12 junio, 2016

Los Sobornados

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 En el cine negro abundan los bolsillos llenos de pistolas. Cada vez que alguien escucha cómo llaman suavemente a su puerta, suele introducir un revólver en el bolsillo mientras suspira un «por si acaso». Se trata de un acto reflejo para espantar dudas, un aspaviento previsor, digamos. Además, los descansillos de esta raza de películas son imprevisibles. Abres la puerta y se materializa una sombra expresionista, un detective haciendo preguntas que confunden la trama o una mujer con cara inocente que viste una gabardina también con bolsillo y pistola. Parece natural que con tanto hierro en la alforja en ocasiones se escancie algún disparo, como sucede un par de veces en 'Los sobornados', un relato criminal que tizna de negro el argumento, la fotografía, el café e incluso el humor. «Mantén el café caliente», le dice Glenn Ford a un ordenanza en la última frase de la película, como si a lo largo del metraje no se hubiese producido una de las escenas más violentas de la historia del cine cuando Lee Marvin arroja café hirviendo al rostro de Gloria Grahame.

 'Los sobornados' agarra al espectador por el cuello desde el primer fotograma y a partir de ahí el ritmo no hace más que crecer gracias al dominio narrativo de Fritz Lang, que muestra, oculta, frena o acelera la acción con una puesta en escena tan sencilla, fluida e invisible que uno queda atrapado en la tela de araña sin apenas percatarse. Por supuesto, la historia incluye todos los temas predilectos del director alemán: la violencia (rebajada con maestría y elegancia al utilizar con gran astucia el fuera de campo), la venganza, la corrupción y el individuo luchando en soledad contra un colectivo siniestro, en este caso un policía atormentado, Glenn Ford, que intenta desmantelar un imperio mafioso que ha asesinado a su mujer y carcomido la ciudad.

 «Yo he sido rica y he sido pobre. Y créame, ser rica es mucho mejor», dice Gloria Grahame, la amante del gánster, mientras flirtea con Glenn Ford. No le importa que sea el tipo que abofeteó a Gilda. Su personaje hace el viaje de una mujer fatal a la inversa: comienza siendo frívola y divertida, y termina enamorada del policía, con el rostro destruido e inmolándose. Lang le devuelve toda su dignidad en el tiempo de descuento, cuando Ford, tras negarse varias veces, por fin le cuenta cómo era su esposa y su vida familiar. Ella, que solo obtuvo abrigos de visón a cambio de obediencia, antes de morir, escucha fascinada el deletreo de la complicidad de una pareja. A Gloria Grahame le basta la mitad de la cara para conseguir que la película entre en combustión.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

02 junio, 2016

La taberna del irlandés

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 Solo alguien con un mundo interior a la altura de Stalin o Torquemada pasaría de largo ante una película en la que las palabras «taberna» e «irlandés» viajan juntas en el título. John Ford se traslada a la Polinesia francesa en busca de un lugar donde el tiempo se mida con un reloj diferente y le permita rodar otro de sus relatos sobre la vida primitiva. Necesita uno de esos territorios soñados que los autores de fuste denominan «paraísos perdidos» y que su clientela habitual resume en una sola palabra: Innisfree. 'La taberna del irlandés' se puede definir por tanto como una sucursal de 'El hombre tranquilo'.

 «¿Queréis pasar ocho semanas en Hawai este verano, chicos?», preguntó Ford a John Wayne y a un Lee Marvin destinado a interpretar al personaje pendenciero habitualmente reservado a Víctor McLaglen. Naturalmente, uno echa de menos a Maureen O'Hara (una pelirroja con ese genio en los mares del Sur podría provocar un segundo Pearl Harbor), aunque es justo reconocer que Elisabeth Allen está estupenda, con un carácter deliciosamente belicoso y pastoreando de maravilla vendavales y besos fordianos que son como huracanes fuera de temporada. El argumento de tan simple es casi inexistente. Una rica heredera llega a la isla de Haleakaloha dispuesta a dejar a su padre (al que no conoce) fuera del testamento de su abuelo debido a su conducta inapropiada. En la puritana sociedad de Boston el hecho de haber tenido tres hijos con una nativa se considera un cataclismo.

 Suele citarse 'La taberna del irlandés' como una de sus obras más flojas; sin embargo, en esta comedia despreocupada y sencilla sobre una forma de vivir que el turismo y la intolerancia religiosa corromperán sin remedio, está todo Ford. Desde su idea de comunidad, en esa misa de Navidad donde están presentes todas las razas en una iglesia de goteras torrenciales, hasta su forma de revestir de dignidad la palabra «mestizo» sin necesidad de pontificar sobre el racismo. El humor y los puñetazos, convertidos casi en estructura narrativa, también acuden a la cita. Faltaría más. Wayne y Marvin cumplen años el mismo día, asunto que suelen celebrar con una gran pelea que comenzó en el pasado con una ofensa que ya nadie recuerda y que llega hasta el presente con el vigor de las tradiciones bien asentadas. Los combates de boxeo deberían abolir la campana y comenzar con la elegancia gaélica de Marvin, que entra en la taberna y, dispuesto a destruir todo, exclama: ¡Hay un espejo nuevo!


                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)