19 agosto, 2014

El cazador

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 La guerra te roba la vida aunque vuelvas ileso, nos dice ‘El cazador’. Es pues, una película de atracos. Tres jóvenes obreros apuran sus últimas horas antes de incorporarse a Vietnam. Viven en un pueblo de Pennsylvania, con su fábrica humeante, que da trabajo a toda la comunidad, su clima frío y su luz tuberculosa. Su vida es trabajo, trabajo y trabajo, con interludios de diversión en el bar. Son la carne de cañón que su país envía a Asia. Uno de ellos se casa y asistimos a la boda. Así solían comenzar las guerras en el siglo pasado: primero entusiasmo popular y festejos y luego desengaño. Este prolegómeno sirve para cargar la película con el proyectil que será disparado más tarde: el regreso.

 Al volver de Vietnam, el periodista Michael Herr escribe una de las más famosas crónicas sobre el conflicto, titulada ‘Despachos de guerra’. Un fragmento: «Vi esa cara por lo menos un millar de veces en cientos de bases y de campamentos, ojos a los que habían chupado la juventud, piel descolorida, labios blancos y fríos, y sabías que aquel tipo no podía albergar esperanzas de recuperar nada de aquello. La vida le había envejecido. Ya siempre sería viejo». Parece la descripción de Christopher Walken en esta película, un joven al que roban la mirada, o sea, el futuro. Verlo quebrado y trastornado, paseando por los suburbios de Saigón como un loco sin espoleta que lo mismo puede pintar un Van Gogh o ahorcar gatos es espeluznante. Ver a Robert de Niro huir de las pancartas de bienvenida y de la gente que celebra su vuelta, para esconderse y apretar la espalda contra la esquina de una habitación de motel, te hace comprender por qué hay gente que al regresar de la guerra se vuelve callada. Silencio ardiendo por dentro y encerrado para siempre en la cabeza. Ahora lo denominan ‘estrés postraumático’, que no es más que un eufemismo de plástico para una pregunta imposible de responder: ¿Cómo se acostumbra uno de nuevo al mundo?

 ‘El cazador’ lleva dentro el horror de los cuadros de Bacon. Aquí los caminos son solo de ida. Con una capacidad de herir reservada a la poesía, esta película es uno de esos ejemplares de los años setenta en los que se rodaba cine de altura acompañado de una reflexión crítica necesaria e imprescindible. Luego, en los ochenta, llegó Reagan. Y Stallone.


                                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

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