11 julio, 2013

Un lugar llamado Milagro

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 Cuando le preguntaron a Borges acerca de un debate de televisión en el que había estado con Juan Rulfo, narró la experiencia de la siguiente manera: «Nada, yo hablé sin parar y Rulfo de vez en cuando introdujo algún que otro silencio». ‘Un lugar llamado Milagro’ es un canto a la vida sencilla en el que las palabras son importantes y los silencios definitivos. Los personajes riman con el mundo de Rulfo, pero poseen una comicidad que los acerca a Borges. Milagro, siempre con el sol a contraluz, es una zona cero del ‘realismo mágico’, esa etiqueta denostada ahora por los jóvenes escritores latinoamericanos, que escupen al suelo en cuanto oyen mentar la bicha.

 En este pueblo se pueden agotar las existencias de munición porque a alguien le han requisado su vaca. También hay una vieja loca, Rulfiana, agazapada tras las ruinas de una casa que lanza piedras a los transeúntes que circulan por la calle. Y está ‘Lupita’, la cerda que arranca las sábanas de los tendales y hace compañía a don Amarante, el más anciano del lugar, que se levanta cada mañana y sentencia: «Gracias, Dios, por darme un día más». Su edad lo faculta para hablar con los espíritus que salen a pasear y despachan asuntos con los vivos. Uno de estos difuntos levantiscos es el que le advierte del peligro que amenaza Milagro: un pelotazo urbanístico quiere convertir el pueblo en una urbanización de lujo. Solo hay un problema. José Mondragón se niega a vender su parcela, no quiere resurgimientos económicos con visión de futuro para unos pocos, se empecina en plantar un bancal de judías. Su apego a la tierra lo bautiza como resistente. Ya sabemos lo que eso significa. La disidencia es contagiosa, las causas perdidas, aún peor: son una peste.

 Poco a poco, crece una pequeña revolución de solidaridad y la película se convierte en una utopía ecologista que apuesta por una forma de vivir antigua, radicalmente en contra del estilo Eurovegas. Mientras exista alguien que levante la mano y diga no, a la revolución, como a don Amarante, siempre le quedará un día más. Aquí nadie entona un blues por un tiempo que se acaba, al contrario, sacan las escopetas de cartuchos.


                                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

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