05 agosto, 2014

Encadenados

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 Hubo una época en la que Alfred Hitchcock, como Wilder y tantos otros, era considerado un simple director comercial. Le llamaban el gran técnico del cine como quien habla de un mecánico o aplaude a un artesano eficiente. Ha pasado el tiempo y Hitchcock es hoy como Miles Davis o Picasso: uno de los más grandes creadores del siglo pasado. Nadie ha vuelto a mirar con confianza la cortina de una ducha tras ‘Psicosis’, de igual forma que es imposible ver el vuelo rasante de una avioneta sin imaginar corriendo a Cary Grant. Si alguien ve un cable con una hilera de pájaros posados ¿en qué piensa? ¿Y qué decir de los besos con tirabuzón que habitan sus películas? No conozco a ningún cineasta que haya rodado besos mejores.

 Sus movimientos de cámara, con una sofisticación extrema, su ansia por llevar el lenguaje cinematográfico más allá de la siguiente curva, y su faceta de publicista (se promocionaba a sí mismo mejor que cualquier ‘mad men’), convierten a Hitchcock en un tipo que siempre será moderno mañana. Los colores pop de ‘Vértigo’ o ‘Marnie’ adelantaron a Warhol o Lichtenstein, que llegaron un par de horas después. Sus imágenes se han instalado en la memoria de la gente de manera irreversible, y proyectarlas en un museo –algo que hizo el MOMA en 1999– sería como pasear entre cuadros de Hopper, Wyeth o David Hockney.

 ‘Encadenados’ está llena de momentos inolvidables: la grúa que desciende hasta la mano de Ingrid Bergman que oculta una llave, el instante en que la protagonista descubre que está siendo envenenada, el cierre del seguro de un coche que supone una sentencia de muerte, y una malvada, Madame Sebastian, que bien podría utilizar a la madre de Norman Bates y al ama de llaves de ‘Rebeca’ como becarias. Con su desprecio habitual por los argumentos bien cocinados, Hitchcock hace aquí lo que suele: lanzarnos McGuffins a los espectadores como quien echa cacahuetes a un chimpancé. Mientras picamos el anzuelo y nos concentramos en esta turbia historia de celos, nazis, espías y conspiraciones en un Río de Janeiro tan de mentira que parece real, el director británico aprovecha para rodar lo que verdaderamente le interesa: una historia de amor. ¿O acaso el amor no es, en realidad, una historia de suspense?


                                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

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