08 abril, 2014

La vida de Adéle

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 A menudo se cita ‘El apartamento’ como uno de los guiones de hierro de la historia del cine. Esta película de Billy Wilder con ascensoristas enamoradizas y gente en compra-venta es como una bola de billar: redonda, pulida, matemática. Siempre rebota en ángulo recto. No importa el número de veces que uno la vea: es perfecta. Hay películas, sin embargo, que tienen otra forma de entender el cine. ‘La vida de Adéle’ no es perfecta y por eso es hermosa, posee la belleza de lo inacabado, un poco como la vida, que siempre está sin rematar. Al final nada garantiza que la vida no sea un cabo suelto. El propio Wilder contaba una anécdota sobre los escritores que iban dejando cabos sueltos anotados en trozos de papel. Mientras dormía, a Wilder se le ocurría la idea para una historia original, nueva, deslumbrante, tan absolutamente genial que se despertaba y la apuntaba en un papel que siempre tenía al lado en la mesilla. Luego seguía durmiendo. Cuando despertaba por la mañana e iba a ver la hoja con la anotación prodigiosa, esta ponía: «Un chico conoce a una chica».

 Parece que el mundo se empeña en contar las mismas dos o tres historias una y otra vez. Woody Allen sabe mucho de esto. Teniendo en cuenta que sobre el amor ya se ha dicho todo sin llegar a ninguna conclusión definitiva, Abdellatif Kechiche narra una tragedia antigua y consigue que ‘La vida de Adéle’ parezca nueva ante nuestros ojos. Adéle practica un deporte de riesgo: vivir. Cuando la realidad llama a su puerta, ella abre. Su mirada agarra la película de principio a fin y ejerce de hilo conductor en este relato sobre una chica que conoce a otra chica. Su relación comienza como todas, con la alegría que produce ver cómo todos los semáforos se ponen en verde. Luego el tiempo se ocupa de ponerlos en ámbar. Más tarde en rojo. Igual que a Shirley MacLaine en ‘El apartamento’, a esta chica se le rompe el espejo en dos trozos, y mientras vemos cómo hay gente capaz de reparar misteriosamente los trozos del cristal y seguir adelante, a otros la soledad se les instala para siempre en el cuerpo. Cuando uno se despide de Adéle al final de la película, mientras una chica se aleja de espaldas por una acera vacía, tiene claro que para vivir hay que atreverse. De lo contrario, estar vivo no es más que seguir pagando el alquiler mientras un día se parece al siguiente.


                                                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

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