Seguro que todos recordáis los años 80. Ese tiempo de Breakdance callejero, guerra en Las Malvinas, Madonna y sus cruces ardiendo o la mancha en la cabeza de Gorbachov. En aquella época, sin necesidad de redes sociales, éramos capaces de superar los mayores traumas: los calentadores de Flashdance, ver a Phil Collins con pelo, Michael Jackson disfrazado de zombie, Bon Jovi intentando parecer heavy, Maradona metiendo gol con la mano, el señor Miyagi, Milli Vanilli, el SIDA, la Nintendo, El equipo A o las tres R (Rockys, Rambos y Regresos del futuro). Por lo que se ve, podíamos asimilarlo todo, el stress, todavía no existía como tal, se inventó después.
Pues bien, hace poco he visto una de esas películas ochenteras que aparecen ante ti con años (décadas) de retraso y que tienen esa extraña cualidad llamada rareza. El Ansia. Tony Scott. 1983.
Le he puesto la etiqueta de ochentera no porque se haya rodado en esos años sino porque conserva todos los estigmas característicos de esa época donde la colocación minuciosa de la hombrera se consideraba un arte mayor. En los años 80 hubo un desembarco comparable al de Normandía por parte de unos cuantos cineastas británicos. Fabricaron unos artefactos a los que llamaron películas, muchos de esos títulos todavía permanecen en el recuerdo debido al gran éxito que alcanzaron, otra cosa es contemplar esas películas hoy en día, la mayoría ni siquiera se pueden salvar con el factor nostalgia, dan tanta grima como observar a una persona con el corte de pelo de Cristiano Ronaldo dentro de veinte años.
De esa generación de bárbaros británicos, destaca por encima de todos Ridley Scott y su hermano Tony o, al revés, Tony Scott y su hermanísimo Ridley, como más os guste. El resto de la tribu de perpetradores eran tipos como Adrian Lyne (Nueve semanas y media, Atracción Fatal), Alan Parker (Fama, El expreso de medianoche) o Hugh Hudson (Carros de fuego, Greystoke). He escogido a estos cinco fulanos porque forman un grupo homogéneo con una carrera y unas inquietudes visuales muy parecidas. Todos venían de la publicidad y de la realización de videoclips cuando se pusieron a dirigir películas siguiendo los mismos patrones, es decir, como si fuesen videoclips de lujo. En muchas de esas historias parece que la película se ha rodado para acompañar a la banda sonora y no al revés.
Dentro de esta pandillita, Tony Scott, fue un gran clásico de los 80: Top Gun, Superdetective en Hollywood II, Revenge, Días de Trueno, El último Boy Scout.
El Ansia fue su primera y sorprendente película, sobre todo teniendo en cuenta las historias que fabricaría después. Se puede decir que es una historia de vampiros, aunque muy peculiar. No hay capas, estacas, crucifijos ni colmillos. No se pronuncia la palabra vampiro en ningún momento.
Catherine Deneuve es una vampira de la antigüedad que vive en Manhattan. Como no podía ser de otra manera, es enigmática, elegante, decadente y sofisticada. Por si esto fuera poco, lleva unos peinados hitchcockianos salidos de la Tippi Hedren de Los Pájaros. Tiene la misma enfermedad de todos los vampiros, es decir, pánico disimulado a la soledad, lo que soluciona teniendo pareja, en este caso, nada menos que David Bowie.
Viven rodeados de tesoros antiguos y se dedican al hedonismo profesional, esto es… pasar el tiempo. Entre travellings laterales, cortinas ondulantes, interiores Luis XVI, haces de luz entrando por las ventanas y música de Bach y Shubert… van disfrutando de su condición de vampiros de la alta aristocracia manhatteña.
Todo va de maravilla hasta que David Bowie comienza a envejecer súbitamente. Esto ya le había ocurrido a Catherine Deneuve con otras parejas, no hay ninguna explicación aunque, aparentemente, ocurre cuando ella deja de amarlos.
