07 octubre, 2015

Winchester 73

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 Amanece en la pradera y dos hombres están sentados en torno a un pequeño fuego. Toman café en una de esas tazas de hojalata y al levantarse arrojan el fondo del pocillo a la hoguera, que produce un sonido siseante. Montan a caballo y se alejan en plano general. Esta escena, punto cardinal del cine del oeste, sitúa a cualquier espectador, le dice el territorio que pisa. Hay westerns nodriza como 'Winchester 73' que, además de tomar café, crean una mitología al peinar todas las señales de tráfico del género: la diligencia, el saloon, el sheriff mítico, un atraco a un banco, escaramuzas con los indios, persecuciones de carromatos y, claro, el duelo final.

 El hilo argumental del relato es el Winchester 73, un rifle codiciado por todos («uno entre mil», dicen) que va cambiando de dueño mientras hilvana las distintas historias del argumento hasta caer en las manos adecuadas, es decir, las del hombre para el que el rifle parece estar destinado. Ese hombre es James Stewart, que abandona la pose pazguata y amable de sus comedias para convertirse en un tipo oscuro, atormentado y neurótico. Stewart lleva la venganza encerrada en la cabeza y persigue sin tregua al asesino de su padre, solo que el asesino es su hermano. Pocas veces en el cine las armas han tenido tal fisicidad: cómo las agarran, como apoyan la culata de un rifle en la cara, cómo saltan los casquillos y cómo es esa secuencia en la que los dos hermanos se encuentran de improviso en Dodge City y ambos echan la mano al cinto sin percatarse de que no tienen el revólver porque han dejado las armas a la entrada del pueblo, en la oficina del sheriff.

 'Winchester 73' fue el primero de los cinco westerns que James Stewart rodó en los años 50 con Anthony Mann, un director de estilo conciso, directo, con la claridad narrativa y la potencia visual de los cineastas verdaderamente grandes. Los personajes de Mann siempre tienen heridas del pasado sin cicatrizar y un futuro dudoso, prefieren actuar a pensar y sufren dramas claustrofóbicos en espacios abiertos. Esto es quizá lo más llamativo del talento de Anthony Mann: su manera de integrar la naturaleza en la historia. En sus películas, más que encuadrar, se enmarca. Y siempre a la distancia justa, nunca con la cámara tan lejos que el paisaje se vuelva decorativo u ornamental, ni tan cerca como para que se diluya y pierda presencia. A Anthony Mann le das una montaña, un río, unas cuantas rocas y monta una tragedia griega de belleza mineral.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

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