29 abril, 2014

El apartamento

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 Nadie ha tenido más suerte la noche de fin de año que C.C. Baxter, el protagonista de ‘El apartamento’. Por supuesto, solo me refiero a los dos últimos minutos de película, aquellos en los que una chica corre a toda velocidad por las calles de Nueva York, sube atropelladamente las escaleras, escucha un disparo y teme lo peor hasta que él abre la puerta de su piso con cara de pánfilo y una botella de champán recién descorchada. La chica es ascensorista, enamoradiza, tiene el pelo corto y responde al nombre de Shirley MacLaine. Imposible ser más afortunado. No sabemos si ella huye de su vida anterior o corre hacia una nueva. Posiblemente ninguna de las dos cosas. Ambos son personas destinadas a estar eternamente en la casilla de salida, y para llegar a este final romántico Billy Wilder no les ha ahorrado navajazos en el costado.

 Si hay una película más extraordinaria sobre las apariencias, la mezquindad, el ansia por medrar, la basura moral del trabajo o el desamparo del humano, yo no la conozco. La lucidez y la maestría con que Wilder y su otro cerebro, Diamond, revientan las costuras de la sociedad de su tiempo con este guión, convierten ‘El apartamento’ en una maravilla del siglo XX. La sencillez y la ternura con que atrapan el chispazo de la felicidad mientras alguien escurre unos espaguetis con una raqueta de tenis o capturan la tristeza más desoladora con un espejo roto o un billete de cien dólares que quema la mano son simplemente asombrosas. Toda la película transmite la sensación del que observa a través de una ventana la fiesta que transcurre en la casa de enfrente y se percata de que el barullo y la alegría son el escaparate que oculta la trastienda. La soledad de los muy acompañados que, al desmaquillarse, se arropan consigo mismos.

 «Yo era un naufrago entre ocho millones de personas, hasta que un día vi pisadas en la arena y la encontré a usted». Con estas palabras, C.C. Baxter escribe el epitafio perfecto de la gente cuyo oficio es ir a la deriva. ‘El apartamento’ es la ventana de Hopper que muestra la soledad de las grandes ciudades a través de una historia de amor de segunda mano en la que dos seres se convierten en ganadores contra pronóstico. Al menos durante unos instantes, porque los Baxters de la vida nunca ganan del todo.


                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

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