No hubo alegría cuando Paikea nació. Todos esperaban al primogénito varón, pero el niño que sería jefe murió con su madre en el parto y quedó ella, su hermana gemela, la niña que rompió con su nacimiento la línea de sus antepasados. Su abuelo Koro, guardián de las esencias de una pequeña tribu de Nueva Zelanda que se está desintegrando mientras sus rasgos identitarios se diluyen por los desagües de la modernidad, pertenece a un linaje de jefes que desciende de Paikea, el ancestro, el que llegó a lomos de una ballena y fundó un pueblo. Desalentado, espera a un profeta que guíe a su comunidad y la salve de la desaparición. Tiene todas sus esperanzas puestas en el nacimiento de su nieto. Por eso monta en cólera cuando ocurre la desgracia y el padre de la niña quiere bautizarla con el nombre del jinete de la ballena. Los depositarios de las tradiciones suelen ser gente bronca, áspera, como si serlo fuese un gaje del oficio, y en una sociedad dominada por los hombres que reservan a las mujeres un papel secundario esto le resulta inaceptable.
‘Whale Rider’ es la historia de una niña que se atrevió a quebrar una tradición. Hace poco escuché a un reportero de guerra exponiendo la idea de que el movimiento es vida. Se refería a la supervivencia en una zona de conflicto. Según su experiencia, el que corre, huye, se mueve, con frecuencia logra sobrevivir. El que se oculta y espera, no. La muerte no entiende de rincones seguros, nunca pasa de largo aunque le ofrezcas jugar al ajedrez. A la tradición le ocurre lo mismo: si se empecina en negar lo nuevo, muere. Si se renueva y opta por el difícil equilibrio de mantener lo antiguo aceptando lo moderno, tiene otra oportunidad. ‘Whale Rider’ enseña cómo pulir el óxido de las costumbres y lo hace a través de una niña capaz de aceptar el peso de la herencia, que se convierte en la red de arrastre de su pueblo a pesar del ninguneo general. A veces ocurre: la esperanza se encuentra en las habas desechadas. No voy a explicar la forma en que esta película se va cargando de emoción como un vaso que, gota a gota, se va llenando hasta que desborda. Merece la pena que ustedes lo vean y yo no se lo cuente.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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