04 marzo, 2014

El tercer hombre

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 Podría decirse que ‘El tercer hombre’ es un best seller como ‘La Gioconda’, ‘El Quijote’ o la silueta de Hitchcock. Quizá sea también la película por excelencia sobre la lealtad y la amistad traicionada, aunque estos dilemas morales me interesan menos que la destreza de Carol Reed a la hora de mezclar con precisión las aportaciones individuales –todas extraordinarias– que construyen la película y la convierten en una historia irrepetible. Los diálogos de Graham Greene, la música de Anton Karas o la mirada de Alida Valli, que posee la tristeza de un perro con dueño muerto, bastan para amortizar el precio de la entrada. La soberbia fotografía en blanco y negro de Robert Krasker, con sus sombras expresionistas, sus siluetas, su luz cortante que resbala y hace brillar los adoquines, enmarca la turbiedad de la historia y retrata una Viena en la que ya no hay valses ni romanticismo, sino mercado negro y escombros del neorrealismo. La posguerra ha traído corrupción, soledad, tráfico ilegal y prostitución.

 A esta ciudad derruida llega Holly Martins en busca de su amigo Harry Lime, al que encuentra en forma de epitafio. Sin embargo, algo no cuadra en su muerte y al investigar el asunto descubre que su compañero tiene una vida escondida en un doble fondo: actividades ilícitas, contrabando, asesinato. Harry Lime, al que da vida un Orson Welles con sonrisa de chacal y una sorna deliciosa, es uno de esos tipos que crea su propia suerte truncando la de los demás. Ha simulado su propia muerte para esquivar a la policía pero su tiempo se agota: para él comienza a hacerse tarde muy temprano. Cuando Martins le pregunta por las muertes que genera su actividad mercantil, éste responde con lucidez y modernidad: «Nadie piensa en términos de seres humanos. Los gobiernos no se preocupan de las personas, ¿por qué nos vamos a preocupar tú y yo?». Practica una ética distraída. La última escena de la película nos ofrece la persecución de este encantador cadáver de ida y vuelta por los sumideros de la ciudad, unas cloacas que ofrecen una metáfora de su catadura moral en el tiempo de descuento. La escasa confianza hacia el ser humano se mide aquí con la racanería del cuentagotas.


                                                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

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