31 agosto, 2016

El viaje a ninguna parte

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 «Hay que recordar...», afirma José Sacristán en la imagen que abre la película, como si fuese a ceder el paso a una ensoñación. Pronuncia el hechizo con voz de viajar al pasado y la amargura del que vive en un país ingrato que trata la memoria a patadas, mientras la cámara nos muestra a una de aquellas compañías de teatro que iban de pueblo en pueblo por los caminos de la Meseta, con los bultos al hombro y encogidos de frío, entrando en las aldeas como quien pide asilo y dispuestos a pelear un contrato de un par de días que permitiera pleitear el hambre. La pujanza del cine ambulante, el fútbol o las novelas de la radio laminan un trabajo que no da para una comida diaria. Estamos ante el fin de una época.

 La maestría con que Fernando Fernán Gómez transforma el encuadre en una ventana a otro tiempo donde las situaciones de comedia conviven con las miserias de la posguerra convierte 'El viaje a ninguna parte' en una de las obras mayores del cine español. El despliegue de secuencias hilarantes, el homenaje a los fracasados y la ternura que reserva a unos personajes que pertenecen al camino provocan carcajadas con las que más tarde nos atragantaremos. Cuando la actriz principal abandona la compañía y el contable sugiere suspender la función, Fernán Gómez se apresura  a pontificar sobre el amor al trabajo gritando como un becerro: «¡Suspender! Esta tarde representaremos en Cavaluenga 'Los claveles de Margarita' sin Margarita, y si las cosas se ponen mal... ¡sin claveles!». El subsuelo de la película, en cambio, está lleno de momentos que parten el alma. «He trabajado en cafés, bares, plazas, casinos, patios, almacenes, cuadras, y nunca había visto levantarse un telón al empezar la obra», dice José Sacristán, nervioso como un novato, cuando se ve por primera vez en un teatro de verdad. 'El viaje a ninguna parte' es hambre itinerante, tristeza de metal y patadas de ahogado. También un intento desesperado por devolver la dignidad a un oficio: los cómicos.

 Muchos de estos asuntos, como la incertidumbre, el trabajo temporal, la vida mal pagada, la gente que se va quedando por el camino y escapa en busca de un horizonte mejor o, al menos, más digno, poseen una vigencia indeseable. Cada vez más, el teatro y el audiovisual se asemejan a un lugar en el que permanecen los insensatos, los resistentes, acaso los locos, como Sacristán al final de esta película, envejecido, sufriendo el dolor de creerse su propio personaje y acosado por los desvaríos quijotescos que acuciaban a Norma Desmond, aunque en su caso sin haber poseído ni un pequeño relámpago de éxito.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

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