Se ponen en contacto con una doctora –Susan Sarandon- pionera en la investigación acerca del envejecimiento de la sangre para descubrir lo que está destruyendo a Bowie. En todo esto sobrevuela de forma más o menos encubierta el SIDA, recién descubierto por esos años. Es una película sobre el miedo a la muerte o, más bien, sobre el miedo a envejecer.
Como todas las películas y libros de vampiros, ésta es una historia de relevos, de cambiar a unos por otros, de forma que Catherine Deneuve y Susan Sarandon pasan a tener un rollete lésbico que convertiría a esta última en icono gay y a la historia en una película de culto ochentera.
Sin duda, con una historia mínima, pretenciosa y endeble, el punto fuerte de la película es su armazón visual. Con palomas a cámara lenta, un ambiente somnoliento, una atmósfera absorbente y una fotografía técnicamente apabullante al mismo tiempo que relamida hasta el empalago… el colmo –o el climax- llega con la escena lésbica entre cortinas ondeantes y vaporosas con Maria Callas cantando opera.
Los hermanos Scott son adictos a las máquinas de humo y los ambientes cargados, se desconoce que harán ahora con la ley antitabaco. Sin esa justificación de las atmósferas nicotinosas y escasas de oxígeno ¿seguirán entrando por las ventanas esos haces de luz perfectamente delineados? ¿seguirá habiendo nueve soles rodeando el planeta para que en CSI o cualquier otra serie entre un rayo de luz con una dirección opuesta al anterior en cada ventana?. Toda esta estética de preciosismo recargado acababa delatando a los directores procedentes de la publicidad y los videoclips, tan en boga en esa época. Esto le ocurre hoy en día a los realizadores de videoclips tipo MTV, los tics han cambiado pero el concepto no. Cuando se ponen a hacer películas hacen un despiece de planos de 0,2 segundos de duración rodados con una parafernalia obscena de grúas, cabezas calientes, cámaras lentas y cualquier cosa más que se os ocurra. Este nuevo (ya no tan nuevo) estilo taquicárdico intenta que la historia sea inexistente, procurando enlazar escenas como si de una montaña rusa se tratase. El fin último parece ser que no nos enteremos de nada. Al ver los extras del DVD, nos percatamos con asombro de que todo respondía a una elaborada coreografía.
Ahora voy con lo que me gusta de la película: su osadía, sin duda, infinita. Porque hay que echarle mucho valor para hacer una película con todos estos ingredientes sin miedo a caer en el ridículo (aunque te despeñes). Por si esto fuera poco, Tony Scott se dedica a saquear (literalmente) otra película hecha por su mismo hermano el año anterior: Blade Runner. Luces estroboscópicas, humo, haces de luz, peinados, ambientes cargados. Hasta los efectos de sonido, tan característicos en Blade Runner, son exactos en esta película. Y lo mejor de todo es que Blade Runner, hoy unánimemente considerada una obra maestra del cine, en su momento fue un estruendoso fracaso. Pues he aquí al hermano pequeño que copia una película hecha por su hermano mayor y, no contento con eso, a contracorriente de cualquier tendencia y para el desquicie de cualquier productor, se pone a copiar un fracaso. Quien sabe, quizá Tony Scott era un visionario que ya sabía que el tiempo pondría a Blade Runner en su sitio.
El Ansia no es, sin duda, una gran película pero contiene un ingrediente en vías de extinción en el cine comercial que se rueda hoy en día. Ese ingrediente fundamental, para el espectador que gusta de que le propongan una historia original, es el atrevimiento. Muchas veces se convierte en fracaso, pero aún fracasando es un rasgo estimable. A menudo conviene ver las películas sin una pesada mochila en la que transportes una visión preconcebida por culpa de las obras maestras del cine que ya has visto. Tener un concepto rígido de lo que debe ser una buena película, sólo te aproxima a lo dogmático, como si la escala para valorar una película viniese escrita en algún santo evangelio. No es fácil ver las películas con los ojos abiertos, como si fuese la primera vez y la historia de la que vas a disfrutar se dispusiese a sorprenderte (algo que luego ocurre en contadas ocasiones).
