30 octubre, 2010

Lost in translation

 Hace unas semanas le dieron un premio en Venecia a la última película de Sofía Coppola. Cuando lo leí en la prensa (sí, soy uno de esos masoquistas que todavía leen gacetillas), recordé una película suya de hace unos pocos años donde dos personas paseaban su soledad por una ciudad y, sobre todo, por un hotel. Uno de esos hoteles (el Park Hyatt de Tokio) que, en las películas, sirven como excusa para hacer comedias maravillosas (Avanti, Que me pasa doctor, Charada) o para hacer que dos personas se conozcan en esos pasillos donde la soledad tiene una habitación contigua. Los guionistas, conscientes de que un hotel es un sitio lleno de gente de paso, solitaria y, a veces, vulnerable, acuden a menudo a estos paisajes cuando quieren construir la típica historia de dos extraños que se conocen.

 Haciendo gala de mi incapacidad neuronal para conectar con la actualidad, no voy a traer a este refugio intrascendente la película que está a punto de estrenar la hija de Francis –viticultor de raza- Coppola sino Lost in translation. Sofía Coppola. 2004. Una historia de amor entre una ciudad y dos personas que hacen un paréntesis en sus vidas.

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 La película arranca con un actor al que llevan en coche a su hotel. Ha venido a Tokio para hacer un spot y va mirando por la ventanilla. Es curioso, porque es una secuencia que mezcla la película con la vida real. Ese mundo donde a los actores los transportan en coche como a niños y llegan a los sitios mirando a través de la ventanilla como si fuesen dentro de una jaula de cristal. De lujo, eso sí. Y para mimarlos, por supuesto. Nadie necesita tantos mimos como alguien que gana 15 millones de dólares.
A través de esa ventanilla descubrimos un marco maravilloso, Tokio, el personaje principal de la película. Un Tokio de neones, urbano, seguramente irreal.

 Bill Murray viene unos días a Japón para hacer un anuncio y descansar de su mujer. Descansar de su vida. Gana dos millones de dólares por una publicidad que no quiere hacer a cambio de renunciar a una obra de teatro que sí quiere hacer. Algunas personas a esto lo llaman madurar. Estas personas, auténticas defensoras de la maduración personal a través de la renuncia, suelen preferir, curiosamente, que los que maduren sean otros.

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 Una chica está en ese mismo hotel acompañando a su marido fotógrafo, el cual tiene un grado de estupidez tan descomunal que siempre la deja sola. Como no puede ser de otra manera, el actor y ella se conocen. Es la historia de un chico que conoce a una chica. Y, sin que parezca que pase nada, ocurre de todo.
La chica es Scarlett Johansson cuando aun era humana. Ahora es una diosa, oxigenada, deseada por todos los humanos y aún más, si cabe, por todas las compañías publicitarias del planeta.

 Pues esta chica -aunque parezca mentira- se siente sola y no sabe que hacer con su vida. Esta en otra onda con respecto al marido y sus amigos, no los entiende. Siente que esta demás y se da cuenta de que se puede estar sola rodeada de gente. Hay unos planos maravillosos en los grandes ventanales de su habitación, donde la vemos a ella mirando la ciudad, inmensa.
No se puede explicar mejor la soledad con tan poco.
Estas dos personas, que no entienden nada de lo que ocurre a su alrededor, sea por el idioma o sea por lo que sea, cuando acaba el día vuelven al único sitio donde se sienten a gusto. El bar, la noche. Y se encuentran... y conectan.

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 Es una de esas raras historias donde los diálogos suenan a verdad, donde las miradas son más importantes que las sonrisas y donde los silencios son más importantes que las palabras. En pocas películas pasan cosas tan interesantes en una cama sin que haya sexo de por medio.
Todo se rodó con un equipo mínimo para este tipo de producciones y con una forma de contar donde, a veces, tienes la sensación de que les roban los planos a los actores, logrando eso tan difícil de que no parezca que hay un rodaje detrás.

