28 enero, 2014

Tiburón

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 Pagar con la vida puede ser una forma de entender el capitalismo. Así lo cree el alcalde de ‘Amity’, una isla de veraneo a la que acuden hordas de turistas con ansia de chapuzones y bungalós, mientras su paisaje idílico se ve interrumpido por un tiburón que siembra el terror a lo largo de la costa. Los peces gordos del pueblo, con la eficiencia y el entusiasmo por las soluciones rápidas propios de un mediador de la ONU, prefieren ocultar el asunto y dejar que unos cuantos veraneantes sean devorados antes que cerrar las playas y perder la recaudación de la temporada. Cuando la situación es incontrolable, el jefe de policía y el alcalde se ven tan apurados que no tienen otro remedio que recurrir al viejo licor del fondo del barril: contratan a Quint, un viejo caza tiburones con cuentas pendientes.

 En tierra se dedica a arponear a todos con su mal carácter. En el mar es peor. Su odio mortal hacia los tiburones lo convierte en el capitán Ahab, porque ‘Tiburón’, al igual que ‘Moby Dick’, narra la lucha de un hombre contra su terrible obsesión. La secuencia en la que Quint relata su pasado homérico a bordo del ‘Indianápolis’ parece una caja de resonancia. A poco que uno aguce el oído, escucha los ecos de Melville, Conrad o Hemingway susurrando tragedias épicas en las que racanean la redención. Un ecologista y un policía de secano acompañan a este loco en su búsqueda de la ballena blanca, aunque su papel se acerca más al de unos testigos asombrados que al de tripulantes propiamente dichos. Quint es marinero, timonel, piloto y capitán. Los demás son el lastre de una cacería en la que, poco a poco, el tiburón y él se convierten en bestias míticas.

 Steven Spielberg utiliza su talento de gran narrador para ofrecer al espectador una aventura en estado puro, sin complejidades ni dobles tirabuzones. Rueda una película con nervio, ritmo y la dosificación del suspense de un alumno aventajado que ha visto todas las películas de Hitchcock. Ejerciendo de prestidigitador, Spielberg es imbatible, siempre acierta cuando sus películas escoran hacia el entretenimiento. En cuanto se pone intenso y dramático e intenta facturar historias de mucho quebradero de cabeza… es tiempo de huir. No es el caso de ‘Tiburón’, una película para ver con el colirio al lado. Uno se olvida enseguida de parpadear.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

22 enero, 2014

La loba

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 William Wyler pensaba que los directores de cine no debían llamar la atención, sino ocultarse detrás de la historia. Aunque procuraba ser uno de esos tipos cuyo estilo es no tener estilo, a Wyler no se le daba bien el escondite: poseía tal prestigio en América que sus propios compañeros lo denominaban director de directores. No se me ocurre un ejemplo mejor  que ver ‘La loba’ para enseñar a planificar una escena o cómo organizar a los personajes dentro de un encuadre. El magisterio y la precisión que despliega al convertir esta obra de teatro de Lillian Hellman en cine puro son simplemente extraordinarios. Y aún más: consigue extraer de Bette Davis una interpretación contenida, sin su habitual tendencia al desparrame, cosa nada sencilla cuando trabajas con una actriz belicosa capaz de insinuar una amenaza con un movimiento de abanico y de hacer explotar una santa bárbara con el rabillo del ojo. Suponiendo que el perímetro de unos globos oculares tan notables como los suyos tengan rabillo.

 ‘La loba’ se resume con la imagen de Bette Davis dominando el panorama como un mariscal de campo desde lo alto de una escalera. Esa escalera mide las relaciones de poder y se utiliza como sistema métrico para ver quién es el dominador o el dominado. Despiadada es poco adjetivo para su personaje, una rica hacendada de Nueva Orleans que planea, junto con sus dos hermanos, abrir una fábrica de algodón que pueda explotar a conveniencia la mano de obra esclava y atenuar así, momentáneamente, la codicia insaciable de los tres. El argumento realiza un estudio minucioso sobre la vida de las alimañas que lo destruyen todo a su paso, es decir, de los protagonistas. Bette Davis alcanza tales cotas de maldad que cada vez que Wyler le regala un primer plano (y los administra con cautela y sabiduría) parece un navajazo por la espalda. La modernidad fulminante de esta película yace debajo de cada línea del guión. Para muestra, la afirmación que sostiene uno de los hermanos de Bette Davis, visionario, calculador e implacable: «El mundo es de personas como tú y yo, hay miles como nosotros por toda la tierra, poseeremos este país algún día y no nos detendrán». Al parecer, han llegado.


