Hace un rato, estaba leyendo en el periódico una de esas noticias que hace mucho que se han convertido en cotidianas. Una de esas noticias que hablan de corruptelas varias, vástagos de alcaldes, agrestes concejales, facturas de prostíbulos, adjudicaciones democráticas a dedo, derechos de pernada etc. Leyendo todo este canto a la vida me vino a la cabeza una frase de una película: “Claro que conozco al alcalde, el pasado mayo voté seis veces por él”
Naturalmente, la frase me arrastró hacia la película y, aquí estoy, haciendo de negro de mí mismo. En vez de negro, me voy a autodenominar “ghost writer”, como dicen los americanos, sin duda mucho más glamouroso. La película es Muerte entre las flores. Joel y Ethan Coen. 1990.
Un sombrero cae a cámara lenta sobre un suelo lleno de hojas secas, una ráfaga de viento hace volar el sombrero, que se pierde al fondo, entre los árboles, alejándose de nosotros hacia el bosque. Encadenamos con unos planos en contrapicado de los árboles de un bosque, recortados contra el cielo en un lento y majestuoso travelling. Más adelante nos enteraremos de que ese plano es el punto de vista de los muertos que se quedan allí enterrados. Este bosque, donde los gangsters ajustan sus cuentas, se llama Miller´s Crossing y ese es el título de esta película. Por mi parte, no tengo ningún interés en saber qué clase de merluzo la bautizó en castellano como “Muerte entre las flores” si ni siquiera hay flores por ninguna parte. Esta incógnita bautismal forma parte de esos misterios absurdos que ni siquiera tiene gracia resolver.
La ciudad. Una ciudad corrupta y sin nombre. Podría ser “Poisonville” la ciudad donde transcurre la trama de “Cosecha Roja”, la mejor novela negra que he leído, firmada por un fulano llamado Dashiell Hammett. Ambientada en la época de la ley seca, la policía está en connivencia con el gangsterismo y, como cualquier ciudad corrupta que se precie, está repleta de personajes desarraigados y pintorescos, también llamados maleantes.
Unos cubitos de hielo caen sobre un vaso de whisky. Alguien apaga un puro en un cenicero. Dos gangsters están hablando de “ética”, Leo (irlandés) y Johnny Caspar (italiano). Este último está tratado como si fuese una caricatura grotesca de Don Corleone, un mafioso cretino y esperpéntico con el que los hermanos Coen aprovechan para hacer una sátira de la mafia italiana. Leo domina la ciudad pero, en el horizonte, ya se huele una lucha de poder entre jefes del hampa.
A continuación viene la presentación del protagonista, una presentación insuperable. Por detrás de estos dos mafiosos, un tipo se acerca a cámara desenfocado, porque ese es su trabajo, estar en la sombra, es el que hace el trabajo por detrás, el que no sale en los títulos de crédito, el que piensa. Es el sujeto que camina tras el gran hombre, el tipo que le susurra en la oreja, pero su trabajo es estar desenfocado detrás de él. Su nombre es Tom Reagan.
Tom es lugarteniente, mano derecha y asesor de Leo. Un tipo manipulador, duro, frío y calculador, ambiguo moralmente, lacónico, implacable y, por supuesto, con sus propios principios. Domina como nadie el humor sarcástico de forma arrogante, para lo cual es imprescindible ser escéptico, descreído, hábil y endiabladamente inteligente.
Leo. Es el dueño absoluto de la secuencia más espectacular de la película (y posiblemente una de las mejores secuencias del cine de los 90): el ataque nocturno a casa de Leo.
Esta secuencia posee una extraña y extraordinaria fluidez, una belleza excesiva y una especie de ritmo inexorable.
Un grupo de matones entran en casa de Leo con la intención de liquidarlo. Leo, que parece inmune a las balas, se carga a todos los que le salen al paso con una metralleta Thompson en la mano. Al final sólo queda él en pie mientras su casa arde detrás de él y en su tocadiscos suena “Danny Boy” a todo volumen. Tienen razón sus secuaces, el viejo Leo sigue siendo un artista con una Thompson en la mano.
Al menos de momento, es el amo de la ciudad, sin embargo, en un mundo donde los errores se cobran y las debilidades se pagan muy caras, Leo tiene un punto débil: su novia Verna.
Verna es “la chica”. Con ella se acabó el que sólo los tipos duros tengan las mejores frases, se desenvuelve de maravilla entre réplicas a bocajarro y comentarios sarcásticos. Es auténtica, contundente, una mujer que juega al póker con los hombres y gana. Maldita sea, Verna huele a tugurio.
Leo es una presa fácil para alguien tan curtido como Verna. Sólo hay un “pequeño” problemilla: Verna también se acuesta con Tom Reagan.
En esta película de sombreros y cortinas mecidas por la brisa, de diálogos brillantes, frases afiladas, réplicas inteligentes y contrarréplicas todavía más geniales, acabamos descubriendo lo que ya sospechábamos, que debajo de ese sombrero que se llevaba el viento al comienzo de esta historia, vive Tom Reagan. Es un buen perdedor y lo único que está dispuesto a conservar es, precisamente, su sombrero, que tiene la fatal tendencia a caer de su cabeza, casi siempre debido a las hostias que recibe (como manda la tradición del género). Tom atraviesa la historia con total indiferencia hacia su entorno, está sólo, absolutamente sólo. Y lo sabe.
Pese a todo, al final Tom Reagan consigue su propósito: poner orden en un sitio que nunca tuvo orden y nunca lo tendrá.
TOM: “Precisamente, intimidar a mujeres débiles
es mi trabajo”
VERNA: “Pues encuentra una e intimídala”
Con todos estos mimbres y un argumento laberíntico, los hermanos Coen hacen una película abrupta e intensa, una historia de lealtades y traiciones, de admiración y rivalidad, donde algunas veces brilla algo así como una especie de código de honor. Construyen algo así como una mezcla entre las películas de gangsters de los años 30 y el cine negro de los 40, recuperando las esencias y las imágenes típicas del cine negro.
Dentro de 20 o 30 años, el tiempo hará que esta película tenga una altura tal que será capaz de mirar directamente a los ojos de títulos como “El sueño eterno”, “El halcón maltés” o “Retorno al pasado”.
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