26 agosto, 2014

Con faldas y a lo loco

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 ‘Con faldas y a lo loco’ pertenece a esa raza de películas redondas que a medida que pasa el tiempo van haciéndose jóvenes. No importa el número de veces que la hayas visto, siempre terminas por encontrar esa frase que se te escapó la vez anterior o que ya habías olvidado o que no te importa escuchar otra vez. Los diálogos de Billy Wilder y su colega Diamond siempre huelen a coche nuevo. El guión, tan perfecto y ligero que jamás se nota la armadura, parece un combate de boxeo verbal entre dos pícaros buscados por la mafia que para escapar del matarife no dudan en vestirse de mujer. A través de ellos la película desnuda el mundo de las apariencias y, entre dobles sentidos, sobreentendidos, réplicas ingeniosas y canciones, nos muestra la diferencia entre ser y parecer. La reflexión que aporta ‘Con faldas y a lo loco’ es tan moderna que asusta: para sobrevivir hay que disfrazarse.

 Puede que Wilder y Diamond no dejasen cabo suelto al escribir esta comedia extraordinaria, pero es sin duda Marilyn Monroe, con sus transparencias, su petaca en el liguero y esa ingenuidad que te hace desear que las cosas le salgan bien, la autora intelectual de toda esta mascarada. No lo digo yo: la propia locomotora al comienzo de la película se encarga de avisarnos y silba cuando ella camina por el andén. Marilyn es capaz de hacer cosas fabulosas. Puede elevar el ukelele a la primera división de los instrumentos de cuerda o puede convertir en satélite a todos los que circulan a su alrededor, espectador incluido. Y qué decir de su espalda, un tobogán por el que resbalan todos los adjetivos.

 Su mundo exterior es tan brillante que no necesita mundo interior. Es posible que fuese un infierno trabajar con ella. Su falta de profesionalidad y sus retrasos crónicos (Wilder decía que la llamabas en primavera y venía en otoño) son legendarios. A pesar de ello, el propio Wilder reconocía al verla en pantalla que repartía rayos de sol a su paso. Lo explicaba así: «Yo tenía una tía en Viena que trabajaba en una pastelería. Ella habría llegado siempre a la hora en punto a los ensayos, habría dominado sus textos de arriba abajo con puntos y comas, nunca me habría estropeado una toma, nunca habría tenido el más pequeño enfrentamiento con ella. Pero ¿quién querría verla?».


                                                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

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