 Sofía Coppola aprovecha para meter sus recuerdos de los rodajes que ha hecho con su padre por todo el mundo. Un buen ejemplo son las apariciones de esa actriz que esta retratada, de forma caricaturesca, como una gilipollas. No hay más que apretar el botón de entrevistas en cualquier dvd para escuchar lo que dicen los actores de sus compañeros: que si tenemos muchas cosas en común, que si los dos tenemos perro, que si a los dos nos gusta la comida mejicana, que si nos llevamos supermegaguay...
Muchos de los actores que responden a este patrón y que viven en una promoción eterna y permanente de sus proyectos, tienen una competición encarnizada por ver quien dice la estupidez más absurda. Junto con los políticos, claro. Han hecho de esto una forma de vida, un arte, y por ello es justo que reciban a cambio muchísima pasta.
A alguien se le puede pasar por la cabeza que esto es envidia, ese alguien estaría totalmente en lo cierto. Yo me paso la vida diciendo estupideces y nadie me paga.

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 Algunas secuencias describen mundos enteros con cuatro pinceladas. Hay una escena que es una parodia del mundo de la publicidad de altos vuelos donde están todas sus características esenciales, parafernalia técnica que impresione, una mesa con cuatro ejecutivos superserios que controlan todo pero no se enteran de nada, director vendemotos con todo el atrezzo de director supercool y montando el típico numerito, técnicos atareados haciendo que hacen...
Otra escena hace escarnio del mundo de la cutre-televisión, Bill Murray asiste a un programa de entrevistas donde el presentador, al que parece que le han introducido una guindilla bajo las uñas de los pies, es una especie de homólogo japonés de Johnny Carson o de Boris Izaguirre (en la época que gritaba, estiraba las vocales hasta el paroxismo y nos regalaba múltiples bajadas de pantalones a diario. Ahora es un tipo serio). Muchas entrevistas bufonescas debió de padecer Francis Coppola en su época mientras una niña flacucha y de nariz respingona asistía entre bastidores a tan grotesco espectáculo promocional.

 En otra secuencia salen de marcha y parece de verdad, no un rollo cutre con borracheras de mentira tipo "Historias del Kronen" y tantas otras películas. Ves el mundo de la noche en Tokio, con sus karaokes, videojuegos, rarezas y demás excentricidades. Lo más posible es que esto no tenga nada de verdadero. Pero a quien le importa.
Es una de esas películas donde da la sensación de que no te cuentan nada, pero que se hacen grandes en el recuerdo. Al fin y al cabo ¿quien no ha estado perdido alguna vez? ¿quien no ha dudado qué hacer con su vida en algún momento?.
La película tiene una música preciosa, esta llena de diálogos inteligentes, de gente que se busca a sí misma y, al final... hay un beso. Uno de los besos más bonitos que he visto en el cine últimamente.
Al final, el paso del tiempo, verdadero juez de todo, le echara una mano a esta película. Confío en que el tiempo la convertirá en una pequeña joya.

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 Yo creo que esta historia me gustó desde el primer momento porque, desde el principio, me pareció un mundo muy identificable con el de esa gente nómada a la que su trabajo obliga a ir de un sitio a otro todo el tiempo. Cuando al final del año miro hacia atrás me doy cuenta de que he estado cuatro o cinco meses fuera de casa, de aquí para allá, allí donde mi trabajo me ha arrastrado. Imagino que por eso siento como cercano ese mundo de hoteles, de paréntesis y de tiempos muertos que intentas llenar en una ciudad o un pueblo que no conoces. Muchas veces me he encontrado a mi mismo cambiando los canales de televisión como Bill Murray. La mayor parte de las veces acabo en el bar del hotel, como en Lost in translation aunque -de momento- no está Scarlett Johansson y la gente que me encuentro habla castellano.
Lo cual no quiere decir que los entienda.

                         "No volvamos aquí jamás, porque nunca será tan divertido"

17 octubre, 2010

Un país sin verdad

 Tengo una extraña aversión por los libros voluminosos. Esta rara manía, sin duda algo absurda, hace que siempre escoja libros cuya lectura no me va a llevar más de tres o cuatro semanas. Ya sé, los libros deberían escogerse en función de su contenido y tal, no por su aspecto, pero no soporto estar mucho tiempo con el mismo libro, necesito avanzar, ver que acabo unas historias y empiezo otras. Llevo el ritmo de aquel que parece que siempre escapa de alguien.