                                                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

15 enero, 2014

El crepúsculo de los dioses

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 Tras el estreno de ‘El crepúsculo de los dioses’, Louis B. Mayer se acercó furioso a Billy Wilder y le espetó: «Bastardo, ha arrastrado por el lodo a la industria que le ha dado de comer. ¡Habría que alquitranarlo y emplumarlo y echarlo de la ciudad!». La respuesta de Wilder fue concisa: «Jódete». El argumento de la película, que reparte generosas dosis de vitriolo y le echa las manos al cuello a ese Hollywood cuya exquisita capacidad de olvido arroja las sobras a la cuneta, no hizo gracia en el gremio. Al fin y al cabo, ¿qué esperaban?; no hay nadie más adecuado que Billy Wilder para dar bofetadas a una industria que genera una cantidad de sueños solo comparable a su forma de prostituir ilusiones. De hecho, toda su filmografía gira en torno a la idea de ‘prostitución’ del ser humano. Su cine está lleno de gente que en cuanto deja de tener precio –como vemos al inicio de esta película– lo paga con su vida.

 Si el contenido del relato es corrosivo, turbio y enfermizo, el envoltorio no es menos asombroso: Wilder rueda la película como si de un cuento gótico se tratase. William Holden interpreta a un guionista que huye de sus acreedores y, por casualidad, llega a una extraña mansión que parece un vestigio de otra época. Ignora que Hollywood y Transilvania pueden estar sorprendentemente cerca y, como el Jonathan Harker de Bram Stoker, entra en su jaula con una mezcla de curiosidad y ambición. El lugar está habitado por Norma Desmond, una estrella envejecida del cine mudo que se alimenta de los sueños de un gran pasado de gestos exagerados y muecas sobreactuadas. Incapaz de adaptarse al sonoro, vive recluida en su mansión, una especie de mausoleo prematuro por la que deambula de forma alucinada preguntando dónde están sus primeros planos. Cuando aparece Holden está a punto de enterrar a su mascota: el guionista llega justo a tiempo para relevar a un mono y convertirse en el nuevo chimpancé de ese vampiro interpretado por Gloria Swanson. Ella lo mima como a un caniche y hay que decir que a Holden no le disgusta del todo el hecho de convertirse en mantenido y prisionero de ese castillo de Drácula con olor a cerrado y pasado sin ventilar. Quién lo iba a decir. Billy Wilder haciendo películas de terror.


                                                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

07 enero, 2014

La invasión de los ladrones de cuerpos

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 Ahora es muy frecuente ver a parejas que entran en un bar, aterrizan en una mesa y fijan la vista cada uno en su teléfono como si estuviesen descifrando una secuencia de ADN. Se sientan juntos para estar separados. Cada vez que observo ese ritual de aislamiento patrocinado por esos aparatitos milagrosos llamados smartphone, pienso en esa obra maestra del desasosiego titulada ‘La invasión de los ladrones de cuerpos’, y en ese médico que regresa a su pueblo y se encuentra una extraña invasión alienígena que está suplantando a todos los habitantes con réplicas exactas desprovistas de emociones. Los nuevos facsímiles no sienten amor, odio o miedo: son iguales y deshumanizados, cambian la fantasía y las pasiones por el conformismo y la inhibición, mientras van creciendo en número y llenando el pueblo de niños que no juegan y adultos automáticos.

 En esta obra de la ciencia ficción americana de los años 50 no hay monstruos ni sangre, no hay muertes, tiros ni violencia: el terror surge de la atmósfera inquietante. Todavía recuerdo el espanto que me provocó, siendo niño, la frase que pronunciaba el protagonista en su huida sin fin: «Te atrapan cuando estás dormido». Ese mundo sin preocupaciones (sin ellas la vida es más sencilla, afirman los suplantados) se parece al deseo perverso de la economía global: convertirnos en muertos andantes cuya función principal sea consumir por el bien común. Procuramos ser tan diferentes que compramos la ropa en las mismas multinacionales, acudimos a los sitios de moda y nos esforzamos en opinar igual o lo contrario, que es otra forma de opinar igual. Un empeño por uniformar el mundo que no es más que un lavado de cerebro colectivo sobre el que uno no debe dar la voz de alarma. Puede ocurrirle lo que al protagonista y acabar desquiciado en una autopista gritando no se qué de una invasión que nadie escucha y a nadie importa.

 La escena en la que todo el pueblo se acerca de forma sincronizada para recibir una de esas vainas con las que clonar a otros humanos genera la misma turbación que observar la cola de la tienda de Apple tras el lanzamiento de un nuevo producto. Como los ladrones de cuerpos, estas nuevas máquinas se aprovechan del insomnio colectivo, también te atrapan mientras duermes despierto.


                                                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)