17 septiembre, 2014

Le Week-End

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 Cuando se estrenó ‘Le Week-End’ los aficionados al ‘defínamelo en dos palabras’ se apresuraron a escribir «comedia romántica» en su matrícula. Imagino que hubo algo de precipitación al colocar esa etiqueta tan estrecha en una película cuya amargura, inteligencia y serenidad son contrarias a ese género tan próximo a la ciencia-ficción poblado por seres anormalmente jóvenes, guapos y emprendedores que encuentran el amor verdadero cuando sacan a pasear el perro.

 Los protagonistas de esta historia llena de reproches implacables pasan revista al tiempo de su matrimonio durante un fin de semana en París. El cansancio, la desilusión y el tiempo, con su trabajo subterráneo, han hecho mella en esta pareja, que hace un paréntesis para soplar en los rescoldos del fuego. Igual que en una pintura, comenzamos viendo una perspectiva general, distanciada, hasta que nos acercamos y descubrimos los detalles, los relieves inadvertidos, las pinceladas del pasado y las grietas del presente. El argumento no es nuevo (‘Dos en la carretera’ o ‘Viaggio in Italia’ son dos ejemplos notables), pero los diálogos del escritor Hanif Kureishi desbrozan la cuesta arriba de la convivencia con tanta lucidez y sentido del humor que los personajes terminan por brillar como un cuadro de Rembrandt en el que los episodios luminosos conviven con las sombras más oscuras.

 Su texto es afilado, poco complaciente con la enfermedad actual del autoengaño, y trata la vida en presente de indicativo, sin regates, encajándola con ironía. La cámara discreta de Roger Michell no esquiva las miserias, aunque tampoco ahorra miradas de entendimiento ni escatima compasión entre esas dos personas que no tienen claro si buscan un horizonte o un último hurra pero que se agarran a los resquicios con desesperación. Aún quedan chispazos de complicidad mientras pasean o huyen sin pagar de un restaurante, corriendo como aquellos personajes de las películas de Truffaut cuya felicidad era proporcional al galope, y el tiempo parecía no existir. Aquí el tiempo sí existe, y está explicado en un breve trazo cuando encuentran por la calle a un antiguo amigo de él, un charlatán reconvertido en escritor de éxito, diletante y vanidoso. «Nos conocimos en Cambridge. Estaba un curso por debajo de mí y yo le presenté a todo el mundo», le dice más tarde a su mujer. «¿Y qué ocurrió?». Con la pesadumbre del que acaba de leer a Darwin hace cinco minutos, contesta: «Ocurrió la vida».


                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

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