Pagar con la vida puede ser una forma de entender el capitalismo. Así lo cree el alcalde de ‘Amity’, una isla de veraneo a la que acuden hordas de turistas con ansia de chapuzones y bungalós, mientras su paisaje idílico se ve interrumpido por un tiburón que siembra el terror a lo largo de la costa. Los peces gordos del pueblo, con la eficiencia y el entusiasmo por las soluciones rápidas propios de un mediador de la ONU, prefieren ocultar el asunto y dejar que unos cuantos veraneantes sean devorados antes que cerrar las playas y perder la recaudación de la temporada. Cuando la situación es incontrolable, el jefe de policía y el alcalde se ven tan apurados que no tienen otro remedio que recurrir al viejo licor del fondo del barril: contratan a Quint, un viejo caza tiburones con cuentas pendientes.
En tierra se dedica a arponear a todos con su mal carácter. En el mar es peor. Su odio mortal hacia los tiburones lo convierte en el capitán Ahab, porque ‘Tiburón’, al igual que ‘Moby Dick’, narra la lucha de un hombre contra su terrible obsesión. La secuencia en la que Quint relata su pasado homérico a bordo del ‘Indianápolis’ parece una caja de resonancia. A poco que uno aguce el oído, escucha los ecos de Melville, Conrad o Hemingway susurrando tragedias épicas en las que racanean la redención. Un ecologista y un policía de secano acompañan a este loco en su búsqueda de la ballena blanca, aunque su papel se acerca más al de unos testigos asombrados que al de tripulantes propiamente dichos. Quint es marinero, timonel, piloto y capitán. Los demás son el lastre de una cacería en la que, poco a poco, el tiburón y él se convierten en bestias míticas.
Steven Spielberg utiliza su talento de gran narrador para ofrecer al espectador una aventura en estado puro, sin complejidades ni dobles tirabuzones. Rueda una película con nervio, ritmo y la dosificación del suspense de un alumno aventajado que ha visto todas las películas de Hitchcock. Ejerciendo de prestidigitador, Spielberg es imbatible, siempre acierta cuando sus películas escoran hacia el entretenimiento. En cuanto se pone intenso y dramático e intenta facturar historias de mucho quebradero de cabeza… es tiempo de huir. No es el caso de ‘Tiburón’, una película para ver con el colirio al lado. Uno se olvida enseguida de parpadear.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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