Cada vez que veo el comienzo de ‘La jungla de asfalto’, en la que un par de criminales pretenden reunir un equipo solvente de maleantes para un trabajo de envergadura, recuerdo la época en la que, siendo niños, intentábamos organizar un partido de fútbol callejero e íbamos buscando a los chavales uno por uno hasta que se formaban dos equipos. Un encuentro de fútbol es un reparto de secundarios que intentan robar protagonismo para convertirse en actores principales. Exactamente igual que en el Hollywood clásico. Ignoro por qué ya no existen actores de reparto con el brillo de aquellos que habitaban el cine de los 50 y los 60. Fenómenos como Walter Brennan, Pepe Isbert, Thelma Ritter o James Whitmore ejercían el digno oficio de ‘robaplanos profesional’ con tal entusiasmo y calidad que a menudo terminaban haciendo sombra al protagonista.
El extraordinario plantel de secundarios que deambula por ‘La jungla de asfalto’ está formado por tipos a la deriva que viven en habitaciones de hotel, duermen vestidos y frecuentan tugurios en calles vacías como si fuesen personajes salidos de ese famoso cuadro de Hopper titulado ‘Nighthawks’. Son gánsteres de barrio que viven del pequeño hurto, del atraco a una gasolinera o del trapicheo en los garitos de apuestas, y se relacionan con delatores, policías corruptos, cigarrillos arrugados y mujeres que aman en precario. El espectador sabe desde el inicio que los protagonistas, siempre a la caza de ese golpe de categoría que los retire, se embarcan en un último trabajo que los engranajes del destino, el azar y la codicia se encargarán de sabotear.
Con un vigor y una tensión narrativa notables, John Huston retrata con un blanco y negro de alto contraste impregnado de toneladas de humo de tabaco a unos tipos que planean y ejecutan un atraco. Su gusto por la épica del fracaso convierte esta historia en una de esas películas para ver a deshora, sobre todo de madrugada, cuando la ciudad ha muerto hasta mañana y descansa silenciosa. Ese momento insomne, en el que uno ya no sabe si es muy tarde o demasiado temprano, aporta el adecuado tono elegíaco a esos perdedores desolados con sombrero, gabardina y mirada sin rumbo tan propios del cine negro. Hombres que acaban lo que empiezan.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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