28 abril, 2013

Half the perfect world



 Un viejo chiste de Woody Allen: “Hice un curso sobre lectura rápida y leí «Guerra y Paz» en veinte minutos. Trata de Rusia”. Viendo el porcentaje de aciertos y la forma de proceder de economistas y políticos, grandes pronosticadores del pasado, solo queda dar la razón al señor Allen. Todos han rebasado el nivel máximo tolerable de estupidez. Mientras en Europa utilizan un extraño torniquete (cuanto más aprietan, más aumenta la hemorragia), aquí se interpreta la economía y se toman medidas con la fiabilidad del que lee las entrañas de una cabra.

 No hay duda de que nuestros gobernantes son grandes aficionados al western. Por eso, como en el antiguo oeste, la clase política está repleta de falsos predicadores y vendedores de crecepelo. Unos virtuosos del endecasílabo que, a menudo, convierten en una psicofonía imposible de entender. Cómo olvidar a Cospedal y su trampantojo de despido diferido, simulado y cualquier otro adjetivo que se os ocurra…

 Los resultados de la Encuesta de Población Activa del pasado jueves son un manojo de datos espeluznantes. Cada vez más, nuestro país se parece a una patada de ahogado. Las personas no encajan en los casilleros de la sociedad. La gente sobra. Hasta nuestro mejor disfraz, el fútbol, ha torcido la cara.

 Que nadie me haga mucho caso. Son solo ganas de incordiar.

24 abril, 2013

Historias de Filadelfia

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 Tuve un compañero de colegio con una extraña obsesión: los enfrentamientos hipotéticos. Siempre se estaba preguntando qué ocurriría si Maradona jugase contra Pelé o si Batman se pelease con Drácula. Música, cómics, fútbol, el tema era lo de menos. Tenía un repertorio extraordinario. Lo he recordado al pensar qué pasaría si reuniesen en una misma película a Cary Grant, Katharine Hepburn y James Stewart, solo que esta vez tengo la respuesta: "Historias de Filadelfia".

 Tres gigantes del cine se van de boda y combinan la alta sociedad con la alta comedia. Elegante y descarado, nadie pone cara de falso asombro como Cary Grant. Pretende recuperar a su exesposa, Katharine Hepburn, y liberarla del tipo repelente con el que se va a casar. James Stewart va a cubrir el evento para la prensa del corazón. Su trabajo le parece denigrante, pero tener el estómago vacío, también, y pese al tono sarcástico inicial con el que trata a los ricos, acaba poniendo su mejor cara de pánfilo y enamorándose de la novia. Katharine Hepburn es la hipotenusa que une a estos dos catetos. Arrogante e inaccesible, interpreta a esa mujer que ya se ponía pantalones en una época en la que el resto de las mujeres llevaban falda.

 Uno viaja por toda la película con la sonrisa en la boca sabiendo que ocurrirá lo inevitable. Hepburn busca marido y pretende casarse con alguien que no sea Cary Grant. Vaya tontería. George Cukor ejerce de árbitro en este combate repleto de diálogos brillantes y réplicas que parecen tiroteos en el OK Corral. Con un reparto irrepetible, dirige una de las películas más emblemáticas de la historia del cine, sin la cual sería imposible entender la comedia americana de la época. Una sátira de las clases altas con una amargura subterránea y que habla de la dificultad de querer a alguien. Cukor muestra un mundo claramente emparentado con las historias de ricos de las novelas de Scott Fitzgerald. Un ambiente de alegría financiera, opulencia distraída y gente lánguida, en el que los ricos son profundamente infelices.


                                                                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

21 abril, 2013

Suspicious Minds



 Un «Suspicious Minds» de Elvis Presley siempre viene bien.

 En la entrada de mi barrio hay una de esas rotondas con la cabeza bien afeitada. Allí se sitúan unos seres encargados de revisar el aliento de los conductores a altas horas de la madrugada. Utilizan un aparato con una tecnología extraordinaria, casi alienígena, llamado alcoholímetro.

 Cuando uno baja la ventanilla, estos seres repiten sus frases de forma autómata, aburrida e inexorable. El proceso está exento de sorpresa. Con el tono del que hace una encuesta demoscópica, siempre comienzan con un “Buenas noches” rápido y un “¿Ha bebido usted alcohol?” más lento. Para romper esta inercia, utilizo el siguiente truco: siempre llevo un faro delantero fundido. De esta manera el evento comienza de forma diferente con un “¿Sabe usted que lleva una luz fundida?” Y uno aprovecha para tender puentes: ¿Cómo? ¿De qué lado? ¿Se habrá estropeado ahora?