 Cuando era pequeño (aún lo soy), la cualidad principal de una pieza de ropa era su resistencia. “Que dure”… decía mi abuela. Eran otros tiempos, se asociaba la longevidad de una prenda de ropa con su calidad. Hoy en día, la gente disfruta comprando a gran velocidad ropa de escasa vigencia, su principal cualidad es que sea barata. Los creadores de tendencias, dominadores de mercados y convencedores de voluntades deseosas de ser convencidas, nos dicen (nos repiten) que esto es lo bueno. Unos lo llaman renovar el fondo de armario (cada semana), otros trabajan para convertir en deporte olímpico el “ir de compras”, y con razón, el cronómetro juega un papel principal en esa especie de gymkhana técnica. Ir de compras tiene mucho de competición, sobre todo en rebajas. Quizá algún purista afirme que hay una ausencia evidente de espíritu olímpico, esto no es del todo cierto, en pocas actividades existe un afán de superación como el del primer día de rebajas, solo que no intentas superarte a ti mismo sino a otros. Además, ¿qué espíritu olímpico posee el ping pong?. Aquellos que gustan de ejercer la crítica social tienen una palabra, sin duda más cómoda, para definir todo esto. Lo llaman consumismo y ya está.

 Quizá algo de todo esto me ocurre con los libros, quizá soy un esclavo de los tiempos, un consumista de celulosa. Sea como fuere, soy amante del libro ligero, ese que no hace aminorar la velocidad del metro con su peso. Esto, como todo, tiene un doble filo: siempre sentiré una minúscula culpabilidad por no leer “El Quijote” y un intenso alivio por no tener que hacer levantamiento de peso con “Los pilares de la tierra”, obra que podría servir para que las sombrillas no volaran de las terrazas.
Hoy quería hablar de uno de esos libros ligeros. Historias de Roma. Enric González. RBA. Un paseo personal y aleatorio por esa ciudad. Se lee en un parpadeo y se asemeja a una charla de café con un amigo ingenioso que convierte el recorrido de lo contado en una sonrisa.

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 Ignoro si los corresponsales de los medios de comunicación desplazados a otros países ganan mucho dinero o llevan una vida privilegiada, imagino que dependerá de varios factores y que habrá de todo. También imagino que no debe de ser fácil vivir cinco años en Buenos Aires, cuatro en Nueva York, tres en Jerusalén y seis en Pekín, empezando casi de cero en cada nueva ciudad, adaptándote a un nuevo orden social, ritmo de vida, idioma e idiosincrasias propias de ese nuevo país.

 Para enfrentarte a todos los choques frontales que te esperan en tu nuevo destino hay que tener un espíritu de adaptación notable y poseer una cualidad nunca suficientemente valorada: mirar la vida con una curiosidad insaciable.
Esto es lo que más me gusta del libro, la idea de que el viaje consiste en un aprendizaje continuo, sin duda lleno de zancadillas y situaciones donde haces el merluzo. Enric González ha estado de corresponsal en varias ciudades y, cada vez que cierra una etapa y se marcha de una ciudad, escribe un libro sobre ella que tiene más de recuerdo y homenaje que de exorcismo. Ya ha escrito uno sobre Londres y otro sobre su estancia en Nueva York, siempre desde la perspectiva particular de alguien que se ha quemado las puntas de los dedos en innumerables situaciones.

 En esta ocasión le toca a Roma. Asistimos a la historia de un corresponsal (él mismo) que alquila un palacio en Roma, un palacio que siempre estará en obras porque, como todos sabemos, Roma es eterna. Para todo.
El libro hace un retrato caótico (como la propia Roma) de Italia que avanza desde el detalle más absurdo e insignificante hasta los asuntos más importantes de ese país, un país que no lo mueve el petróleo o las finanzas sino que se pone en marcha a través de las propinas.

 Siempre imaginamos Roma en blanco y negro o la asociamos de inmediato con una foto del Coliseo. En este caso, el itinerario es muy distinto, hacemos un recorrido alejado de las guías turísticas o los folletos de viaje por esa ciudad que siempre ha conocido tiempos mejores.
Sobrevolamos una Roma en la que Adriano Celentano sigue siendo un ídolo y un fenómeno televisivo, algo así como si en España Paco Martínez Soria fuese un prodigio nacional. Acabo de pensarlo mejor, viendo las aberraciones que triunfan en España es posible que no estemos tan alejados del señor Celentano.

