11 junio, 2014

Un extraño en mi vida

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 ‘Un extraño en mi vida’ no suele aparecer en los libros de cine. Tampoco es citada en ninguna lista que reúna películas de alta reputación. Juega en otra liga, la de los hallazgos por descubrir, como toda obra tímida, desconocida y extraordinaria. La elegancia y lucidez con que Richard Quine relata esta historia furtiva acerca de la penumbra que rodea el adulterio hacen que esta película vuele muy por encima de argumentos similares como ‘Breve encuentro’ o ‘Los puentes de Madison’. La América en technicolor que rueda Quine, con unos rojos que adelantan por el carril derecho a Warhol y a Roy Lichtenstein, es el envoltorio perfecto de este triángulo amoroso entre un hombre, una mujer y una casa.

 Estamos en 1960, en una de esas urbanizaciones felices y anestesiadas anteriores a los disturbios civiles, los presidentes tiroteados y la guerra de Vietnam. Kirk Douglas interpreta a un arquitecto que conoce a una mujer (Kim Novak) cuando ambos acompañan a sus hijos al colegio. En su primer plano-contraplano la suerte ya está echada. Él tiene una esposa que abusa de los imperativos y ella un marido con la temperatura de un pescado congelado. No se sienten a gusto en el traje que la realidad ha fabricado para ellos. Ninguno de los dos ha inventado la infidelidad, pero surge. Douglas está construyendo una casa para un novelista con el que mantiene reflexiones en voz alta acerca de la inseguridad del creador. En su manera de explicar el compromiso entre convertirse en una máquina expendedora de casas o arriesgar y ser un artista temperamental no hay tratados filosóficos, solo sencillez.

 ‘Un extraño en mi vida’ es la película más hermosa que he visto sobre el mundo de la arquitectura. Más que ‘El manantial’. Aquí no hay construcciones megalómanas, egos superlativos ni apologías del individuo-creador, sino clientes que exclaman con sorna: «¿Seguro que no había madera más cara?». El protagonista levanta una casa que es en realidad una historia de amor. Primero pone los cimientos, luego va tomando forma poco a poco hasta que, una vez terminada, debe dejarla ir porque pertenece a otro. «Pobre del que viva aquí: no sabe que la casa es nuestra», dice Kim Novak antes de marcharse para siempre y volver a su matrimonio lleno de tomas falsas. Richard Quine alumbra una película adelantada a su tiempo que propone el amor como parada breve, nada duradero, salvo en la memoria.


                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

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