faltaría más. Wayne y Marvin cumplen años el mismo día, asunto que suelen celebrar con una gran pelea que comenzó en el pasado con una ofensa que ya nadie recuerda y que llega hasta el presente con el vigor de las tradiciones bien asentadas. Los combates de boxeo deberían abolir la campana y comenzar con la elegancia gaélica de Marvin, que entra en la taberna y, dispuesto a destruir todo, exclama: ¡Hay un espejo nuevo!
(Publicado en La Voz de Galicia)
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