28 julio, 2015

Master & Commander

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 Hay películas que tardan años en adquirir prestigio. Esa modernidad antigua y difusa que suelen poseer las obras maestras, al parecer, solo viene apadrinada por el tiempo. Otras películas, en cambio, nacen clásicas. Es el caso de 'Master & Commander', un relato de aventuras navales que huele a salitre, suena a mar batiendo en acantilado y recuerda a Stevenson. Sus paisajes marítimos, siempre a punto de desvanecerse como un cuadro de Turner, sirven de marco para un guion que dibuja, con ligereza y maestría, tres asuntos fundamentales. En primer lugar, se ocupa de contar cómo es la vida en un navío del siglo XIX: un mundo cerrado lleno de rituales, supersticiones (la tripulación consta de 197 «almas»), hacinamiento, disciplina y escasa esperanza de vida. Por otro lado, narra la amistad entre Jack Aubrey, capitán de la Marina británica, y Stephen Maturin, cirujano de a bordo, naturalista y espía a tiempo parcial. Una amistad forjada a golpe de escaramuzas y música: ambos tocan el violín y el chelo, respectivamente. La alegría con que maltratan piezas de Mozart, Bach o Boccherini sirve como pausa o contrapunto al argumento principal: la caza, obsesiva y trepidante, del Acheron, un navío misterioso e invisible que puede decantar la guerra hacia el bando de Napoleón y que traslada la película al lugar favorito de este género: el retrato del mar como territorio de grandes obsesiones.

 La secuencia de apertura con el buque de guerra francés surgiendo de la nada, entre la niebla, o la persecución suicida entre ambas fragatas doblando el cabo de Hornos durante una galerna son ejemplos del oficio de Peter Weir, que hace crujir las cuadernas del barco y de la película con un nervio narrativo asombroso. Weir no es Christopher Nolan. Tampoco es Scorsese. No aspira a que la eternidad venga a darle la mano ni dirige con un ojo en la cámara y otro en la posteridad. Su reputación es la de un técnico brillante que rueda con la máxima eficacia, de forma desenvuelta y discreta, igual que Raoul Walsh, otro que era resumido como artesano. Ambos concentran sus esfuerzos en contar una historia. Ninguno de los dos llamaría nunca la atención sobre sí mismo con el mal gusto de un chaleco reflectante. Las cámaras de cine no se sienten maltratadas cuando Peter Weir pasea a su alrededor. Están a salvo de pirotécnicos. El espectador, de paso, también.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

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