04 junio, 2014

La gran belleza

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 Para Jep Gambardella la vida es una degustación. Insomne y seductor, se pasea por la noche de Roma como un Dorian Gray sin cuadro que detenga su declive. Pertenece a esa raza de seres nocturnos que conocen a todo el mundo y se encargan de que la madrugada quede presentable para cuando el amanecer pase revista. Autor de una única novela ya muy lejana, vive –con un lujo envidiable– gracias a su trabajo como firma de éxito en un gran diario. Eso cuando las fiestas le dejan un hueco o no está tumbado en su hamaca, con una teatralidad y un sentido innato del espectáculo que hacen de él un Truman Capote con vistas al Coliseo. A veces está tan ocupado que pierde el tiempo sin gastarlo. Lo contrario sería poco refinado.

 El contrapunto a todo ese tinglado hedonista se produce cuando Gambardella se marcha de alguna fiesta y emprende la retirada hacia casa leyendo la ciudad con los pies. Ahí es donde la película crece en asombro. Su afición a callejear sin itinerario posee la melancolía de un cuadro de De Chirico. Vacío y lleno de sombras. Hay algo en ese deambular nocturno que parece una metáfora del fin de un mundo, el suyo, el de un escritor cansado que ha convertido la evocación de un antiguo amor en su Rosebud particular. A veces no importa lo que uno camine, siempre acaba delante del mismo recuerdo. Mucho me temo que después de acompañar las idas y venidas de este tipo desilusionado por las calles de una Roma irreal, sugestiva y profundamente bella, los paseos de Marcello Mastronianni en ‘La dolce vita’ me parecen calderilla.

 ‘La gran belleza’ es capaz de resumir en un solo plano la decadencia que en ‘El gatopardo’ sumaba tres horas de metraje. El protagonista, siempre viviendo en cursiva, un poco como el Oscar Wilde de aforismo navajero y lucidez disfrazada de frivolidad, resulta ser un tipo que escribe transparente con la mirada. Su forma de contemplar la vida, de vagar, de ser sin apenas estar, proviene de la curiosidad, el combustible que utiliza la gente que no tiene certezas. A fuerza de fijarse en lo que nadie ve, se hace depositario de una respuesta: nadie sabe nada. Descubre que la vida es un truco mientras uno crea que lo es. Por eso es saludable conocer a tipos como Jep Gambardella que no confían en cambiar el mundo, sino que luchan por mantener intacta su capacidad de asombro.


                                                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

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