 El libro nos lleva de visita al sitio donde se hace (dicen) el mejor café del mundo, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, incluso hacen todo el proceso de espaldas al público para no divulgar “su secreto”. Así es Italia, todo “postureo”. La espina dorsal que atraviesa todo el relato es una frase de Leonardo Sciascia que lo resume todo en sí misma: “Italia es un país sin verdad”.

 Ahí tenemos a Berlusconi como ejemplo viviente. Dado que la verdad o la mentira son consustanciales al ser humano, parece que habrá que catalogar a Berlusconi como perteneciente a la raza humana. He escrito Berlusconi seguido de ejemplo y las palabras han comenzado a pelearse de forma instantánea en mi ordenador, parece que no pueden ir juntas.
Este pajarraco, que es capaz de injertar en su calva pelos procedentes del cogote de su hermana, vive rodeado de cosas bellas y señoritas de vida efervescente con un alto contenido en silicona, hay que recordar que el machismo mantiene una salud envidiable en Italia.

 En la Italia del populismo extremo, de los juicios que quedan en nada, nadie es culpable, nadie es inocente, nada es verdad ni nada es mentira. Otra de las breves y, a veces, exquisitas paradas del libro es la historia del expolio a que fue sometida la heredera del marqués Casati Stampa (una fortuna ilimitada) por un treintañero de nombre Silvio Berlusconi, el fulano que alardea de conocer el precio de las personas. Y posiblemente sea cierto.

 En este trayecto imprevisible y desordenado de anécdotas, pequeñas historias y saltos en el tiempo incluso hay un esfuerzo de documentación sobre antiguos asuntos arqueológicos y piedras diversas donde, de forma inteligente, el autor se remonta al pasado para explicar el presente. El mosaico que escribe Enric González sobre Italia viaja desde la historia antigua hasta sus propias experiencias personales por las que circulan retratos de amigos atrapados irremediablemente por Roma. Puede que no les guste todo lo que hay a su alrededor pero acaban hechizados, rendidos a su influjo. Me recuerdan a aquella frase de Woody Allen que hablaba de un restaurante donde daban de comer bazofia y encima las raciones eran tan pequeñas…

 Es un libro de sonrisa cómplice. Que no es poco.

05 octubre, 2010

El infierno del odio

 Un refugiado de excepción. Hoy llega a este pequeño refugio intrascendente el señor Kurosawa, un director que, posiblemente, no ocupa el lugar que merece en el olimpo de hacedores de películas. Akira Kurosawa tiene tantas películas estupendas que se me hace difícil escoger una, al final me he decidido por una de las menos conocidas.
Realmente no sabía que película escoger, lo que no podía imaginarme era que la iba a elegir en función de un partido de fútbol. La retransmisión televisiva de los partidos de fútbol se ha convertido en una forma más de insultar al espectador osado por parte de las cadenas. Creen que la publicidad que emiten durante los encuentros no es lo suficientemente invasiva y han decidido convertir a los periodistas que narran el partido en publicidad viva, una suerte de maniquíes de plástico que cada diez minutos te anuncian (la oferta) el programa de televisión que viene a continuación. Como esto no es suficiente, también se ven en la obligación de informarte de la programación de mañana, pasado mañana y el jueves que viene. No sea que te pierdas alguna película de Chuck Norris.
Mientras el espectador se debate entre la indignación y el bochorno ajeno, el narrador (antes uno, ahora nunca menos de cuatro) se ha convertido en una especie de hombre anuncio antiguo, de aquellos que iban metidos entre dos carteles. Sólo que con menos dignidad.

 Puede que el único al que todo esto le parece patético sea yo, el caso es que, pensando en todo esto, recordé un detalle publicitario de una película de Kurosawa y, aquí estoy, aporreando las teclas del ordenador con mi caligrafía dudosa. La película es El infierno del odio. Akira Kurosawa. 1963.

 La historia comienza con una reunión de negocios en la casa del protagonista. A través de las ventanas de su casa se divisa –se domina- toda la ciudad. Tiene la ciudad a sus pies. Es un hombre importante, poderoso, un rico ejecutivo de la industria del calzado en Yokohama. Nuestro protagonista, el Sr Gondo, ha invitado a su casa a la junta directiva de la empresa, la cual está formada por 3 o 4 ejecutivos-alimaña que conspiran para ver quien se hace con el control de la empresa.

