20 noviembre, 2013

Avanti

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 Wendell Armbruster, un industrial americano mojigato, viaja a una isla del Mediterráneo para recoger el cadáver de su padre, recientemente fallecido en un accidente de coche. Posee firmes ideales, cree que «el amor es para los empleaduchos, no para los directores de empresas», por eso se escandaliza al descubrir que su padre murió con su amante, a la que veía desde hacía veinte años en su visita anual a un balneario italiano: dedicaban once meses al resto del mundo y reservaban un mes para ellos. Arrogante y acostumbrado a salirse siempre con la suya, Armbruster no soporta las costumbres de la vieja Europa, sus siestas y almuerzos de larga duración. Este tipo que ha pasado su vida creyendo que el aire que respira ha sido fabricado exclusivamente para él, ignora que respirar no es estar vivo, aunque lo parezca. La brisa de Ischia, capaz de derribar cualquier toque de queda moral, será la encargada de mostrarle que es un principiante en eso que llaman vivir.

 La primera escena de la película, en la que el protagonista intercambia su ropa con otro hombre en el servicio de un avión, ya revela el gusto de Billy Wilder por resumir su historia en las dos líneas iniciales. Armbruster acude a Ischia y termina por vestir el traje de otro hombre, en este caso su padre, y heredando un adulterio de segunda generación con una chica cuya ingenuidad destruye voluntades. Carlucci, el gerente del hotel y uno de los personajes más divertidos de la obra de Wilder, oficia de casamentero involuntario en todo este enredo. Con un talento extraordinario para solucionar problemas, obviarlos con la discreción de un agente secreto o apostillarlos con un comentario que convierte en agua bendita el arte de tener la última palabra, la elasticidad moral de Carlucci y su complicidad en las pequeñas traiciones solo es comparable a la de Micheleen Flynn en ‘El hombre tranquilo’. Billy Wilder convierte en inolvidables unos calcetines negros, una simple manzana, los exteriores de una isla o la exclamación «¡Permesso!» y su correspondiente eco «¡Avanti!», que sufre un shock polisémico y cambia su habitual significado de orden de avance para convertirse en un alegato romántico imperecedero.


                                                                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

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