Algunas veces, leo críticas de películas en los medios donde el escritor ha visto la historia con los ojos de una película anterior que utiliza para comparar y valorar a la actual. Yo tardé mucho en aprender a ver las películas con ojos de amnésico. Hay que entender que puede haber películas muy buenas que no te gusten, una cantidad razonable de obras maestras que son malas películas y muchas malas películas que, sin embargo, a uno le gustan. Es difícil aprender que no debería haber un patrón para considerar lo que es una buena película o una mala película.
Aún así, es entendible porque, saltando al otro lado del espejo, los tipos que hacen las películas hoy en día, las hacen también siguiendo un patrón. Ahora puedes rodar una invasión alienígena que extermina a la mitad de la raza humana pero no verás, eso sí, demasiada sangre, no sea que le quiten la calificación para todos los públicos y pierdas unos eurillos. Entre los rebeldes habrá un negro que, al final, se sacrifica heroicamente, un protagonista masculino a punto de tener un hijo, un hispano que previsiblemente morirá pronto y ahora (es la moda) una protagonista femenina aniquiladora de aliens, como Sigurney Weaver pero más sexy.
Este esquema está fabricado para ese cine comercial y de consumo efímero pero se puede hacer una clasificación similar para otros tipos de cine. En 2011 se va a estrenar una película llamada “Super 8”, los publicistas de este tipo de eventos llevan todo el año dosificando trailers misteriosos en Internet y filtrando rumores para alimentar la curiosidad del público. Las precampañas de superdiseño de estos estrenos multitudinarios (por aquello del presupuesto generoso para estos menesteres) dan la matraca a toda la gente anunciando que esta película es una mezcla de E.T. y Monstruoso.
Así funcionan las cosas ahora, para que un estudio le de luz verde al rodaje, tienes que ir a vender previamente tu película al despacho de un jefazo que quiere escuchar, en nombre de sus sagrados beneficios, el gran éxito que tu historia supondrá para las arcas del estudio. Por supuesto, ninguno quiere una historia arriesgada ni que le hables de la psicología del personaje. Si vas a hacer una historia romántica le explicas que va a ser una mezcla de Pretty Woman y Titanic con Julia Roberts –claro- de protagonista, si vas a hacer una película de guerra afirmas que va a ser algo así como Salvar al soldado Ryan con unas pizcas de La vida es bella y con el actor de moda en ese momento, aunque sea Orlando Bloom. En esas reuniones se aprecian enormemente afirmaciones del tipo “tenemos a Matt Damon”, dando por sentado que lo has cazado y que trae consigo la taquilla de Avatar en el bolsillo trasero de su pantalón. Películas de manual, películas de fórmula, olisqueando las últimas tendencias, sean vampiros, comics, zombies etc. Eso es lo que piden, eso es lo que tienen, eso es lo que nos dan desde que los mandamases de Hollywood son unos ejecutivos de Wall Street preocupados por los números y el blockbuster en lugar de pretender contar una historia coherente. En realidad, de lo que están preocupados es de su puesto privilegiado de trabajo, saben que la vida media de un alto ejecutivo del cine es escasa y que su única defensa son las cifras astronómicas, su cabeza suele depender de ello.
Lo anterior sólo es una explicación (hay muchas otras) de por qué el cine de estudios es tan penoso actualmente. Quien quiera encontrar una película interesante, original, tendrá que buscarla en otros sitios donde propongan otras cosas además del culto desaforado al capitalismo de taquilla. Hubo una época donde los estudios intentaban contar una buena historia, confiando en que la gente iría a verla a las salas. Esa época ya ha pasado.