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 El retrato que hace Kurosawa de estas aves de rapiña sigue vigente 45 años después y demuestra la modernidad aplastante de la película. Estos ejecutivos consideran que, tanto el liderazgo como los objetivos de su empresa, están obsoletos; pretenden hacer algo barato, de mala calidad (rebajar los costes) y aumentar las ventas y los consiguientes beneficios. Saben que los zapatos deben gastarse rápido para vender más, si son duraderos, malo.
Pero el Sr Gondo no opina lo mismo, cree que los zapatos no son un adorno o una marca, los zapatos soportan todo el peso del cuerpo, deben ser buenos, tener calidad. Él empezó de aprendiz a los 16 años, conoce cada ruido, cada olor de su empresa. Gondo ama el buen trabajo por encima de los beneficios, quiere hacer zapatos cómodos, a la moda, duraderos. Piensa que a la larga darán beneficios. Es un romántico, cree que su empresa, además de ganar dinero, debe aportar algo a la gente. No podría trabajar en Wall Street.

 Todo esto, al fin y al cabo, no es más que la lucha eterna entre los viejos tiempos (hacer algo digno) y los nuevos tiempos (ganar dinero rápidamente a costa de lo que sea).
Pese a todo, Gondo guarda una carta ganadora en la manga de su camisa, ha reunido una gran cantidad de dinero y ha hecho un acuerdo financiero que le permitirá tomar el control de la empresa. Si esta maniobra fracasase, le llevaría a la ruina a él y a su familia.
Pero algo sucede.

 Secuestran a un niño y el destino le pone a prueba. Gondo se enfrenta a un dilema moral, su humanidad se encuentra atrapada en una balanza, se expone a perderlo absolutamente todo a cambio de la vida de un niño. A cambio de levantarse cada mañana y poder seguir mirándose al espejo.
El título original de la película es “Los que están arriba y los que están abajo”. La casa en la colina del Sr Gondo está tratada como si fuese la casa del señor feudal. El secuestrador ambiciona y odia, al mismo tiempo, la posición y el dinero de Gondo. Kurosawa nos cuenta en esta historia que la pobreza y el estatus financiero son irrelevantes; el secuestrador es una víctima de la sociedad tanto como Gondo es víctima del chantaje del secuestrador. El dinero y la casa en la colina no pueden protegerlo del mundo caótico en el que vivimos.
De igual modo, Kurosawa dice que la responsabilidad lo es todo. Está aprobando literalmente la idea de que en un mundo caótico las personas se miden según las decisiones que toman, una idea que aparece en la mayor parte de sus mejores trabajos. La película pregunta acerca de lo que significa ser responsable y de aceptar las consecuencias de tus decisiones. Quizá, en parte, de eso se trata ser persona. En Japón a esto, a menudo lo denominan de otra forma: honor.

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 Kurosawa tiene tantas películas excepcionales que es imposible saber cual es la mejor. Sin duda, ésta descansa entre las mejores. Es una obra maestra de la estructura y trata temas que van más allá de la típica película policíaca. Es inteligente y técnicamente maravillosa. Poca gente ha usado de forma tan maravillosa la pantalla panorámica como este director, las puestas en escena están hechas en función del formato, con un gusto excepcional por el encuadre.
Casi todas las películas de Kurosawa, a partir de los 50, están hechas en anamórfico y con una gran profundidad de campo. De esta forma, al estar todo enfocado, vemos todo lo que ocurre en primer término y las reacciones de los demás hacia el fondo de la imagen. Exprime el formato de una manera enormemente expresiva y crea sus imágenes como si fueran las capas sucesivas de una cebolla. En primer término sucede una cosa, a mitad del encuadre otra y al fondo otra. Y siempre sabes qué está pensando cada personaje. A ser capaz de hacer todo esto, se le suele llamar vulgarmente, ser un maestro.

