30 julio, 2014

Cautivos del mal

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 Uno de los presentes en el funeral de Harry Cohn, el jefe de la Columbia Pictures, exclamó: «¡Nunca había visto tan enorme gentío en un entierro!». A lo que alguien contestó: «Para que veas que el refrán es cierto: dale al publico lo que pide y llenarás el teatro». Hay miles de sentencias como esta en la cuneta del cine clásico. Vicente Minnelli, director de esta prodigiosa autopsia titulada ‘Cautivos del mal’ afirmaba: «Todo lo que amaba y odiaba con relación a Hollywood figuraba en el guión». El argumento saca un partido asombroso de ese oropel y esa apariencia deslumbrante bajo la que circulan las pequeñas miserias del gremio, llenas de navajazos y traiciones.

 Su protagonista, Jonathan Shields, es el hijo de uno de esos grandes productores, arruinado y ahora recién fallecido, capaz de cualquier cosa para conseguir lo que desea. El entierro de su padre parece ser la excepción al refrán del principio: cuando termina la ceremonia, vemos una columna de gente cobrando once dólares por cabeza. Los asistentes al funeral son extras. Con la ambición de superar a su padre, Shields decide comenzar su carrera desde abajo para, una vez en la cima, poder tener una buena caída. El ascenso de este ciudadano Kane de la producción cinematográfica, implacable incluso consigo mismo, está narrado a través de los flashbacks que protagonizan sus tres compañeros de viaje (un director, una actriz y un guionista) que lo acompañan en su propulsión hasta que se convierten en lastre y son tirados a la basura.

 ‘Cautivos de mal’ es al cine lo que ‘Eva al desnudo’ al teatro: un documento acerca de cómo se fabricaban las películas en la época dorada de los estudios, cuando la máquina trabajaba a pleno rendimiento. Wilder, Ford, Zanuck, Walsh, Selznick, Grant, Hepburn, Hitchcock, Lang, Wyler, toda esa gente trabajando a la vez ¿era posible? Creo que fue Juan Miguel Lamet, en uno de aquellos programas que tenía Garci de humo y cine, el que hizo una analogía entre esta época y el Siglo de Oro español, cuando Cervantes, Quevedo, Calderón, Tirso o Lope compartían resmas de papel. Aquello era posible por una razón: el talento grita hacia el talento.


                                                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

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