25 agosto, 2010

Harold & Maude

 La historia de la que voy a hablar hoy tiene dos de los elementos que más odio a la hora de ver una película. Siempre he odiado esa costumbre, tan en boga en los años 70, de interrumpir la narración de la historia con una canción recurrente, llamativa y machacona cada diez minutos de película. Me refiero a la música de películas como “Cowboy de medianoche” o a Simon & Garfunkel en “El Graduado”. Supongo que me gustan las bandas sonoras que pasan desapercibidas y que, por eso, nunca me han gustado demasiado los musicales. En este caso, he de reconocer que, al final, y contra mi voluntad, acabo claudicando ante las canciones de Cat Stevens de esta película. Hasta me gustan.

 El otro elemento que siempre me mata son los actores sobreactuados. El personaje de Ruth Gordon de esta película está sobreactuado. Hay ocasiones (pocas) en las que esto forma parte de la naturaleza de la historia que se está contando y hasta le viene bien a la película. Esta es una de esas ocasiones (para mí, claro). Esta opinión es claramente minoritaria, la película fue atacada duramente por este motivo y hay gente que la odia de forma visceral (qué rayos querrá decir visceral). Esto es como el hecho de tomar atajos o hacer trampas en la vida, técnica que causa admiración en unas ocasiones y críticas furibundas en otras. Imagino que todo depende, pero… ¿quién se atreve a criticar a Cary Grant por estar sobreactuado en “La fiera de mi niña” o “Arsénico por compasión”?.

 En mi caso, pese a todas las pegas, la película se lleva el gato al agua. Supongo que yo soy el gato. Me estoy enrollando demasiado. La película es Harold & Maude. Hal Ashby. 1971. Una película de personas que construyen su propio mundo, un mundo a su medida en el que un campo de margaritas puede ser extrañamente similar a un cementerio repleto de lápidas blancas vistas desde lejos. Una película que afirma que “ser distinto” no tiene por qué ser una patología.

 Harold, 16 años. Chico excéntrico y pudiente que escenifica suicidios para llamar la atención. Es experto en morir de mil maneras, pero no ha vivido. Su afición favorita es acudir a entierros y funerales. Su madre, además de enviarlo a la consulta de un psicólogo que, más bien, parece un tanatorio, se dedica a buscarle novia a través de un ordenador que descarta automáticamente a las feas y a las gordas. Harold viste ropa que le queda visiblemente grande, viste de mayor. Harold conduce un coche fúnebre.

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 Maude, 80 años menos una semana. Vive en un vagón de tren parado en una vía muerta, repleto de recuerdos, plantas y pájaros. Maude colecciona minutos de vida, le gusta ver como las cosas crecen, le gusta posar desnuda y le gusta hacer de su vida un “carpe diem” eterno. Es una especie de “Amelie” anciana pero 30 años antes. Su afición favorita es acudir a entierros y funerales. Maude viste ropa de chiquilla. Maude conduce los coches siempre derrapando. Esos coches nunca son suyos.

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 A golpe de funeral se conocen, cuando a Maude le falta una semana para cumplir los 80 años. Esa semana será trascendental para la vida de Harold. La película se puede entender como una parábola hippie-existencial-transgresora pero, sobre todo, como una historia de amor muy poco probable.

 A comienzos de los 70, el ambiente estaba cargado en Norteamérica. Múltiples problemas rondaban la sociedad, el activismo radical dominaba el panorama social y el país estaba ensombrecido por la guerra de Vietnam y las luchas por los derechos civiles. Entre revueltas estudiantiles, el movimiento hippie, guerras, presidentes tiroteados, Watergates, Woodstock y demás, llegó el fin de la inocencia para la “típica familia americana”. Era una época tumultuosa, pero cual no lo es.

 La película está muy anclada en ese momento y todo lo anterior subyace de alguna forma en el film, algunas veces de forma sutil y otras no tanto. Con algunos estamentos de la sociedad –sobre todo militares, psicólogos y curas- se hace una sátira descarnada acerca de lo que representan aunque, realmente no resulta muy difícil ya que ellos mismos suelen ponerse en ridículo con sus propias palabras. Harold, tiene un tío militar (que intenta enderezarlo y convertirlo en un hombre) que, según dicen, fue la mano derecha del general McCarthur y al cual le falta el brazo derecho. Es de suponer que se lo llevó el general McCarthur.