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 Todo lo que he contado hasta ahora corresponde a la primera parte de la película, que transcurre, de principio a fin, en el salón del Sr Gondo, donde se pone de manifiesto el magisterio de Kurosawa en cuanto al ritmo, la puesta en escena y la dosificación de la intriga.
La historia está estructurada en dos actos. El primero abarca el secuestro y las negociaciones. El segundo es la búsqueda y la caza de un hombre, trata del rescate, la investigación y la resolución del caso.
Las dos partes están divididas por el emocionante pago del rescate en el tren bala, donde a Gondo le obligan a tirar su vida por la ventana o, mejor dicho, por la ventanilla de un tren. Después de la dramatización teatral de la primera parte, destaca mucho más la acción puramente cinematográfica en el tren bala. La secuencia en el tren dura 5 minutos y es una de las secuencias más excitantes de la historia del cine (para mí, claro). Hay mucha gente que piensa que en el cine clásico no había planos con cámara al hombro, creen que es un invento de “Salvar al soldado Ryan” o “El ultimátum de Bourne” (película maravillosa, por otra parte). Parece que no.

 La segunda parte de la película es un relato policiaco donde es imposible no darte cuenta de que Kurosawa es un narrador magistral. Vemos como van estrechando el cerco para encontrar al secuestrador gracias a los métodos deductivos, el ingenio y el sentido común de los policías. Una policía reposada y metódica que se reparte las pistas y agota todas las posibilidades en un mundo donde Google todavía no ha hecho acto de presencia.
La película hace que comparemos el método de investigación americano con el método oriental. A diferencia de las películas americanas, aquí no hay un detective protagonista que acapare la atención, hay un grupo que colabora en equipo, nadie es protagonista. En Japón ese afán de protagonismo está mal visto, todos se comportan como si fueran parte de un engranaje, son hormiguitas donde nadie destaca por encima del otro.

 Los fenómenos atmosféricos casi siempre son un personaje más en las historias de Kurosawa. La lluvia de sus películas es insuperable (“Los siete samuráis”, “Rashomon"), el viento y el polvo en “Yojimbo” es espectacular (cuantos westerns han copiado esta escenografía). En esta película le toca al calor, un calor húmedo, pegajoso, sofocante. Un calor que se agarra a la piel y añade tensión a la historia.

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 El mundo de los objetos está retratado de forma maravillosa. Un reloj de pared marca el principio y el final de esta historia, el tiempo es muy importante porque ésta es una película de secuestros, posiblemente una película de secuestros pionera, donde el secuestrador mantiene en vilo a la policía con llamadas de teléfono.
El secuestrador también posee un objeto que lo identifica: sus gafas de sol. Estamos en una época donde las gafas de sol tenían un significado, servían para identificar a los malos de las películas. Todavía quedaba lejos la época donde las gafas de sol las llevaban los “cojonudos” (Reservoir Dogs) o servían para vender millones de unidades (Matrix).

 Es una de esas películas que, en cada visionado, descubres cosas nuevas. La última vez, descubrí un detalle que me dejó pasmado. En la secuencia del tren bala hay un plano donde uno de los policías va durmiendo apoyado en la ventanilla, en ese encuadre tiene mucha presencia una botella transparente (parecida a una de Coca-Cola) que está en la repisa de la ventanilla. La botella está medio llena, no tiene ningún tipo de marca (le han quitado la etiqueta) y no hace publicidad de nada. Sin embargo, todos sabemos que en las películas los objetos no están delante de la cámara por casualidad, es decir, la botella tiene una razón de ser o, más bien, de estar.
Pues la razón de estar de la botella es la siguiente: es publicidad encubierta… del tren.

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 A través de la ventanilla observamos que el tren va a toda velocidad y el agua de la botella de la repisa no se mueve. El tren ni siquiera vibra. En casi todas las películas japonesas de los 60 y los 70 sale el tren bala, en su momento era el no va más de la tecnología y lo usaban como seña de identidad de Japón. Ahora imaginad un tren español en el año 63 y poned la botella en la repisa, amarradla con cinco docenas de tornillos a la madera podre e intentad que no vibre. Imagino que observar a tus compañeros de vagón era como pasar la mañana viendo a Michael J. Fox. En cuanto la gente veía algo totalmente quieto se mareaba porque el cerebro no era capaz de asimilarlo.

 Volvamos a la película. Kurosawa, cuando mete publicidad en su película (y aquí viene lo importante), aparte de ser sutil, cree que el espectador es inteligente, cree que el espectador es capaz de… pensar. Trata de que el público que vea la película participe, es decir, respeta a los espectadores de su película. Comparad esto que acabo de contar con la forma en que te endiñan la publicidad hoy en día y comprenderéis mi asombro.


                                       “Puede que el viejo esté anticuado, pero
                                        al menos sus zapatos son de verdad”