John Huston solía decir que no pensaba hacer nada por la posteridad, porque la posteridad tampoco hacía nada por él. Por eso no le debía de preocupar demasiado el lugar común que se refiere a ‘La carta del Kremlin’ como una película desconocida o menor en su filmografía. Sus inquietudes eran otras. Prefería cazar un elefante a rodar ‘La reina de África’, apostarlo todo en las carreras de caballos o boxear. Todos sus amigos coinciden en que la película más lograda de Huston fue su propia vida, no en vano se casó cinco veces, la última con un cocodrilo. Su principal interés al filmar un argumento conectaba con su filosofía de vida: no aburrir.
‘La carta del Kremlin’ comienza con el reclutamiento de un equipo de espías que debe infiltrarse en Moscú. La misión es recuperar un documento que implica a funcionarios rusos y estadounidenses en un acuerdo para impedir el desarrollo de armamento nuclear en China. Pero esto es solo el pretexto, una excusa para poner el motor en marcha al estilo Hitchcock y pasar rápidamente al asunto: mostrar a unos espías que nada tienen que ver con el glamour de James Bond ni con los gargantas profundas que aguardan escondidos tras la columna de un aparcamiento desierto con el rostro en la penumbra. Tampoco responden a ese patrón novelesco de agentes que acaban con una obsesión neurótica por los detalles intrascendentes de los que depende su supervivencia. Los espías de Huston, asesinos sádicos e implacables, están mucho más apegados a la realidad: trafican con la debilidad humana. Saben que su oficio consiste en corromper gente y se pasean con una total ausencia de escrúpulos por un mundo sin heroísmos, lealtades políticas ni ideologías. Su única patria es el reparto de los beneficios.
Con toneladas de cinismo y un guión enrevesado como una telaraña, Huston rueda con eficacia una película asalmonada que rema contra la corriente de su tiempo: en plena guerra fría, cuando la escasez de patriotismo o las críticas a la política del gobierno americano enseguida te convertían en simpatizante comunista, rodar una historia con los rusos como villanos y los norteamericanos como una gentuza todavía peor no era algo habitual. Por lo visto, la afición de Jonh Huston por ir a contrapelo, una cualidad que le permitía parecer joven siendo viejo, paralizaba el miedo a lo políticamente incorrecto, hoy en día uno de los mayores pánicos a la hora de fabricar una película.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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