12 agosto, 2015

Perversidad

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 Un año después de interpretar a aquel agente de seguros capaz de olfatear un cabo suelto a distancias oceánicas en 'Perdición', Edward G. Robinson se pone a las órdenes de Fritz Lang para rodar 'Perversidad'. Acostumbrado a ejercer de gánster y tipo duro en la década anterior, aquí se convierte en un solitario y pusilánime cajero de banco para el que la vida ha transcurrido tras la barrera de su vitrina de cristal. Solo vive para trabajar y su hogar conyugal es un infierno en el que su mujer, despiadada y melindrosa, no le ahorra una sola humillación. Robinson pinta cuadros que nadie ve y sueña con enamorarse de una mujer. El guion le concede ambos deseos: ser reconocido como pintor y caer rendido ante las artimañas de Kitty (Joan Bennett) para que pueda descarrilar a gusto. Kitty combina su absoluta falta de escrúpulos con una extraña ingenuidad y está dominada por su novio Johnny (Dan Duryea), un chulo presumido y chantajista que va desangrando el dinero al pánfilo enamorado.

 Los tres protagonistas ignoran que en el cine fatalista de Lang los personajes rara vez consiguen lo que quieren. Fritz Lang es un arquitecto que hace películas o un cineasta que edifica historias, como se prefiera, algo que resulta evidente al ver su gusto por la geometría, en la que encaja argumentos, actores y líneas del decorado. Su puesta en escena, sencilla y directa, lleva la precisión narrativa a términos aritméticos: en el recuento final no sobra un solo plano.

 'Perversidad' muestra la trastienda del modo de vida americano (el matrimonio, la falsa felicidad, el hecho de pasar tu vida trabajando para que te regalen un reloj) y transita todos los lugares comunes de la filmografía de Lang (el castigo, la culpa, los juicios sumarísimos donde los testigos condenan a un inocente), que, como siempre, consigue su finalidad última: retratar el mal. Un cuchillo que cae y se clava en el suelo, un disco rayado, el parpadeo de un neón, la sombra que proyectan las piernas de un ahorcado o un picahielo son elementos que el director alemán utiliza con maestría para que la locura y la paranoia se cuelen por una rendija, se hagan fuertes, y se apoderen del relato. Sus películas siempre parten de lo cotidiano y evolucionan hacia la pesadilla, en este caso, la demolición de un pobre infeliz, un pintor dominguero que logra, sin embargo, facturar una obra maestra: pintar las uñas de los pies a Joan Bennett.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

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