 Hay una secuencia donde el militar, el psicólogo y el cura hablan a cámara y cada uno de ellos tiene detrás un cuadro que identifica su forma de pensar y actuar, sin duda sectaria. El militar tiene detrás un cuadro de Nixon sonriendo, el psicólogo uno de Freud y el cura uno del Papa. Todos, en el fondo, dicen lo mismo: sí… esto es una democracia pero no te desvíes del camino marcado por nosotros, lo distinto, lo raro, es peligroso e inaceptable. Somos capaces de tolerar la rebeldía… siempre que esa rebeldía no sea capaz de alterar sustancialmente el orden que nosotros proponemos, claro. Vivimos en un país de libertades, tenéis libertad absoluta para hacer lo que nosotros digamos.

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 Cuando yo era pequeño (aún lo sigo siendo) e iba al colegio, estudiaba en un aula presidida por la imagen del rey Juan Carlos. Esta desgracia educativa es la culpable de que ahora vaya diciéndole a todo el mundo ¡Por qué no te callas! y de que tenga un odio soterrado hacia la princesa Letizia. Freud diría que tengo un instinto reprimido y que me la quiero zumbar. Pese a esta tendencia monárquica que domina mi subconsciente no he conseguido todavía veranear en Mallorca todos los años.

 Pues todos estos totems de pensamiento único se estaban desmoronando en los años 70 (en Norteamérica claro, aquí todavía tenemos cientos de aulas presididas por crucifijos, bisutería y retratos en sepia) y la película hace una apología de la libertad individual de elegir como quieres vivir tu vida en la que, quizá, se nota demasiado su voluntad de ser transgresora a toda costa. Esta última pega y su “hippismo buenrollista” suelen ser los argumentos fundamentales de la gente a la que no le gusta esta película. Pese a todo, pocas veces una pantalla transmite la sensación de que uno puede vivir a su manera, crear su propio mundo. Un mundo de gente que puede encontrar la belleza en un estercolero, en un desguace o una demolición y que defiende su derecho a hacer el ridículo. Las personas que no tienen miedo al ridículo y no respetan las reglas sociales son peligrosas, no le dan importancia al juicio de los demás.
Para nuestra tranquilidad, hemos inventado una palabra para algunos de ellos: locos.

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 El germen de la serie “A dos metros bajo tierra” (Six feet under) se encuentra en esta película. Adolescentes que conducen coches fúnebres, la figura ausente del padre, las escenificaciones de las muertes al comienzo de cada episodio… todo esto ya aparece en esta película del año 1971. Puede que luego la serie vaya por otros derroteros pero su punto de partida se encuentra aquí en estado embrionario.

 No quiero terminar este post sin hablar de Ruth Gordon. La película es uno de esos raros ejemplos en los que un actor arrasa una película y la hace crecer cada vez que aparece en pantalla. Sé que esto debería ser “lo normal” pero la realidad se encarga de decirnos lo contrario, la mayor parte de los actores “conocidos” cobran cantidades obscenas por prestar su cara en películas multimillonarias que le dan mucha más importancia a la parafernalia técnica que a conseguir que un personaje sea, al menos, un poco creíble. ¿Cuánto hace que no sois testigos en el cine de una de esas interpretaciones donde el actor se pone la película a la espalda y la sube a la montaña hasta que sale la palabra “fin”? ¿Cuándo fue la última vez que un actor ganó un oscar y fue merecido? ¿Cuánto hace que un actor no os asombra y emociona en una sala de cine?. Lamentablemente no ocurre muy a menudo. Yo, la última vez que me asombré fue hace dos o tres años con Mickey Rourke en “The Wrestler”.

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 La actuación de Ruth Gordon en esta película es –para mí- prodigiosa, de una energía sin fin, percibes físicamente como devora la vida. Hay que ver cómo mira con asombro, cómo escucha, cómo calla, cómo ríe. Ver a Ruth Gordon tocando el piano, derrapando los coches o visitando un invernadero porque le gusta ver cómo crecen las plantas es disfrutar de un recital interpretativo por el que, sin duda, merece la pena hacer eso, tan devaluado hoy en día, de pagar una entrada de cine.
No fue una actriz excesivamente famosa pero seguro que todo el mundo le pondrá cara si se acuerda de esa vecina chismosa, repugnante, insoportable y… bruja que interpretó en “La semilla del diablo”. Por ese papel de vieja bruja hipermaquillada, en 1968, gana el oscar a los 72 años y, con su estilo inimitable, declara: “No puedo decirles qué halagüeña es una cosa como ésta para una joven actriz como yo”. Y lo decía en serio.

                         “Hubo un tiempo en que entraba en las pajarerías para
                          soltar a los canarios pero comprendí que era una idea
                          que se adelantaba a su época. Los zoos están llenos,
                          las cárceles abarrotadas. Qué barbaridad… cómo le
                          gustan al mundo las jaulas”.

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