22 julio, 2015

Fuego en el cuerpo

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 Ned Racine, abogado propenso al chanchullo y protagonista de 'Fuego en el cuerpo', no es un gran aficionado al cine negro. No ha visto la presentación de Jane Greer en 'Retorno al pasado', entrando con su majestuoso vestido blanco en un bar de Acapulco para convertir la vida de Robert Mitchum en una rotonda sin salida. De lo contrario, Racine (William Hurt) estaría prevenido acerca de las mujeres que aparecen repentinamente con vestidos blancos, regalan laberintos a su paso y hacen que los ojos de uno comiencen a funcionar al ralentí. Matty Walker (Kathleen Turner) solo necesita un puñado de fotogramas para disparar el termostato de la película y convertir a un incauto en una polilla agonizante. «No soy un palurdo», afirma él una vez dentro de la rotonda, como si a esas alturas no supiésemos que no hay mejor pardillo que aquel que se cree inteligente. 'Fuego en el cuerpo' narra la historia de un hombre solitario que conoce a una mujer maquinadora y se deja convencer para asesinar a su marido.

 El argumento imita la pauta de aquellos relatos triangulares de James M. Cain (quizá 'El cartero siempre llama dos veces' sea el referente más famoso) al tiempo que sigue el poderoso rastro de 'Perdición'. Lawrence Kasdan toma el esqueleto del guion de Wilder y le hace un traje nuevo añadiendo nuevos complementos. No necesita castigar a los culpables al final como en el cine criminal clásico y va mucho más lejos al trabajar el clima de la película. A Kasdan le sobra talento para demostrar que el erotismo en el cine no es cuestión de desnudos sino de temperatura, de atmósfera. Humedad, calor pegajoso, pieles brillantes, sexo y codicia aprietan la película hasta que entra en combustión. Pero por encima de todo está la incandescencia de Kathleen Turner, una mujer fatal como no se había visto en años. Astuta, implacable, con unos ojos turbios capaces de incendiar el planeta y una facilidad asombrosa para enroscar la realidad hasta convertirla en una hermosa traición shakesperiana. Matty Walker desayuna crímenes perfectos, merienda códigos de moralidad y, en las noches de niebla, acuna oscuros pecados con la mirada. Si Ned Racine hubiese visto más cine negro, se habría percatado de que Fred MacMurray, al inicio de 'Perdición', mientras confiesa su crimen al dictáfono de su amigo Edward G. Robinson, escribe el epitafio de su fascinación por Matty Walker: «Lo maté por dinero y por una mujer. Y ni conseguí el dinero ni la mujer».


                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

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