 Mucha gente se sorprendería del alto porcentaje de acierto que tiene esta camelancia absurda. Ayer me funcionó. Al llegar la fatídica pregunta de ¿ha consumido usted alcohol? Puse mi mejor cara de Isabel Pantoja recibiendo sentencia. “No”, mentí. “¿Quiere que sople?” La respuesta del guardia civil de tráfico debería blasonar el comienzo de cualquier libro que glose la historia de las rotondas. “Continúe, tal como están las cosas no estamos para tirar boquillas”, respondió. Me espetó semejante brillantez con una sonrisa. Una sonrisa limpia. A veces, uno encuentra el talento en las cunetas.
 
 La caída del imperio romano comenzó con la escasez de boquillas de alcoholímetros. Nadie hizo caso de las señales. Pensé en el ministro Arias Cañete y su ansia por el ahorro repentino de agua. Este policía sencillo (que no simple) no está ahorrando boquillas sino regalando resuello. Con la liposucción social que está sufriendo este país, este señor pretende ahorrar aliento a una sociedad que ya resopla demasiado.

 Me marché con la sensación del zorro que ha escapado de un cepo. Pero no olvidé la sonrisa limpia. No se puede menospreciar algo así en los tiempos que corren.

17 abril, 2013

La niña de tus ojos

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 Billy Wilder contaba esta vieja historia: un oficial austríaco es trasladado al cuartel de un pequeño pueblo cubierto de nieve y allí se enamora de Annemarie, la hija del alcalde. Una noche en la que el amor le impide dormir se va a la casa de su amada y, delante de su ventana, orina en la nieve con la intención de escribir: «Te quiero, Annemarie». Cuando está escribiendo Anne se le agotan las existencias. Desesperado, corre al cuartel, despierta a uno de sus soldados y le ordena que lo acompañe a la casa del alcalde para terminar la frase. Al llegar, apremia al muchacho para que escriba la palabra Marie, pero el soldado se queda paralizado y no consigue cumplir la orden ante la sorpresa del oficial, que le pregunta enfadado: «¿Qué ocurre, es que no puedes orinar?». El muchacho, avergonzado, le responde: «Sé orinar, señor, pero lo que no sé es escribir».

 Esta anécdota ilustra la facilidad de Wilder para saltar de la comedia al drama a velocidad de latigazo. "La niña de tus ojos" posee esa cualidad de congelar la sonrisa gracias a los pequeños detalles de nuestro Wilder particular: el guionista Rafael Azcona. Con un reparto coral, Fernando Trueba dirige a actores que dicen la frase certera en el momento exacto, como recién salidos de un plano secuencia de Berlanga. Los cómicos polacos de "Ser o no ser" se convierten aquí en cómicos españoles, emigrantes que viajan a la Alemania nazi para rodar una coproducción y protagonizan un enredo saleroso y disparatado. Huyen de una España gris, en plena guerra civil, en la que el cine era una vida de repuesto.

 Trueba asume el regusto amargo de las historias de Wilder, llenas de gente en compraventa a cambio de las sobras, y convierte al protagonista, el director de cine Blas Fontiveros, en el C.C. Baxter de "El apartamento". No quiere la llave del servicio de los ejecutivos, acepta todos los ultrajes a cambio de poder acabar su película. Agarrándose a la poca dignidad que le queda, termina en un aeropuerto con una gabardina, un sombrero y un aeroplano que se lleva a la chica. Un Humphrey Bogart prematuro.


                                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

14 abril, 2013

José Luís Sampedro



 Hoy he decidido cambiar la canción habitual del domingo por un vídeo. En esta semana de tanto epitafio, José Luís Sampedro ha tenido su propio final Manriqueño y se ha convertido en océano. Escucharle hablar era como oír a una persona con propiedades curativas. Uno está de acuerdo con lo que dice. También en lo que deja de decir.

 «Sólo entonces, al cabo de los años, comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes seres humanos. Porque todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme» escribe Stefan Zweig.

10 abril, 2013

La fiera de mi niña

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 Tuve la suerte de vivir una infancia en la que las películas que echaban en la televisión eran la promesa de una aventura. Aún era pequeño cuando un sábado por la tarde emitieron "Tierra de faraones", una de esas historias que en el colegio llamábamos películas de "la antigüedad". No sé si las pirámides se hicieron así, pero quiero creérmelo. Por aquel entonces los créditos iniciales me parecían un engorro y no me fijaba en quién había hecho la película. Mucho más tarde, supe que era de un tipo llamado Howard Hawks.

 Decían que sus filmes eran un 20 % más rápidos que los de otros directores, y era cierto. Descubrí que me sentía a gusto a esa velocidad. En el cine de Hawks no existe el énfasis ni la retórica: es un experto en el arte de no darse importancia, lo suyo es la eficacia. Posee la extraña cualidad de convertir historias mínimas en guiones máximos que luego rueda de forma trepidante. "La fiera de mi niña" es un ejemplo de esto. Sin apenas argumento y con la ayuda de un guión desbocado, construye una de las comedias más asombrosas de la historia del cine. Parece que se hace conforme la vamos viendo.

