22 abril, 2014

Samsara

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 A través de imágenes que dialogan unas con otras gracias a la habilidad del montaje, ‘Samsara’ construye un soberbio friso de nuestro planeta. Cualquiera que haya viajado en metro en la hora punta de una gran ciudad sabe que el mundo es un termitero. El documental de Ron Fricke, sin una sola línea de texto, nos enseña ese termitero y las cosas que lo conectan a la vida. Así de ambicioso es su guión sin palabras. Hay lectores que compran un determinado periódico porque les ofrece la mercancía que esperan encontrar. ‘Samsara’, muy al contrario, posee la cualidad de ser muchas películas a la vez, como un guante que cambia de talla según la mano del espectador. Unos verán un experimento antropológico que reúne la mayoría de los elementos que componen la existencia humana. Otros encontrarán aquí un vehículo crítico y la constatación de que el hombre es el depredador del hombre. La cámara viaja desde la lentitud de los países pobres que saben que el futuro le pertenece a otras geografías, hasta el primer mundo, con su prisa por consumir y el gusto por correr sin saber a dónde pero pensando que se hace tarde. Su nuevo dios es la tecnología.

 Kurt Vonnegut, en uno de sus chistes que nunca lo son del todo, afirmaba, creo que parafraseando a Bernard Shaw, lo siguiente: «Yo no sé si hay hombres en la luna pero, si los hubiera, seguro que utilizaban la Tierra como manicomio». Vonnegut, siempre preocupado por el planeta (y la estupidez humana), se hubiese quedado con la vertiente ecologista de esta película y habría aprovechado para advertirnos que el mundo no posee un sistema inmunitario eterno, y lo que te rondaré, morena. Por supuesto, también habrá espectadores que despachen este documental alegando que simplemente son una serie de imágenes preciosistas sin más. Desde luego, ‘Samsara’ dispara fotografías espectaculares y asombrosas en cantidad y velocidad comparable a una metralleta Thompson. ¿Qué si esto es arte? Pues no lo sé. Ni me importa. Mi visión obtusa de la vida me hace sospechar que el arte existente en un beso en el cuello o en un encuadre que mide el tiempo por la acumulación de arena en el suelo de una casa abandonada es comparable a las tribulaciones de Marcel Proust, las cunetas oscuras de David Lynch o las fronteras desvaídas de los colores de Rothko. Me temo que estoy de acuerdo con Oscar Wilde  cuando sostenía que «el verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible». La belleza no me parece un rasgo que se deba menospreciar.


                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

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