13 abril, 2016

Del revés

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 De vez en cuando, Pixar ofrece otra de esas proezas visuales que dejan al espectador noqueado, como si chocase con la mandíbula de Charlton Heston. Ya nos habían mostrado la angustia de convertirte en un juguete viejo ('Toy Story'), el origen de la vida a través de un robot oxidado ('Wall-E') que respira y se asombra como Chaplin, y el correr del tiempo a través de un matrimonio de ancianos ('Up') cuya vida pasa ante nosotros en cinco minutos deslumbrantes y demoledores. En esta ocasión, la aventura se titula 'Del revés' y las luminarias de este estudio de animación (en este caso firman Pete Docter y Ronnie del Carmen, pero cuentan con la ayuda del resto de cráneos privilegiados, estoy seguro) van más allá y nos explican cómo funciona el barullo interno que reside dentro de nuestras cabezas. Y lo hacen con elocuencia y profundidad, un ritmo trepidante y un árbitro acreditado: la risa.

 'Del revés' comienza con el nacimiento de Riley, una niña a la que vemos crecer desde un lugar único: su cerebro, una torre de control donde sus cinco emociones básicas, la Alegría, la Tristeza, el Miedo, el Asco y la Ira, toda una macedonia de personajes, manejan o, más bien, improvisan sus reacciones. Así, viendo a Riley desde dentro y desde fuera el guion responde a preguntas universales: ¿Por qué nos enfadamos? ¿De dónde sale la nostalgia? ¿Cómo se activa nuestra voz interior? ¿Y el olvido? ¿Qué mecanismo provoca que algunas imágenes se agarren para siempre? ¿Cómo arraiga la personalidad? En la descripción de ese mundo interior, donde algunos recuerdos desaparecen y otros se convierten en «esenciales» y se ordenan en un almacén de la memoria al que conviene acudir cuando el presente aprieta, hay una lucidez prodigiosa. La obsesión de Alegría, siempre estresada y tensa como una pandereta, es alejar de las manos de una Tristeza dolorosamente cómica estos recuerdos «esenciales». Algo imposible, por supuesto.

 Sobre este columpio en el que se balancean la alegría y la tristeza descansa la gran idea del argumento, tan difícil de sustanciar en imágenes y que Pixar expone con una sencillez que abruma: no es posible la una sin la otra. Ambas se complementan. En nuestra actualidad de felicidades artificiales, recompensas instantáneas y sonrisas impostadas, que una película le diga a los niños -y a los adultos- que estar triste puede ser bueno y, a veces, hasta necesario, se me antoja un brote anarquista.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

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