 Cary Grant, un estudioso de los dinosaurios con una novia similar a una merluza congelada, protagoniza esta película de huesos prehistóricos y leopardos perdidos. ¿Que si alguien se puede creer que Cary Grant sea paleontólogo? Por supuesto que sí, por algo lleva gafas. Cuando está a punto de casarse ocurre lo inevitable: aparece una fuerza de la naturaleza llamada Katharine Hepburn y se enamora de él. Hepburn, una criatura diseñada para poner a prueba la teoría del caos, decide conquistarlo y lo arrastra una montaña rusa de situaciones descabelladas con personajes que, sin embargo, hablan totalmente en serio. Grant se convierte en el perro faldero de una mujer tsunami hasta llegar a un clímax delirante en el que aprende a vivir. Se percata de lo divertida que puede ser la vida cuando uno infringe las normas. "La fiera de mi niña" nos instruye acerca de la importancia capital de compartir la vida con alguien que nos haga reír.


                                                                                                                                    (Publicado en La Voz de Galicia)

07 abril, 2013

Everyday



 3 de febrero de 1959. Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper, cansados del autobús en el que viajan de gira deciden ir al siguiente pueblo en aeroplano. La avioneta se estrella. Mueren todos. Esta tragedia pasa a llamarse de forma un tanto pomposa «el día que murió la música». Años después, Don McClean compone su famoso tema «American Pie» pensando en esa desgracia aeronáutica.

 La canción de Buddy Holly que he dejado más arriba aparece de forma recurrente en la película «Las vidas posibles de Mr Nobody», una historia de retorcimientos, jugueteos y dobles tirabuzones que habla sobre la estadística de la vida mientras hace piruetas con el tiempo narrativo.

 Con un lenguaje publicitario y un repaso por todas las teorías del caos, principios de incertidumbre, efectos mariposa y otros regates cuánticos que se resumen en la palabra «azar», toda la película es una encrucijada de decisiones, casualidades, eternos retornos y mundos paralelos que fascinará a científicos y personas aficionadas a mirar atrás y decir: «Si hubiera hecho esto, otro gallo cantaría». Los aficionados a la retrospectiva no suelen diagnosticar que la mayoría de los errores no son problema de canto sino de gallo. Por eso el mundo funciona a base de errores repetidos.

 La necesidad de buscar excusas, explicaciones, de razonarlo todo, ha construido la mitad de la civilización. La otra mitad la ha construido el caos. O sea que, según mi método científico (carente de todo rigor), hay empate.

03 abril, 2013

Los Tenenbaum

 Aquellos que han visto a alguien con un calcetín de cada color cuando no estaba de moda y han sentido una empatía inmediata se sentirán a gusto con Los Tenenbaum. Casi todos hemos tenido una abuela que, con la severidad de una niñera prusiana, nos decía: «Hay que comportarse como la gente». Solo ella sabía a qué gente se refería, pero el mensaje era: no seas distinto, no seas un verso suelto. Ahí estaba el peligro. En la familia Tenenbaum nadie daría un consejo así. Ninguno de ellos se acerca a esa pauta de normalidad ni por asomo.

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 Hasta hace poco el término freak se asociaba a un circo de monstruos. Luego llegó Tim Burton y dijo: «Fijaos bien… también somos guais». Y ahora la palabra friki ya está en el diccionario. Aunque sigue siendo sinónimo de desprecio para unos y de sentido de pertenencia a un grupo para otros. El director de este retrato de familia extravagante se llama Wes Anderson, un tipo que podría ser catalogado de friki al que, sin embargo, le dan dinero para hacer películas. En Hollywood a nadie le importa que seas raro si haces dinero. Anderson tiene eso llamado mundo propio, cualidad que suele asociarse con lo pretencioso, y sus películas siempre están repletas de referencias personales y detalles de su infancia, que pasó viendo anuncios en la tele y leyendo cómics, y en la que la lectura de un libro era la promesa de una aventura.

 La primera imagen de esta historia es un libro que se abre. Una voz omnisciente sobrevuela la narración como un halcón y nos acomoda en el entorno de un cuento. El lenguaje conciso y publicitario del prólogo nos abre la puerta de esta comedia de humor estrafalario y surrealista que se burla de las depresiones. Una oda al mundo de los raros. Con ratones dálmatas, mayordomos hindúes o un padre embaucador en busca de una falsa redención que da lecciones de osadía a unos hijos que solo ríen cuando hacen travesuras, los Tenenbaum ejercen su excentricidad sin ser conscientes de lo peculiar de su mundo. Un mundo en el que los mayores se comportan como niños y los niños, como mayores. A su manera, ejercen de memoria. Nos recuerdan que, al hincharnos de tiempo y convertirnos en adultos, no debemos olvidar el niño que una vez fuimos.


                                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)