Tras el pase previo de 'La dama de Shanghai', Harry Cohn, jefe de la Columbia, se da la vuelta y, con la estampa atemorizante de los productores con puro, dice: «Le doy mil dólares a quien sea capaz de explicarme de qué va esto». Cohn esperaba otra 'Gilda' y de repente se encuentra a Rita Hayworth, la estrella de su estudio, con la melena cortada, teñida de rubio y fabricando telarañas en una película negra en la que el productor no logra diferenciar entre buenos y malos ni dilucidar quién mató a quién, mucho menos por qué. 'El sueño eterno' y 'Retorno al pasado', dos hitos del género, son igual de enrevesadas, con flashbacks dentro de los flashbacks y tramas en las que no salen las cuentas de los asesinatos, pero claro, esto a Harry Cohn no le importa: él es un mercader y si a algún menguado se le hubiese ocurrido explicar que el cine negro es puro vericueto y que no depende tanto de la lógica como de la fascinación, en su mano no se habrían materializado mil dólares sino una granada sin espoleta.
Orson Welles rueda un relato tan fascinante como desmesurado, un artefacto visualmente cautivador repleto de encuadres expresivos, movimientos de grúa que adelantan el barroquismo de 'Sed de mal' y ángulos de cámara imposibles que, por alguna extraña razón, funcionan de maravilla. El guion, confuso y sin un hilo narrativo coherente, convierte la película en una suma de secuencias desconcertantes. Algunas de ellas, como la escena del acuario, el episodio final de los espejos o la narración de la matanza de tiburones en Fortaleza por parte del protagonista, son obras maestras en sí mismas. La frescura y la sensación de improvisación que transmite 'La dama de Shanghai' retratan a Welles como un cineasta inusual. Ni siquiera rechaza la manera clásica de hacer películas, simplemente todo le sale distinto. Cuentan que durante los primeros días de rodaje de 'Ciudadano Kane', Welles le indicaba al equipo cómo iluminar. Ignoraba que eso era cuestión del operador. Gregg Toland, una leyenda de la fotografía cinematográfica, retocaba la luz y corría detrás de todo el mundo pidiendo que no le dijeran a Welles que no debía hacer eso. Al final, alguien lo avisó y Toland se disgustó al enterarse de que le habían ido con el cuento de que esa no era la manera habitual de rodar. «Es la única forma de aprender algo», replicó, «de alguien que no sabe lo que no debe hacer». También pertenece a Toland la que quizá sea la definición más hermosa del cine de Welles: «Fue su condición de aficionado lo que lo hizo tan revolucionario. Era un profesional, pero no pensaba como tal».
(Publicado en La Voz de Galicia)
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