El ansia es el ejemplo de película rara que propone cosas fuera de la norma en ese momento. De un tipo que empezó (en esta única película) haciendo una cosa para, a continuación, convertirse para siempre en la contraria: un director de lujo a sueldo de los estudios preocupado por generar vehículos de acción para actores famosos. Recaudación y dinero a cualquier precio, esa fue su elección.
Vivimos en un mundo obsesionado por el resultado inmediato, el miedo al fracaso lo atenaza todo. El miedo a cometer errores lo paraliza todo sin que nadie se de cuenta de que los errores son el método más infalible de cara al aprendizaje. De los errores han surgido los aciertos más deslumbrantes. La paciencia, poco a poco, se está convirtiendo en un ser mitológico, todo se quiere para ahora y acertando a la primera, que le pregunten a los entrenadores de fútbol. Los hacedores de películas parece que tienen que garantizar el éxito de algo antes de hacerlo. Quien vive preocupado por el miedo nunca arriesga, quien nunca arriesga nunca acierta y, mientras tanto, ahí seguimos: viendo “Crepúsculos” o “Piratas del Caribe 4”.
Si echamos un vistazo a nuestro alrededor, vemos que ocurre lo mismo, la alergia al riesgo o al error es total. Veamos el caso de facebook, para bien o para mal, uno de los últimos inventos globales. El asunto es que un chaval de Harvard inventa una red que pone en contacto a los alumnos de su universidad y por cosas tan elementales como el cotilleo o el ligoteo, la red se convierte en un éxito local. El chaval, que no es nada tonto, se percata del pelotazo que puede suponer expandir todo esto al mundo real (o virtual, según se mire) y, de forma resumida, se pone a ello. Resultado: seis años después facebook cuesta 25 billones de dólares. Este chaval fue capaz de coger una idea, tomar decisiones, mejorarla, llevarla a la práctica y consolidarla. Lo hizo.
Veamos ahora Microsoft o Google, auténticos imperios. Cientos de trabajadores, gabinetes insuperables de I+D, toda la tecnología más avanzada a su disposición, todos los informáticos más chachis fichados a golpe de talonario y ¿cuál es el resultado?: que un chaval de Harvard es el que da el pelotazo. Seguramente cuando surge una buena idea en estas empresas, simplemente para llevarla a la práctica tiene que pasar por tantas tomas de decisiones de ejecutivos, jefes, subjefes y demás que su evolución se convierte en algo lento y pesado. A eso se añade que en un punto del camino, la empresa tiene que apostar por esa idea y llevarla a la práctica, es entonces cuando comienza al miedo al fracaso, a quedar en evidencia, a hacer el ridículo ante tus competidores. La mitad de las ideas se mueren de aburrimiento por el camino y la otra mitad las mata el miedo. En un mundo basado en la rapidez, estos imperios se comportan como un dinosaurio lento. Pero he aquí que el chaval de Harvard no está sujeto a todas estas trabas, simplemente cree en su idea… y actúa.
¿Tenían en Google medios e inteligencia para crear algo como facebook?. Sin duda. Pudieron hacerlo sí, pero… simplemente no lo hicieron. Con Youtube, salvando las distancias, ocurrió algo parecido. Acabaron poniendo encima de la mesa 1300 millones de euros para comprar esta web de publicación de vídeos gratuitos creada por dos jóvenes veinteañeros: Chad Hurley y Steve Chen.
Google es todopoderoso sí, pero en lugar de crear, casi siempre termina por sacar el talonario.
En el cine llevan siguiendo ese método desde el inicio de los tiempos: comprar el alma del que haya hecho una película exitosa y con talento. Si se prefiere, ficharlo, importarlo, adquirirlo.
Cada vez es más difícil que una historia nos asombre, sea fresca, original, divertida… o, el colmo, atrevida.
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