Ahora mismo, tenemos en cartelera una película titulada "Drive" que, con un presupuesto modesto, está siendo uno de esos éxitos discretos y no esperados gracias al rumor lento pero efectivo del público. Los mayores elogios los está cosechando su protagonista, Ryan Gosling, que compone un personaje lacónico, enemigo de las palabras. Apenas mueve un sólo músculo facial en todo el metraje y esa economía se ha visto como un hallazgo, como algo original.
Esta historia es una versión de otra película: "Driver" (Walter Hill, 1978) a la que, ahora, le fabrican un traje nuevo, más moderno, pero no mejor. También existe una tercera versión de esta historia: "Ghost dog, el camino del samurai" (Jim Jarmusch, 1999) que, de una manera un tanto extraña, es la más fiel a la película original. Viajando un poco más lejos en el tiempo, como si fuésemos ese "Timeline" absurdo de facebook, me voy a acercar con el cántaro a la fuente, la película de donde salen todas las anteriores: El silencio de un hombre. Jean-Pierre Melville. 1967.
El primer plano de la película nos muestra al protagonista tumbado en la cama en lo que se asemeja a una premonición. No hace un sólo movimiento, parece un muerto. La habitación en la que vive es su cárcel de la misma forma que el refugio de su canario (lo único que posee) es su jaula. Nos disponemos a ver una historia desde el punto de vista de un tipo enjaulado.
Se levanta de la cama y observamos su ansia narcisista: se ajusta la gabardina, reacomoda el sombrero, moldea la inclinación de su ala, recompone el ademán y emprende su camino. Su nombre es Jeff Costello. Su oficio: asesino profesional.
La película nos ofrece una exploración microscópica de sus movimientos. Se mueve como un cazador, se desliza como un tigre en la jungla de la ciudad. Cuando hace "un trabajo", procura una coartada minuciosa y pensada al detalle, no deja nada al azar. Su manera de operar es un canto al oficio, al profesional, es uno de esos tipos que siempre deja un coche en marcha en la salida.
Jeff Costello parece estar desprovisto de necesidades primarias: no le vemos comer, no le vemos dormir, no tiene amigos, no tiene un pasado que le afecte dramáticamente, atraviesa la historia con una indiferencia total hacia su entorno. Su ausencia de espectacularidad y su carencia absoluta de emociones en la ejecución de sus trabajos provoca escalofríos. Es un tipo hierático, austero, aficionado al monosílabo. De esa sobriedad y esa escasez de diálogo nace una especie de ética del silencio. Toda su vida funciona a base de liturgias, rutinas. Es tan ritual que podría ser un gangster japonés, en lugar de pertenecer a los bajos fondos parisinos. Su soledad posee un aura poética. La película, en su lengua original, se titula "El Samurai".
Un trabajo se tuerce, como suele ocurrir en estos casos, y el cazador pasa a convertirse en presa codiciada por todos. A pesar de todos sus recursos, el protagonista carga sobre sus hombros un fatalismo parecido al de la tragedia griega: los hechos siempre acaban siendo ingobernables, el destino sale a tu encuentro y te atrapa.
Jean-Pierre Melville era un enamorado del cine negro americano y sus fetichismos: gabardinas, sombreros etc. Su credo era el siguiente: "Un hombre que dispara con un sombrero puesto es mucho más impresionante que otro que lo hace a cabeza descubierta". Puede parecer muy preocupado por las opciones estéticas pero su gran acierto fue renovar la narrativa del género negro y policíaco hasta llevarla a un terreno propio y personal. Lo que en el cine americano se tiraría a la papelera de la sala de montaje es precisamente lo que más interesa a Melville. El cine negro clásico se caracteriza por el uso de la elipsis como método para dotar a la película de una mayor velocidad narrativa. Esto era así porque debían contar la historia de forma rápida, barata, eficaz y sin ornamento. Este director opta por lo contrario: muchas escenas (el robo de un coche, un interrogatorio) están rodadas a tiempo real con un afán casi documental. Vemos los paseos completos del protagonista por París, nada se suprime en el montaje. Nunca sabemos adonde se dirige, qué va a hacer o lo que va a ocurrir a continuación. De ahí sale el suspense, esta observación minuciosa hace que vaya creciendo la tensión hasta convertir muchas secuencias en trepidantes.
En todas las películas policíacas de este director (género que los franceses han bautizado como "polar") se repiten las mismas señas de identidad, los mismos escenarios y acontecimientos: el club nocturno (el garito de los gangsters), la habitación claustrofóbica (refugio del héroe), el lugar donde se comete el atraco o donde se produce la persecución, la comisaría donde se desarrolla el interrogatorio etc. "El silencio de un hombre", con su fotografía metálica, fría, con un color en blanco y negro, es un compendio de todo esto.
Los personajes de Jean-Pierre Melville se debaten entre el silencio (que suele acabar o significar la muerte) y la palabra (suele significar la mentira o la delación). Todos los personajes de sus películas se mienten todo el tiempo, por eso tienen gran importancia los confidentes, los chivatos y los traidores. En sus historias nunca hay una división entre el bien y el mal, los policías utilizan exactamente los mismos métodos que los delincuentes, a menudo peores.
Otra gran diferencia con respecto al cine policíaco americano (multiplicada por mil en estos tiempos) es su frialdad a la hora de filmar la violencia: no hay salpicaduras de sangre ni hemoglobina, no hay fogonazos, cámaras lentas ni coreografías estupendas de movimientos. No hay regodeo de ningún tipo en la representación del asesinato. Su forma de retratar la violencia es seca y concisa, sin complacencia ni subrayados, sólo la brusquedad del sonido de un disparo o la contundencia seca de un corte de montaje.
Me encanta esta película de diálogo ajustado, preciso, de concisión cortante. Despojada de toda retórica explicativa, la película, más áspera que arrastrar la cara por el asfalto, nos cuenta de la soledad de un tipo. Una soledad con el eco de un edificio vacío.
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